El fin de semana pasado parecía que el momento elegido para la visita a Washington del nuevo primer ministro británico, David Cameron, había sido algo improvisado.
Las pruebas de resistencia realizadas por BP en la tapa recientemente instalada parecían dar buenos resultados. Se había detenido, al menos por el momento, la contaminación que solo semanas antes se vertía al golfo de México. Después de la amistosa conversación mantenida por Obama y por el premier británico durante la cumbre del G-20 celebrada en Toronto el mes pasado (donde la feliz pareja compartió una cerveza para dejar clara su común apuesta futbolística y Cameron fue conducido al lugar del encuentro en el helicóptero presidencial Marine One), el nuevo Ejecutivo británico emitió una nota disculpándose por la incómoda liberación de Al-Megrahi, un terrorista condenado por el atentado de Lockerbie. Parecía todo listo para una nueva fase en la relación especial.
Aunque la triste noticia de una supuesta filtración hacia el lecho marino procedente del pozo pueda empañar las expectativas que suscita la visita, es posible que la camaradería vista en Toronto se repita de nuevo esta semana en Washington. Con todo, por debajo y en capas más profundas se aprecia que la especial relación británico-estadounidense está aquejada de un mal más trascendente que las crisis actuales que enturbian la visita de Cameron.
La relación entre Obama y Cameron no es una colaboración especial como las que había entre Thatcher y Reagan o Blair y Clinton. Por otra parte, es cierto que esas amistosas escenas suponen un drástico cambio en las estrategias en materia de relaciones públicas de ambos países. Los asesores del presidente Obama nunca permitieron al ex primer ministro Gordon Brown ardides publicitarios de ese tipo. Sin embargo, lamentablemente, todo esto no va mucho más allá de la escenografía. De algo que ha sido y seguirá siendo necesario precisamente porque Obama y Cameron no comparten ni una agenda política ni una perspectiva ideológica. De manera que, si nos fijamos un poco, la obligada amistad entre ambos se parece más a las declaraciones de amor que, después de una etapa turbulenta, los matrimonios ya veteranos se prodigan entre amigos y parientes, mientras en privado negocian un divorcio amistoso.
En realidad, la reunión entre Obama y Cameron ha tenido lugar en un momento en el que la grieta tectónica entre Europa y Estados Unidos parece ensancharse. En su país, Obama ha continuado impulsando un ambicioso programa de estímulo del crecimiento económico. Sin embargo, en toda Europa, y no solo en España y Grecia, sino en casi todo el continente, incluyendo a Reino Unido, Francia y Alemania, lo que está sobre la mesa es una serie de severas reducciones del gasto. Parece que los europeos, reproduciendo las políticas de Herbert Hoover, están apostando porque el aumento de los impuestos y la reducción de la voluntad de gasto hagan crecer la economía. Por desgracia, tanto en Europa como en EE UU el desempleo de larga duración, que podría aumentar todavía más, se obstina en mantenerse elevado, y la amenaza de la trampa deflacionaria es constante. A largo plazo, como ha señalado Paul Krugman, la reaparición de esta antigua ortodoxia económica no solo pone en peligro el incremento del empleo y la recuperación económica, sino que fomenta un tipo de liderazgo profundamente antiprogresista, que ensalza la capacidad para imponer sufrimientos a los demás en épocas difíciles.
Está claro que todo esto contrasta enormemente con el entorno político mundial de hace un año. Entonces, el recién elegido presidente estadounidense se enfrentaba a las consecuencias de un colapso financiero de dimensiones planetarias y a la posibilidad de otra Gran Depresión. Durante la cumbre del G-20 en Londres en abril de 2009, el tándem Brown-Obama ejerció un auténtico liderazgo mundial e interno. Trabajando al unísono para consensuar y coordinar varios programas de estímulo de carácter nacional, ayudaron a rescatar a un mundo que se encontraba al borde de la catástrofe económica.
Es evidente que en EE UU tanto Obama como el secretario del Tesoro, Geithner, han advertido de los peligros económicos que a largo plazo plantea apartarse de esa senda, aplicando de forma prematura medidas de austeridad fiscal. Por desgracia, los dos están atrapados en un movimiento envolvente. Aislados internacionalmente, no han sido capaces de desarrollar un nuevo consenso mundial en torno a la necesidad de aplicar más estímulos que garanticen la recuperación económica. Dentro de EE UU también se enfrentan a la oposición, tanto de congresistas demócratas conservadores como de republicanos, a su paquete de ayudas a los Estados.
Para el presidente Obama, la reunión bilateral de esta semana entre dos antiguos aliados podría suponer un agradable respiro en medio de sus tribulaciones internas. Pero no puede uno dejar de preguntarse si la visita de un socio de mentalidad más progresista no le habría resultado más útil ante esa misma tesitura. Es posible. Y puede que Obama se acabe de dar cuenta de que en las elecciones británicas había más cosas en juego de las que en principio se imaginaba.
Matt J. Browne, colaborador del Center for American Progress y de la Fundación Ideas. Traducción de Jesús Cuéllar Menezo.