Hacia la España confederal

La mala gestión que, desde la aprobación de la Constitución en 1978, los sucesivos Gobiernos de España han hecho del fenómeno nacionalista se debe a no haber sabido –ni querido– entender su profunda naturaleza. Para las formaciones de esta ideología, primero: la nación es un sujeto soberano; y segundo: a toda nación le corresponde su Estado. Éstas son las dos ideas básicas del nacionalismo, y pasarlas por alto supone condenarnos a una dinámica centrífuga difícilmente reversible.

La lógica federal en que se inspiró la España de las Autonomías se basa, como toda lógica federal, en la lealtad que las partes deben al todo, a cambio de que éste reconozca la diversidad que lo compone. Unidos en lo diverso, delicado equilibrio, pero posible si cada participante en el juego rechaza romper la baraja. Pero esta federación sui géneris que es la España autonómica pecó de exceso de confianza, creyendo que el autogobierno y la descentralización satisfarían a los nacionalistas, al neutralizar el silencio que les impuso la dictadura. Ilusionados con una lealtad de la que nunca hubo prueba fehaciente, los sucesivos inquilinos de La Moncloa no se atrevieron a definir, con claridad, las competencias correspondientes a las Comunidades Autónomas y aquéllas otras de las que se ocupaba el Estado.

Tal diferenciación tendría que haber garantizado la libertad e igualdad ante la ley de todos los ciudadanos, independientemente del lugar donde residieran. Pero los borrosos contornos de este trasiego competencial, ayudados por el ambiguo Título octavo de nuestra Carta Magna y una muy injusta ley electoral, fueron bien aprovechados por los nacionalistas para debilitar al Estado sirviéndose de sus propias estructuras. Siempre hubo un solo objetivo: la independencia. Otra cosa eran los medios –violentos o pacíficos– y los ritmos para conseguirla.

Hemos tardado alrededor de 40 años en recorrer, y rebasar, el peldaño de la escalera que sucedió al centralismo de la dictadura. Ese peldaño nuevo, inaugurado con la Transición, fue la autonomía, cuyo marco ha durado hasta hoy, pero resulta desbordado por este procés emprendido por el independentismo catalán que clama ya la siguiente etapa del viaje, llamada autodeterminación. Tono bronco en Barcelona y estudiada sordina en Bilbao, da igual la superficie cuando el fondo es el mismo: nacionalismo catalán y vasco saben que ahora la independencia es imposible –demasiado brusco el salto hacia la estación terminal de su ideario–, pero resulta más probable que nunca el desembarco en una España confederal. Una nación de naciones que reconozca, pues, la existencia de más de un sujeto soberano capaz de auto-determinarse. La crisis del 2008 y la quiebra del bipartidismo, junto con la deriva del PSOE de José Luis Rodríguez Zapatero, hacen factible tal evolución.

El punto de partida fue aquel pacto del Tinell de 2003, donde los socialistas apostaron por la ruleta rusa de un proyecto letal para la unidad del país; un proyecto que pasaba por aliarse siempre al nacionalismo para evitar que gobernara la derecha, salvo si los conservadores conseguían una mayoría absoluta. Mariano Rajoy despreció la suya en 2011, y nada hizo para dar la batalla política contra esta amenaza. Después, cuando los casos de corrupción azotaron a su partido, el bipartidismo se rompió y la derecha saltó hecha añicos, cualquier mayoría absoluta conservadora se antoja casi imposible. Y mientras, el espíritu del Tinell sigue vivo en numerosos gobiernos municipales y autonómicos, donde el PSOE prefiere a los nacionalistas antes que a los constitucionalistas. Navarra es el último ejemplo.

La operación en curso que se intuye desde Moncloa consiste en vestir de posibilistas a Oriol Junqueras, Iñigo Urkullu y Arnaldo Otegi para explorar la «España nación de naciones» con la que coquetea el todavía presidente del Gobierno en funciones Pedro Sánchez, a instancias del PSC. Así será posible la «reconciliación en Cataluña» y la definitiva extinción de las hogueras en sus calles, a costa de extender los privilegios vasco y navarro –los famosos Conciertos, asumidos erróneamente por una Constitución que debió eliminar cualquier vestigio foral / feudal de su articulado– a la Generalitat. Al fin y al cabo, eso fue lo que Artur Mas propuso a Rajoy en septiembre de 2012, cuando éste dio calabazas al pacto fiscal que el heredero del pujolismo puso sobre la mesa para facilitar el enésimo «encaje de Cataluña en España». Ese, y no otro acontecimiento, fue el punto a partir del cual se inició (y aceleró) el famoso procés.

Sorprende que la izquierda se embarque en esta cruzada por la desigualdad entre ciudadanos. O no tanto, porque los hechos demuestran que en la pugna política de nuestra España, siempre maltratada por los dos brutos goyescos propinándose garrotazos, cualquier aliado para la izquierda es bueno si ello apea del poder a la derecha, aunque ésta sea democrática y represente a muchos más ciudadanos que la minoría nacionalista. Al enemigo, en fin, ni agua.

Mientras que no se desate una rebelión dentro del PSOE que impida esta deriva –cuestión harto improbable– y el centro derecha no se coordine, superando sus luchas intestinas, el espíritu del Tinell convertirá la España autonómica en una España confederal que, tarde o temprano, abrirá la puerta a la autodeterminación de tantas naciones como contemple en su nuevo organigrama constitucional. Porque, claro, la cristalización del proyecto pasa por una reforma de la Carta Magna que acabará desnaturalizándola por completo al contemplar más de un sujeto soberano donde antes sólo había uno: el pueblo español, compuesto por ciudadanos libres e iguales ante la ley. Se vestirá la operación de mil trampantojos políticos y jurídicos, se disfrazará el asunto con elaboradísimas fake news de los medios entregados a tal fin, pero si tras el 10 de noviembre cristaliza un gobierno de izquierdas apoyado por el independentismo, antes de una década quizá desembarque nuestra historia en la ensenada confederal.

Y, así, coherente con su trayectoria desde que se convirtió en democracia, España será el único país que haya sembrado, y alimentado durante 40 años, la semilla de su autodestrucción.

Alfonso Pinilla García es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Extremadura.

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