Hacer la pascua

Por Xavier Pericay, escritor (ABC, 07/01/06):

DESDE que el 30 de septiembre de 2005 el Parlamento de Cataluña aprobó el proyecto de reforma del Estatuto autonómico -o desde antes incluso: desde que en julio del mismo año la ponencia parlamentaria constituida al efecto presentó un primer borrador-, la vida política española ha girado en torno al problema catalán. Fatalmente, podría añadirse. En todo este largo tiempo, y al margen de los momentos culminantes del proceso -el propio 30 de septiembre, o el 2 de noviembre siguiente, cuando el pleno sobre la admisión a trámite del proyecto de reforma en el Congreso de Diputados-, no ha habido día sin que en determinada parte de España alguna voz autorizada se refiriera a la cuestión. Y esta suma de opiniones, lejos de derivar en una suerte de consenso, que es lo que suele ocurrir cuando un debate está bien encauzado y participan en él todas las partes, ha ido generando en los ciudadanos una incertidumbre cada vez mayor. A estas alturas, quien más quien menos tiene la sensación de que cualquier desenlace es posible, y de que, sea cual sea este desenlace, en el mejor de los casos vamos a estar bastante peor de lo que estábamos seis meses atrás.

De ahí que las declaraciones realizadas ayer en Sevilla durante la celebración de la Pascua Militar por el teniente general del Ejército de Tierra y general jefe de la Fuerza Terrestre, José Mena Aguado, en el sentido de que el Ejército debería intervenir si se aprobara un Estatuto de autonomía que rebasara los límites de la Constitución, no puedan ser calificadas de sorprendentes, aun cuando en una democracia siempre resulte sorprendente escuchar a un militar opinar sobre el comportamiento de la clase política. Como ciudadanos, los miembros de las Fuerzas Armadas no son ajenos a esta preocupación generada por la tramitación de la reforma estatutaria catalana. Ahora bien, otra cosa es que, dada su condición de militar, las declaraciones del teniente general Mena sean admisibles.

Precisamente porque la principal función del Ejército como parte fundamental de la estructura del Estado, y tal como reconoce el propio título octavo de la Constitución invocado ayer por el teniente general, es la de garantizar la aplicación de la Carta Magna, es decir, la de supeditar su cometido a la supremacía del poder civil, cualquier declaración de alguno de sus miembros que se inmiscuya en este terreno está fuera de lugar. Y más si quien la hace es un oficial de alto rango.

En una democracia, el Ejército debe ser el gran mudo, que es como se le conocía tradicionalmente en Francia. Del mismo modo que los políticos tienen fijados los límites de su campo de juego y no han de rebasarlos; del mismo modo que los jueces deben hablar sólo con sus autos, los miembros de las fuerzas armadas tienen que conducirse con arreglo a lo que son sus funciones y no ingerirse en modo alguno en las de los demás. Eso, y no otra cosa, es lo que se espera de un militar. Este silencio, este saber estar en su puesto, constituye lo más genuino del espíritu castrense. Por ello, no deja de resultar natural que el jefe del Estado Mayor de la Defensa haya pedido al ministro de Defensa el cese del teniente general.

Las declaraciones de Mena Aguado no sólo son contrarias al papel del Ejército en una democracia, a la esencia del propio oficio militar, sino que también presentan un absurdo lógico. El militar ha dicho que el Ejército debería intervenir si el Estatuto que se aprobase desbordara los límites de la Constitución. Pero es que esa hipótesis es pura y simplemente imposible. Tanto la Constitución como el Estatuto son herramientas de la democracia y sólo en la democracia encuentran su sentido. De ningún modo podría aprobarse en la España democrática una ley que violentara la ley. Hasta el propio militar, en su desafortunado discurso en Sevilla, pareció darse cuenta luego de esta imposibilidad cuando calificó de «infranqueables» los límites de la Constitución. Eso mismo son: infranqueables. Para los políticos y para todos los ciudadanos. Incluidos entre los ciudadanos, como es natural, los propios militares, cuyo destino constitucional está firmemente alejado de la tentación de hacer política.

La tradición española provoca que la palabra de un militar resulte siempre inquietante para los ciudadanos. Este es un país cuya memoria, cíclicamente activada a veces por la irresponsabilidad política, está demasiado presente en la vida cotidiana. Un país que en el horizonte de algunos virulentos conflictos políticos siempre ve alzarse la sombra del levantamiento armado, la interrupción de la democracia y la guerra civil. Sin embargo, y por mucho que la superficie de las cosas pueda confundirnos, la España democrática está a años luz del mitológico país fratricida, hecho a medias de historia y poesía. España es un país mucho más frío, y felizmente banal.

Y es esta frialdad, casi desdeñosa, la que debe caracterizar la respuesta de la sociedad política ante el exabrupto del teniente general. Sería lamentable que sus palabras fueran tratadas como palabras políticas, objeto de réplicas y contrarréplicas. No deben desencadenar nada más que la rígida y automática aplicación de los protocolos militares, y más allá el silencio general. Es muy probable que muchos dirigentes políticos hayan caído en el delirio, en estos últimos meses de tramitación estatutaria. Por desgracia el debate sobre la redacción del Estatuto de autonomía no va a pasar a la historia como una página brillante de la democracia española. Pero los políticos pueden permitírselo, el delirio. Entre otras cosas porque las urnas suelen devolverles implacablemente la razón.