Hacia la monarquía empresarial

Los 75 años del Rey Juan Carlos llegan en un momento crítico para España. También para la propia institución monárquica. Y es que, por más que se edulcore con sabrosas mieles (monarquía «parlamentaria»), se tinte con atractivos colores (el rey «reina pero no gobierna»), se maquille con preciados cosméticos (el rey como mero «símbolo de unidad») o se vista con exóticos trajes (el rey como personificación de nuestra Historia), la monarquía como idea es, a todas luces, opuesta a la democracia, en su sentido más genuino.

En efecto, hablar de una forma de Estado en que su jefatura es personalísima, vitalicia y fundada en un orden hereditario parece obvio que no es lo más apropiado para un sistema democrático. De ahí que tantos países, que son modelo de democracias avanzadas, hayan renunciado a ella. Hay que ser más monárquico que el propio rey para defender la genuina plenitud democrática de una monarquía, sea del tipo que sea: constitucional, parlamentaria, electiva, federal o como se quiera denominar. Democracia y monarquía son técnicamente antónimas: si algo es exclusivo de uno, no es de todos, por lo que no es democrático. La corona es de uno exclusivamente: el rey. Luego no es de todos, y por tanto tampoco democrática. Por eso, nunca se habla de «nuestra corona», sino de «la corona». La corona está pensada para la cabeza de una persona, no de un pueblo. El rey, por definición, no es rey de todos, ya que no es rey de sí mismo, por más que esté sometido, él también, al imperio de la ley y el derecho. Se es rey de un pueblo del que, en verdad, no se forma parte. En efecto, el rey es parte del Estado, pero no del pueblo propiamente. Esto justifica que el rey goce de privilegios constitucionales exclusivos. Por eso, el principio monárquico esté reñido a radice con el principio de igualdad, que se halla en la base del sistema democrático. Hasta aquí la teoría, que subscribo plenamente. La vida, en cambio, es mucho más rica.

El hecho de que democracia y monarquía se opongan, como el blanco y el negro, no es, sin embargo, óbice para que puedan conciliarse, creando tonalidades grisáceas en beneficio de todos. Esto explica que, en nuestra Historia reciente, fuera precisamente la institución monárquica la que contribuyera definitivamente a consolidar la democracia en España y que, por ello, existan tantos republicanos juancarlistas, incluso en estos delicados momentos por los que atraviesa la Corona.

En mi opinión, la mejor manera de conciliar monarquía y democracia es desideologizar la institución monárquica. Para ello, la cuestión monárquica debe ser tratada como una cuestión meramente heurística, es decir, que se resuelve caso a caso, país a país, con métodos y argumentos quizás poco rigurosos, pero que son eficaces por estar dotados de gran sentido común y no menor sentido práctico. En este contexto, el paradigma que aplicamos a los idiomas, cuando no se politizan, le viene como anillo al dedo a la institución monárquica.

No me siento hipócrita ni oportunista cuando afirmo, con sinceridad, que en Madrid soy monárquico y en Washington, en cambio, republicano, de la misma manera que en Madrid hablo castellano y en Washington, inglés. Así como la lengua es un sistema metapolítico de comunicación, con evidentes repercusiones históricas, sociales y culturales, así la monarquía ha de ser también una institución metapolítica pero de generación y comunicación de valores históricos, sociales, culturales y económicos. Cada uno puede y debe tener sus propias preferencias personales, republicanas o monárquicas, como tiene sus propias preferencias lingüísticas, por razones subjetivas (dominio y familiaridad con la lengua) u objetivas (precisión del idioma, gramática, fonética o belleza estilística). Sin embargo, a nadie se le ocurre, sería ridículo, pretender comunicarse en la lengua que a uno más le gusta en un sitio en que nadie la conoce, sino con la lengua del lugar. En mi opinión, el mismo respeto intelectual que merece toda lengua, por tradición, cultura e Historia, lo merece también la corona. Por eso, repito, aunque mi pensamiento político sea republicano, en España soy monárquico, y no creo dañar con ello mi intento de coherencia y honestidad intelectual, pues para mí la institución monárquica ha dejado de ser una cuestión de ideología política.

Pero sigamos con la analogía de los idiomas. No encuentro, en la actualidad, una legitimación para la Corona Española distinta que la que tienen las lenguas que se usan en nuestra piel de toro: la utilidad. En España se habla castellano, catalán, gallego, valenciano o euskera no porque lo ampare la Constitución, que lo hace, sino sencillamente porque son idiomas utilizados por los españoles desde hace unos cuantos siglos. Algo parecido sucede con la Monarquía. España es monárquica no porque lo diga la Constitución, que lo dice, sino porque así lo ha sido por siglos, salvo contadas experiencias desastrosas. Y ha quedado patente su utilidad.

Desideologizada la monarquía, la única legitimidad que le queda es, como a las lenguas, la del resultado. Si la lengua es usada por el pueblo, se actualiza, incorpora neologismos y se convierte en un imprescindible vehículo de comunicación. La lengua funciona, es útil, se enriquece y se ensalza socialmente. Por millares se pueden contar las lenguas que han desaparecido del planeta por falta de utilidad. Si no cumple su fin, la lengua acaba siendo una mera «especie protegida» para el estudio de filólogos e historiadores. Algo parecido sucede también con el fútbol, en el que los españoles brillamos con luz propia. En el fútbol, a la postre, lo único que cuentan son los goles con los que se ganan los partidos. Al igual que la selección española, la Monarquía española, en nuestra hora presente, tan solo ha de ser juzgada por sus resultados: por sus goles. ¡Olvidémonos de teorías! Si la Monarquía mete goles con los que España gana partidos en el terreno internacional, económico y social, la monarquía será respetada y ocupará un puesto de honor en la vida española; de lo contrario, bajará de división e incluso acabará desapareciendo, como sucede con los equipos de fútbol que, a pesar de su historia, dejaron de batir porterías.

La Monarquía consigue buenos resultados -mete goles- cuando contribuye a la creación de puestos de trabajo, procura inversiones españolas en el extranjero, vende marca España allende los mares, fomenta el comercio internacional, capta talento para el país, trabaja por la unidad y cohesión de la variada comunidad política, promueve el turismo en nuestro país, y tantas cosas más. Si la Monarquía no consigue resultados morirá sola, de pura inanición. Y pocas lágrimas se verán en los ojos del pueblo español, pues se llora la muerte de las personas, no de las instituciones anquilosadas y obsoletas que no supieron avanzar al ritmo marcado por la Historia. Así del «rey reina pero no gobierna», propio de la monarquías parlamentarias, hemos de pasar al rey «reina cuando cumple objetivos», propio de la monarquía empresarial que defiendo.

Estas nuevas reglas de juego facilitan mucho las cosas a la propia institución monárquica, pues ser monárquico o republicano pasa a ser, al menos teóricamente, una cuestión de escaso interés político. Así, en un país mayoritariamente republicano, puede consolidarse una monarquía sin problemas en la medida en que la institución aporte al bien común beneficios concretos, sean tangibles o intangibles. Esto obliga a la institución monárquica a modernizarse buscando una mayor transparencia en sus actuaciones que permita al pueblo conocer con detalle la marcha de los resultados. La Corona cuenta de entrada con el apoyo popular, pero necesita logros para mantener al público a favor, especialmente al más joven. Esto genera una gran responsabilidad en la persona del Rey, quien ha de determinar con precisión el papel que ha de desempeñar cada uno de los miembros de su casa en este nuevo modelo monárquico empresarial.

Al Rey toca decidir, y esta es la decisión más importante que debe adoptar, si continuar con el viejo paradigma de la monarquía parlamentaria, instaurada por la generación de la Transición, o subirse al carro de la monarquía empresarial, propia de la generación de la globalización. Es una decisión suya, muy suya, personalísima, que va a condicionar el futuro de la monarquía en España. Esta decisión tiene una consecuencia práctica muy concreta: que el día en que el Príncipe Felipe esté más capacitado que el propio Rey para conseguir resultados en beneficio de España, no habrá ya razón alguna, de acuerdo con el nuevo paradigma, para no cederle las riendas de la empresa monárquica. La monarquía empresarial no exige ya agotar tiempos; solo, como digo, conseguir resultados.

Rafael Domingo Oslé es catedrático de la Universidad de Navarra y profesor visitante en la Emory Law School en Atlanta.

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