Hacer lo que no se puede

Ahí era nada el reto de construir una obra a la vez clásica y contemporánea sobre la base de la comedia del mismo título de Juan Ruiz de Alarcón, autor de fuste en el panorama del teatro barroco hispanoamericano («La verdad sospechosa», «No hay mal que por bien no venga», «Las paredes oyen»), fundida con escenas de «La Fénix de Salamanca» de Mira de Amescua, quizás el primero entre los seguidores de Lope de Vega, y «Obligados y ofendidos y Gorrón de Salamanca» de Francisco de Rojas Zorrilla, dramaturgo plagiado por gorrones franceses tan descarados como Jean Rotrou, Alain-René de Lesage o Thomas Corneille.

Reto dificilísimo, decía, porque se trata de obras muy diferentes: comedia de magia con enredos cruzados la de Ruiz de Alarcón, de costumbres la de Mira de Amescua, uno de los textos paradigmáticos de la mujer disfrazada de varón, y evocativamente poética (no realista) la de Rojas Zorrilla, las tres presentan incoherencias en el desarrollo de la trama e incurren en confusiones que algunos críticos han imputado a Gutiérrez Caba, cuando lo único cierto sería que Gutiérrez Caba no ha logrado evitarlas o tal vez ni tan siquiera se lo haya propuesto, respetando las «peculiaridades» de un teatro en el que, según el sentir cervantino, «todas [las comedias] o las más son conocidos disparates que no llevan pies ni cabeza» (Don Quijote, I,48). A pesar de lo cual esta «Cueva» funciona tan estupendamente como en el XVII lo hicieron en los corrales las de Ruiz de Alarcón, Mira de Amescua y Rojas Zorrilla.

Hacer lo que no se puedePara mí tengo que la clave del éxito de ahora (y de entonces) descansaría en las actrices y en los actores, bien dichos los versos de esa alta trinidad de autores del Siglo de Oro, con singular fortuna encarnados los personajes y magníficamente desarrollado el contrapunto entre la Salamanca del XVII, plagada de pícaros, estudiantes sopones, teólogos en blanco y negro y cortesanas de todos las gamas del arcoíris, y la actualidad, con la gente del teatro sometida a unas circunstancias adversas y cuando las iniciativas penden del hilo (sumamente débil) de un acontecimiento político o una celebración cultural, en este caso la del VIII centenario de la Universidad salmantina. Porque sólo en esos contextos florecen las subvenciones en el páramo de los presupuestos culturales.

Con esos ingredientes, Gutiérrez Caba ha cuajado un espectáculo con escenas hirientes, demoledoras por crudas, con escenas inobjetables por reales, con escenas desengañadas, con escenas escalofriantes y con escenas divertidas, caleidoscopio de acciones que arrastra al espectador. Es el torbellino irresistible, diría Cervantes, de «lo que pasa apriesa» («Adjunta al Parnaso»).

Las actrices y los actores, decía: Eva Marciel, protagonista de películas como «Segundo asalto» (ganadora en 2005 del Festival de Valladolid) o «Historia de Estrella», a la que yo recuerdo en «Yerma» y «La dama duende»; María Besant, hace poco brillando en la versión de Ana Zamora (Nao d`amores) de «Comedia Aquilana» de Torres Naharro; Daniel Ortiz, el convincente Cervantes de «Escrito en las estrellas», adaptación libre –también de Gutiérrez Caba– de «El amante liberal»; Juan Carlos Castillejo, con papeles importantes en versiones de Ruiz de Alarcón, Lope de Vega o Shakespeare; Chema Pizarro, para mí una feliz sorpresa; y José Manuel Seda, con largometrajes y series en su haber tan populares como «Hospital Central» o «Los Serrano», total cuando asume el papel de Dani, chispeante en Crispinillo y cumbre como don Diego. Ni rastro, por fortuna, de los vicios de aquella vieja escuela actoral que pecando de grandilocuencia moría por retórica y a tenor de cuyas vicios los actores declamaban, no decían, y nunca ocupaban el escenario con naturalidad.

La obra funciona, y funciona muy bien, gracias a ellos, cifra y resumen del momento dorado de nuestros actores, crecidos y superándose ante una situación socio-laboral francamente mejorable. Las dos actrices y los cuatro actores, no ya se doblan, se triplican o aun llegan a representar cuatro papeles, que es el caso de Eva Marciel. Únicamente Daniel Ortiz se limita a dos, pero a dos capitales, actuando de director y de Enrico, lo que implica que sobre él gira el vértigo del zigzag en armonía entre aquel ayer y nuestro hoy. Qué sentido del verso y cuánta dedicación para llevar hasta las luces del escenario el resplandor de las sombras de aquella mítica Cueva de Salamanca, donde la tradición popular pintaba al Diablo ejerciendo su magisterio en una cátedra de saberes infernales que la leyenda localiza en la cripta de la iglesia de San Cebrián, derribada en el siglo XVI, cuyo acceso ordenó tapiar con argamasa la mismísima Isabel la Católica, y que tal vez conviniera destapar ahora: a ver si el diablo, regresando a la Cueva, se marcha por donde vino, porque parece evidente que cuando la tapiaron se quedó fuera. Tanta fama universal alcanzó ese mito que en no pocos lugares de la ancha geografía novohispana se llama «salamancas» a las cavernas, oquedades, refugios y simas donde el imaginario popular situaba cenáculos de magia negra y conciliábulos infernales.

En fin, tras echar el telón en el Teatro de la Comedia, ya en Almagro, ya en cualquier lugar donde de nuevo abra su boca, no se pierdan la entrada a esta Cueva, a la vez tradicional y de ahora. Arriesgándose o, si se prefiere, haciendo lo que no debía, Gutiérrez Caba ha vuelto a recordarnos, pero no desde la teoría sino desde la verdad de las tablas, que la literatura española acoge un patrimonio teatral inagotable y que contamos con un elenco de actrices y actores extraordinarios.

Gonzalo Santonja, escritor.

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