Hacia la sociedad de confianza

Una de las reglas de oro del periodismo y de las humanidades es que todos observamos los mismos fenómenos al mismo tiempo y, en general, pensamos lo mismo sobre ello. Es algo lamentable, pero en la época de los medios de comunicación de masas, la disidencia intelectual es más rara que nunca. De modo que, en este momento, reina cierta unanimidad a la que ni siquiera yo puedo escapar al dar prioridad a mis comentarios negativos sobre las hazañas de Donald Trump, el auge de los nacionalismos, los llamados partidos populistas y los regímenes políticos autoritarios. De estos acontecimientos dispersos surge una especie de consenso para anunciar en tono profético la desglobalización, el retroceso del liberalismo político y económico. Puede que esta interpretación del tiempo sea exacta, pero quizá sea falsa: en verdad, todo depende de la situación del observador y de su selección, necesariamente arbitraria, de los hechos que considera más significativos. Yo, en cambio, citaré al filósofo alemán Walter Benjamin que, en la década de 1930, se esforzó por mirar la actualidad «de soslayo», lo que le permitió ver lo que otros no veían. Por otra parte, a veces, de soslayo y de lejos vemos mejor que de cerca.

Hacia la sociedad de confianzaPor ceñirnos al presente, me parece que no siempre miramos hacia el lugar correcto. Nos exaltamos o nos asustamos porque el mundo se está des-globalizando y desliberalizando, pero eso se debe a que la actualidad política ocupa casi todo el campo de nuestra percepción mediática. Por el contrario, si nos fijamos más en los comportamientos individuales, en la microempresa en lugar de en la macrosociedad, aparece otra imagen. Por ejemplo, me he enterado de que, entre otras tendencias de la misma naturaleza, la clientela de la red de alojamientos de Airbnb ascendió el año pasado a 60 millones de personas y de que este año llegará a los 80. Hay muchos viajeros, generalmente jóvenes, que viajan por el mundo, cruzan todas las fronteras y no conocen una alegría más estimulante que descubrir otras civilizaciones. Pero no se trata solo del turismo normal de la generación anterior porque el viajero de Airbnb, en lugar de vivir en el hotel, se aloja con los habitantes de los países a los que viaja, comparte su intimidad. Por supuesto, Airbnb implica al mismo tiempo una transacción comercial: el viajero paga menos que en un hotel y el propietario rentabiliza su alojamiento disponible. Pero la transacción comercial no resume por sí sola su experiencia conjunta; Airbnb entra en lo que ahora se denomina «economía del compartir», la casa o el coche, para empezar. Esta economía del compartir no se basa tanto en las ganancias como en la confianza mutua: el dueño y el inquilino de Airbnb confían uno en otro a priori, sin conocerse, para compartir temporalmente un bien privado. Y dado que el dueño y el inquilino pertenecen casi siempre a distintas civilizaciones, su acuerdo implícito significa que, de hecho, existen normas de conducta universalmente reconocidas, como la cortesía, la limpieza o la honradez.

Esta globalización de las normas sociales y de la confianza compartida es una gran novedad en la historia de la humanidad. Recordemos que antes la confianza se limitaba a la familia, y más tarde se extendió a la tribu, a la comunidad y por último a la nación; no son las leyes las que, con el tiempo, han impuesto la sociedad de la confianza, sino que la maduración de la confianza se ha traducido gradualmente en leyes. Hoy en día, casi todos estos sitios de transacciones son regulados únicamente por sus miembros; la comunidad de iguales, a través de sus comentarios y comportamiento, proporciona su propia seguridad, y tiene, por consiguiente, muy pocas infracciones. Menos, quizá, que allí donde reina la ley. ¿Incita la ley a transgredir más que a compartir? Estamos, por tanto, en plena autogestión, casi una utopía. Estas plataformas de intercambio, desde eBay hasta Uber pasando por Airbnb y Coachsurfing, se basaron desde el primer momento en la confianza. Un propietario español, por ejemplo, está dispuesto a recibir aun inquilino o compañero de viaje húngaro sin conocerlo, asumiendo a priori que ambos hablan el mismo idioma conceptual. Al español, al hacerlo, le es indiferente la política xenófoba del Gobierno húngaro, o se sitúa mucho más allá. Si habláramos con el anfitrión español y el visitante húngaro de la desglobalización, ninguno lo entendería, o a lo sumo, admitirían que el discurso dominante de la política de sus respectivos países no influye directamente en sus elecciones personales.

Debemos considerar que los micro comportamientos que describimos aquí son más significativo s y más prometedores que el barullo de la política. Esta mirada de soslayo en nuestro tiempo puede que no sea del todo exacta, pero al menos es tan cierta como lo que nos anuncian los tambores político-mediáticos.

Guy Sorman

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