¿Hacia dónde va el Estado autonómico?

El año electoral que estamos ya viviendo ¿será ocasión para debatir asuntos serios o seguiremos en el insulto zafio, el enfrentamiento sectario y la superficialidad frívola? Es decir: ¿padeceremos mítines y más mítines, bazofia de la democracia? ¿Sufriremos esas contestaciones insustanciales de los políticos a los periodistas llamadas «canutazos»? ¿Contemplaremos caravanas de repartidores de globitos? ¿Nos resignaremos a ver a los candidatos cogiendo a un niño en vilo o estrechando manos en un puesto de frutas del mercado? Dicho de otro modo: ¿seguiremos ejerciendo de papanatas o reclamaremos que se nos trate como adultos?

Estas son las preguntas que una sociedad avisada y alfabetizada como es la española debe plantearse cuando son tan graves las inseguridades y las zozobras que nos acechan. En La flauta mágica Tamino exclama: «¡Oh, noche eterna! ¿Cuándo desaparecerás? ¿Cuándo encontrarán mis ojos finalmente la luz?».

¿Hacia dónde va el Estado autonómico?En nuestra actual coyuntura, esa luz ha de venir de los políticos a quienes vamos a elegir. Para eso les vamos a pagar. No para que nos cuenten milongas ni nos distraigan con la monserga de las derechas y las izquierdas, lo inclusivo y lo trasversal. Es hora de que quienes vayan a comparecer en las listas empiecen cuanto antes a leer libros y a reflexionar para conformar respuestas a nuestras incertidumbres. Pero sépase que informarse en fuentes solventes y fidedignas exige huir de los tuits y hacer un corte de mangas a los «argumentarios», que son guías para adoquines, vademécum de simplezas reumáticas, retórica chapucera y triste. Seriedad, por tanto, claridad y luz. Y, como quería el poeta, voces, no ecos.

¡Son tan numerosos los debates por afrontar! Empecemos por el de la conformación territorial de España, ya que tantos quebraderos de cabeza nos proporciona como consecuencia de la actitud desleal de los nacionalismos vasco y catalán. Deslealtad que no es nueva, pues tiene como dies a quo la fecha misma de aprobación de la Constitución.

Los partidos que se han sucedido en el Gobierno han consentido, de buena gana o por imperativo de la conformación de mayorías, erosionar la igualdad de los españoles sacudiendo las vigas maestras de nuestro Estado descentralizado, esas que han de ser inamovibles. Cierto es que González, Aznar o Rajoy lo hicieron con intensidades y matices distintos, pero la ceguera a la hora de ver el riesgo de compartir mesa y manteles con los nacionalismos es compartida. Hasta la llegada de Zapatero (alevín de la confusión), momento en el que el riesgo se convirtió en una aventura por el bosque de las imprudencias («aceptaré el Estatuto que apruebe el Parlamento de Cataluña», dijo).

El actual presidente, a quien podemos calificar al modo homérico como «el que amontona y se complace en los estragos», es caso aparte. Y lo es porque al acceder al poder decidió afrontar el problema sin más asistencias que las proporcionadas por su precario saber y entender. Sin consultar a las fuerzas políticas pero tampoco a los órganos de su propio partido, formó un Gobierno débil que habría de sostenerse con el apoyo de los enemigos de España, de la Monarquía y de la Constitución. Por si fuera poco, jamás se han molestado en concretar el tipo de República independiente que instaurarían. Se ha atenido Sánchez a lo que ellos han ido imponiéndole aunque él -quiero creer- habrá opuesto resistencia a las ocurrencias más extravagantes salidas de los planes perversos de sus socios.

Llegados a este punto, la pregunta es si el PSOE, como organización centenaria y clave -para lo bueno y lo malo- en la historia de España, va a tomar cartas en el asunto elaborando una partitura meditada que contenga la sinfonía a interpretar en el futuro. Porque a las incertidumbres en que se mueve la España autonómica no se le podrán aplicar indefinidamente la receta, hasta ahora vigente, de excarcelar a terroristas, indultar a golpistas y barrer del Código Penal todo lo que a estos molesta. En algún momento, consumadas estas fechorías, será preciso pararse a pensar en un Estado donde se ajusten de nuevo las piezas hoy dislocadas. Para que todo lo que se haya lastimado con el paso del tiempo vuelva a gozar de frescura, estabilidad y coherencia. Aquí es donde los candidatos del PSOE tienen que ejercer una función indeclinable. En el pasado inmediato, concretamente en 2003, se aprobó la declaración de Santillana del Mar, donde se analizaba, con mejor intención que tino, qué era la España plural. Diez años después vino la de Granada, llamada «La España de todos». En 2014 le tocó el turno a Zaragoza, ciudad que acogió otro manifiesto cuyo objetivo era explicar cómo se transforma la España autonómica en una España federal.

En todas estas ciudades, agraciadas por la presencia de la intelligentsia socialista, se convino en crear ponencias, reforzar la Conferencia de Presidentes y allegar opiniones de expertos. Cuando se leen estos textos, se advierte que hay en ellos mucho procedimiento, idas hacia una comisión y venidas de una subcomisión, pero poca sustancia de fondo. Todo hace pensar que los redactores, enfrentados a un océano de aguas turbias y revueltas, no llegaron a identificar la tierra deseada, siempre lejana, brumosa y esquiva.

Hoy produce un poco de melancolía o de risa pensar en esos esfuerzos bienintencionados de aquellos dirigentes del PSOE: ¿qué fue de Santillana con sus verdes prados, qué de Granada con su embrujo agareno, qué de Zaragoza, la austera urbe de la Corona de Aragón?; ¿qué se hizo de los escritos en ellas concebidos, qué de sus acuerdos, qué de sus fórmulas federales? Todo quedó barrido por la actitud de la nueva dirección que encumbró a quien desde entonces «amontona desmanes» como Zeus «amontonaba las nubes» en el poema homérico citado: ni subcomisiones ni comisiones ni expertos ni documentos ni ciudades egregias, el desnudo oportunismo tejido al hilo del arreglo para sacar adelante un decreto-ley, aplacar a un deslenguado separatista o congraciarse con un terrorista en excedencia. Acuerdos viciados, degradados, prisioneros de pactos infames trabados desde el Gobierno de España con quienes desean acabar con esa misma España. La pregunta agobiante es: ¿cómo ha podido quedar todo tan manchado, tan roto? ¿Será posible arreglar tan demoníaco desaguisado? La contestación es clara: en un período electoral como el que afrontamos son los candidatos en las listas socialistas quienes tienen que darnos la respuesta a los electores y plasmarlas en el programa del partido. En este tiempo que se inicia ya no vale el silencio de los 120 diputados o de los 113 senadores que han contemplado el estropicio como si no fuera con ellos o como si, en sus pasadas campañas, hubieran defendido el rumbo ominoso que ha tomado la política gubernamental. Ahora, si quieren revalidar sus escaños, tendrán que explicarnos por lo menudo qué piensan respecto del arreglo de nuestro Estado. Dicho de otra forma: habrán de ocuparse de que el programa ponga negro sobre blanco las propuestas y las reformas legales o constitucionales que estimen necesarias, sin vaguedades, con las entendederas encaminadas a poner freno a la devastación.

Un Estado descentralizado, federal o regional es tan exigente que no puede seguir dando tumbos enrarecido por el opio de las urgencias y las improvisaciones. Sugiero a los candidatos que acudan a los libros que han escrito al respecto historiadores, juristas y economistas. Todo material les será de provecho menos las consignas de los burócratas del partido, prescindibles por vacuas. Lo dicho hasta aquí en relación con la laboriosa conducta que se espera de los protagonistas de la campaña vale exactamente igual para los del Partido Popular. De momento, entre las medidas proclamadas en Cádiz, muchas bien orientadas, no hay rastro perceptible sobre la forma de abordar el problema territorial.

¿Es utópico mi planteamiento? Puede ser pero ¿no es la utopía el motor del progresismo, tan invocado y manoseado?

Francisco Sosa Wagner es catedrático universitario y autor de numerosas publicaciones históricas y jurídicas sobre el Estado autonómico.

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