Hacer memoria sin borrar la historia

La retirada oficial de un monumento del espacio público es una medida extrema. Incluso cuando está plenamente justificada, se trata de una decisión próxima a la iconoclasia. Aunque no haya destrucción material del símbolo relegado (iconoclasta, en sentido literal, es el “rompedor de imágenes”), suele llevarse a cabo sin un plan de recontextualización de la obra que permita a las generaciones presentes y futuras conocer su historia y las razones de su desplazamiento de la plaza pública. Por lo general, el monumento se abandona en un trastero municipal, inaccesible y polvoriento, o en el depósito suburbano de un museo de arte o historia que difícilmente encontrará medios y oportunidades para integrar la pieza, casi siempre de formato intratable y calidad discutible, en sus colecciones permanentes. En rigor no hay destrucción, pero sí desamparo y ocultación, esto es, olvido deliberado, una práctica que por paradójico que parezca suele constituir el eje rector de muchas de las políticas —léase, estrategias— de memoria que han proliferado por doquier en los últimos decenios.

Desde el destierro en 2018 de la estatua barcelonesa de Antonio López, tengo la impresión de que en España existe una cierta disposición colectiva a asumir que esta especie de iconoclasia blanda o de baja intensidad es una medida razonable e incluso necesaria cuando se aplica (o pretende aplicarse) a monumentos erigidos en honor de personajes del pasado indiscutiblemente execrables, como Franco, o moralmente reprobables a tenor de los valores imperantes en nuestros días, como pudieran serlo Colón o, este verano, Bolívar. Y diría que esta inclinación mayoritaria está en buena medida relacionada con la incidencia que en la opinión pública de nuestro país ha tenido el artículo 15 de la ley de memoria histórica de 2007, que es el que obliga a retirar del espacio público los “escudos, insignias, placas y otros objetos o menciones conmemorativas de exaltación, personal o colectiva, de la sublevación militar, de la Guerra Civil y de la represión de la dictadura”, salvo la concurrencia de tres limitadas causas de exención (“razones artísticas, arquitectónicas o artístico-religiosas”), dos de las cuales son, además, tan etéreas como oscuras. La norma no dice absolutamente nada sobre el destino del elemento eliminado, ni prevé ninguna solución alternativa o intermedia entre la retirada total del símbolo condenado y el mantenimiento —se supone— intacto del monumento redimido, sin mediar señalización o explicación de ningún tipo. De la recepción sustancialmente iconoclasta (o iconofóbica) del precepto dan seguro testimonio proyectos tan recientes como deberiadesaparecer.com, un mapa interactivo presentado el pasado julio por la Fundación Jesús Pereda de CC OO en el que se identifican y geolocalizan cerca de 5.600 “símbolos del franquismo que de forma ilegal”, cito literalmente, “siguen ocupando espacios públicos y privados”. A despecho de su brevedad, el texto hace caso omiso de la ley en dos puntos inexcusables, al presumir la ilegalidad de todos los símbolos registrados, sin dispensas que valgan, y extenderla a los que se hallan en “espacios privados”.

Además de extrema, la iconoclasia —llamémosla— administrativa es una reacción primaria y facilona, históricamente inmadura. En la Francia de la Primera República, lo revolucionario y novedoso no fue la destrucción de los monumentos contrarrevolucionarios del Antiguo Régimen (tildada de “vandalismo” a partir de entonces), sino el reto político de su conservación y puesta al servicio de la ciudadanía como una herramienta de oro para la formación y mejoramiento del individuo, la comprensión de la realidad y el estímulo de la creatividad. En el difícil paso de 1793 a 1794, los franceses adoptaron un ambicioso abanico de medidas decididamente encaminado a transformar lo que hasta entonces habían sido instrumentos de dominación en instrumentos de emancipación: las decenas de miles de “monumentos de la superstición, del despotismo y del feudalismo” confiscados a la Iglesia, la Corona y la nobleza emigrada entre 1789 y 1792, en “monumentos de las artes, de la historia y de la instrucción”, según el revelador lenguaje del decreto del 24 de octubre de 1793 que prohibía “retirarlos, destruirlos, mutilarlos o alterarlos de ninguna manera, so pretexto de hacer desaparecer los signos de la feudalidad o de la monarquía”. Un texto, este, capital, que vino a consagrar la moderna categoría de monumento histórico, una figura —nunca está de más recordarlo— eminentemente republicana, en tanto que forma igualitaria de compartir lo que antes había sido arma y privilegio de unos pocos, y eficaz certificado de defunción del sentido conmemorativo inherente a todo monumento, mediante el solo gesto de declarar y mostrar su condición, justamente, histórica, de cosa perteneciente a otra época y sociedad, a un tiempo extinto u obsoleto. Como proponía el diputado Cambon ya un año antes de la votación del decreto: “Hay que conservar incluso las imágenes que nos recuerdan a esa familia de los Borbones, que merecerá eternamente nuestro reconocimiento por habernos hecho detestar a los reyes. Es necesario que nuestros sobrinos sepan que los franceses, esclavizados durante tantos siglos bajo el yugo de los tiranos, han logrado romper el yugo y aniquilar a los tiranos”.

La Revolución Francesa nos ofrece un ejemplo fundacional y sumamente esclarecedor de que la conservación de los monumentos del pasado (cercano o lejano) por su interés artístico, histórico o educativo no equivale a ratificar sus valores de fábrica, celebrativos y admirativos, sino exactamente lo contrario. Una obviedad de Perogrullo que tiende a olvidarse a menudo debido al secular sometimiento del patrimonio histórico al cuento de las identidades nacionales o a otros intereses gregarios. En cierto sentido, el monumento histórico es la más antigua y prolífica clase de antimonumento que puebla nuestras ciudades, muy anterior a la contramonumentalidad surgida en el arte alemán a finales del siglo XX. Lo que ahora llamamos patrimonios “incómodos” (en realidad, a poco que escarbemos, todos lo son) no deberían ni permanecer intocables, como predica la extrema derecha, ni borrarse del mapa, como quiere la extrema izquierda. Lo que debemos alentar es su uso y conservación crítica, en el sentido que Nietzsche da a la palabra en la Segunda intempestiva, máxime en tiempos, como el presente, de vertiginoso ascenso del culto a la Memoria. Y es que los, digamos, (anti)monumentos históricos son una demostración incomparable de que los “lugares de memoria” pueden perfectamente fomentarse sin sacrificar a su costa los “lugares de historia”.

Nada resume mejor estas líneas que la reciente “historización” (storicizzazione) por los artistas Arnold Holzknecht y Michele Bernardi del bajorrelieve de 36 metros de longitud esculpido en los años cuarenta del siglo pasado por Hans Piffrader en la fachada de la antigua Casa del Fascio en Bolzano (sede hoy de una oficina ministerial), una obra sobrecogedora presidida por la imagen victoriosa de Mussolini a caballo y la inscripción CREDERE / OBBEDIRE / COMBATTERE (“creer, obedecer, combatir”). Holzknecht y Bernardi se han limitado a superponer al relieve un letrero luminoso con una cita de Hannah Arendt escrita en alemán, inglés y ladino: “Nadie tiene el derecho a obedecer”. La tachadura condena el monumento sin ocultar ni un milímetro de su superficie. Suprime su autoridad (o la última brizna que pudiera quedarle) sin retirar, destruir, mutilar o alterar, so pretexto de hacer desaparecer los signos del fascismo, ningún detalle de la obra susceptible de interesar al arte, a la historia o a la instrucción pública.

Daniel Rico es historiador del arte.

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