Hacer oposición en Guinea Ecuatorial

Por Plácido Micó, secretario general del partido Convergencia para la Democracia Social (CPDS), el partido más importante de la oposición guineana. Encarcelado durante catorce meses tras el juicio-farsa celebrado en el cine Marfil de Malabo, en mayo de 2002, ha sido indultado a principio del pasado mes de agosto (EL PAÍS, 09/09/03):

Tras catorce meses de cautiverio en el penal de Black-Beach de Malabo, Guinea Ecuatorial, he sido autorizado a recuperar mi libertad, aunque sea provisionalmente. El 2 de agosto, fecha en la que salí de la cárcel, era la víspera del vigésimo cuarto aniversario de la toma del poder, mediante un golpe de Estado, del presidente Obiang Nguema. La provisionalidad de mi liberación obedece, por una parte, a que en mi país los oponentes políticos somos sistemáticamente perseguidos y podemos ser detenidos y encarcelados arbitrariamente; por otra, a que los indultos se conceden bajo la condición de que los agraciados han de pasar diez años sin incurrir en hechos delictivos de la misma índole que aquellos por los que fueron condenados.

El penal de Black-Beach, que tiene la fama de ser uno de los más inhumanos del continente africano, da buena cuenta de la naturaleza ilegal, arbitraria y cruel del régimen de Malabo. La primera precaución de las autoridades carcelarias es intentar despojar a los presos políticos de su condición de personas y reducirlos a meros objetos vivientes. Se trata de hacerles olvidar que en el país existen leyes y algo parecido a los tribunales de justicia, hasta convencerlos de que su vida, su integridad física y moral, y su libertad están en manos del presidente de la nación, quien, por medio de sus colaboradores más inmediatos, puede manejar todo a su antojo. Los condenados suelen permanecer en un régimen de total aislamiento, de incomunicación absoluta, privados no sólo de libertad, sino de otros muchos derechos que el ordenamiento jurídico nacional garantiza a las personas recluidas.

He estado once de los catorce meses de mi encierro en una celda de poco más de un metro cuadrado, sin iluminación ni ventilación suficientes, encerrado veinticuatro horas sobre veinticuatro, sin poder leer ni escribir. Mi celda sólo era abierta una vez al día, durante dos o tres minutos, el tiempo justo para vaciar los excrementos y desechos acumulados. Pasaba semanas enteras sin ver la cara de ninguno de mis compañeros de infortunio. Se nos obligaba deliberadamente a pasar hambre al prohibir a nuestras mujeres y familiares aportarnos lo necesario para la manutención. Durante semanas, nuestra única comida consistió en un panecillo diario. Se nos negaba el agua para beber, privándonos de ella durante tres y cuatro días. Para lavarnos, era preciso esperar entre diez y quince. Fuimos despojados de cualquier prenda sobre la que se pudiera dormir, ya fueran esteras, mantas, toallas, sábanas e incluso papel o cartón, obligándonos a echarnos sobre el suelo. Un suelo duro, sucio, húmedo, enmohecido, por el que se paseaban cucarachas, hormigas, arañas, ratas y cangrejos, aparte de una plaga de mosquitos que produjo estragos entre los detenidos.

Resulta difícil establecer qué sufrimiento era mayor, si esas condiciones de vida, los insultos, amenazas y provocaciones de todo tipo de que éramos objeto, o la insensibilidad de la que hacían gala nuestros carceleros negándose sistemáticamente a ofrecer asistencia médica a gente enferma, algunos de los cuales pasaron varios días retorciéndose de dolor en el suelo sin que se les hiciera el más mínimo caso. De hecho, como consecuencia de las torturas recibidas y la posterior denegación de asistencia médica, perdieron la vida dos de nuestros compañeros. Nuestra situación mejoró tras una visita, a finales de febrero de 2003, de una delegación de la Cruz Roja Internacional que logró de las autoridades que nos permitieran dormir sobre esteras y que abrieran las celdas dos veces al día por un periodo mayor de tiempo. Cuando se produjo el indulto, llevábamos tres meses fuera de la celda, en una nave corrida, todos los presos políticos juntos, con acceso a las visitas familiares así como a la lectura.

Tras mi puesta en libertad, he vuelto a recibir amenazas. Las primeras, del ministro de Información, en una nota oficial, en la que lamentaba mi salida de la cárcel; después, del propio presidente Obiang, que en el discurso oficial de apertura de una reunión celebrada entre el Gobierno y los partidos legalizados establecía un paralelismo entre mi trayectoria política y la de Atanasio Ndong Miyono, ministro de Asuntos Exteriores, que fue asesinado por el primer presidente, Francisco Macías, al ser acusado de un supuesto golpe de Estado.

En realidad, nuestro indulto, al igual que nuestro encarcelamiento, forman parte de una estrategia política. Son una argucia del régimen para acabar con la oposición política en el país, a la que unas veces se golpea de manera despiadada y otras se tienta ofreciéndole formar parte del Gobierno. Este método ya lo utilizaron conmigo estando en la cárcel: en un primer momento se me sometió a aislamiento e incomunicación, pero después me hicieron toscas ofertas de participación en un Gobierno del actual presidente. Se trataba de enfrentarme a mis compañeros de partido, a los que con toda desvergüenza me presentaban como los primeros interesados en que yo permaneciera en prisión. Al final, las pretensiones se redujeron a la consecución de un pronunciamiento por parte de mi partido, el CPDS, agradeciendo al presidente mi puesta en libertad. Nuestra respuesta fue también negativa. Ello explica, en parte, que el decreto de gracia presidencial se anunciase oficiosamente en varias ocasiones sin que llegara a materializarse en el último momento.

La reciente reunión entre el Gobierno y los partidos políticos coaligados con él ha mostrado una vez más la incapacidad de Obiang Nguema para establecer un diálogo sincero y profundo capaz de mejorar el actual estado de cosas en el país. El Gobierno sólo ha accedido a una discusión muy superficial de las propuestas de reforma de cuatro leyes básicas: la reguladora de las elecciones, la reguladora de los partidos políticos y la referente a su financiación y la de reunión y manifestación. Se negó a discutir, en cambio, otras propuestas de reforma como las tocantes al poder judicial y la administración de justicia que, según el régimen, no tienen nada que ver con la democracia y el Estado de derecho a la "ecuatoguineana". También rechazó la posibilidad de discutir otras leyes básicas, como las de libertad sindical, la de asociación, la de prensa e imprenta... Y, sobre todo, se negó a promulgar una ley de amnistía que permitiera la puesta en libertad de los presos políticos y el retorno de los exiliados.

La reunión tuvo lugar en mi ciudad natal, Mbini, en la región continental. El régimen aprovechó mi participación en ella, recién salido de la cárcel, para enviarme un grupo de quince de los principales jefestradicionales y presidentes de los consejos de poblado de la localidad, todos del gubernamental partido del presidente (PDGE) y auténticos azotes de CPDS en el distrito. Su objeto era presionarme haciéndome responsable, por mi persistente oposición al régimen y consecuente negativa a participar en el Gobierno, de la discriminación y marginación política, social y económica de que es objeto Mbini. Una localidad en cuyas costas se está explotando petróleo desde hace unos años sin que los naturales del lugar tengan siquiera la posibilidad de un puesto de trabajo en las empresas petrolíferas americanas que allí operan, que, por otra parte, no han sido autorizadas a establecer ni sede, ni oficina, ni infraestructura de ningún tipo, con la perversa intención de impedir a los lugareños beneficiarse siquiera de las migajas que de ello podrían derivarse. "No sigas perjudicando a tu distrito, sométete al presidente, haz como los líderes de los demás partidos políticos del país", concluyeron los viejos pedegistas del distrito, quienes dos días después se trasladaron a Bata para dar cuenta de la gestión a su mandante, que la agradeció con una donación de cinco millones de francos CFA (unos siete mil quinientos euros).

Esta actuación del régimen es reveladora de uno de los usos que hace del dinero procedente de la explotación de los recursos petroleros: la compra de voluntades y el sometimiento político de individuos, familias y comunidades enteras; primero, a través de su empobrecimiento y reducción a la extrema miseria para, tras ello, exigirles una sumisión absoluta a cambio de recibir algunas prebendas o unas migajas. Éste es el proyecto político del régimen. Cooptar a los dirigentes de todos los partidos políticos del país (hasta ahora sólo resiste CPDS) y formar el mal llamado "Gobierno de unidad nacional", quizás más bien de corrupción nacional, cuyos miembros -actualmente unos cincuenta para una población de apenas 500.000 habitantes- tienen como única preocupación amasar inmensas fortunas personales, sumiendo a la población en la ignorancia y la miseria como método de garantizarse el dominio y el control político sobre ella.

Por desgracia, estos despropósitos -que se considerarían auténticas aberraciones en cualquier parte del mundo- son contemplados con pusilanimidad, complacencia e incluso animados por algunos representantes de la comunidad internacional, más concretamente por algunos sectores políticos de países como España, Francia y Estados Unidos, empeñados en ver en ellos algún carácter específico ("cultural") de lo africano. No dudan en colaborar en el debilitamiento de la oposición política basándose en el falaz argumento de que una oposición fuerte representa la antesala de un enfrentamiento político que necesariamente conduce a situaciones de violencia y desestabilización que estorbarían la explotación pacífica de nuestros recursos petroleros.

Siempre he luchado por una transición pacífica de mi país hacia la democracia, y ello me ha costado la cárcel y la tortura. Algunos de mis compañeros se han dejado la vida en el intento. Si hoy quiero dar a conocer la dureza de la experiencia que me ha tocado vivir como preso político en las cárceles de Obiang es con un único propósito: el de recordar que los africanos en general, y los guineanos en particular, tenemos derecho a la democracia. La comunidad internacional tiene que saber que, pese a la brutalidad del régimen que padecemos, pese a la humillación y la violencia a la que nos somete cada día, nuestro compromiso con la libertad es y será siempre tan inquebrantable como pacífico. Y de ahí la escalofriante dimensión de un drama como el nuestro, ante el que un país como España, al que muchos de nosotros debemos gran parte de lo que somos, no puede seguir cerrando los ojos y fingiendo una incomprensible y cómplice ignorancia.