Hacia un cambio de paradigma en las relaciones euromediterráneas

Por Haizam Amirah Fernández, investigador principal de Mediterráneo y Mundo Árabe del Real Instituto Elcano, y Eduard Soler i Lecha, investigador principal del Centro de Estudios y Documentación Internacionales de Barcelona (REAL INSTITUTO ELCANO, 27/04/11):

Tema: Las instituciones y gobiernos europeos deben decidir si estamos ante un cambio de paradigma en el norte de África y Oriente Medio, o si tan sólo se requiere un reajuste del enfoque y una revisión parcial de las políticas euromediterráneas desarrolladas hasta el momento.

Resumen: Las revueltas contra el autoritarismo en el vecindario sur de la UE cogieron por sorpresa a muchos dentro y fuera de la región, incluidas las instituciones y los gobiernos europeos. Las transiciones hacia una nueva relación entre Estado y sociedad y hacia nuevos modelos de gobierno ya están en marcha en los países árabes, tras décadas de aparente inmovilismo y engañosa estabilidad. Las relaciones euromediterráneas requieren una “revolución mental” desde el lado europeo para comprender y reaccionar ante esta ola de cambios. Las numerosas iniciativas de la UE hacia esa región transmiten un sentimiento de fatiga e incluso de frustración, por lo que se hace necesaria una definición clara de sus objetivos, así como una revisión profunda de las políticas y los medios para alcanzarlos. Es urgente propiciar una convergencia en términos políticos, económicos y sociales que impida que el Mediterráneo se convierta en el “telón de acero” del siglo XXI.

Análisis: Las sociedades árabes han fijado 2011 como el año de la caída del “muro del miedo” frente a unos regímenes cleptocráticos y brutales. Los países del norte de África y Oriente Medio se están transformando a un ritmo acelerado tras décadas de aparente inmovilismo y engañosa estabilidad. Bajo circunstancias diferentes, pero con el mismo sentir de fondo, millones de árabes han arriesgado su integridad física para pedir dignidad, oportunidades y buen gobierno. El mundo entero fue testigo de cómo los manifestantes en Túnez y Egipto fueron los primeros en forzar la caída de sus corruptos presidentes de forma pacífica, no ideologizada y con el apoyo de las nuevas tecnologías de la información. Los resultados de las revueltas sociales difieren de un país a otro, pero las transiciones hacia una nueva relación entre Estado y sociedad y hacia nuevos modelos de gobierno ya están en marcha en todo el sur y este del Mediterráneo.

Las revueltas en el vecindario sur de la UE cogieron por sorpresa a muchos dentro y fuera de la región, incluidos los gobiernos e instituciones europeas. La rápida propagación de las movilizaciones sociales iniciadas en Túnez a comienzos de 2011 a la práctica totalidad de los países árabes ha sobrepasado la capacidad de previsión, análisis y reacción de las instituciones europeas y los gobiernos nacionales. Eso se ha traducido en respuestas vacilantes, tardías y descoordinadas –cuando no en declaraciones muy desafortunadas de políticos europeos– ante las demandas democráticas de las sociedades árabes. Las estrechas alianzas entre los gobiernos occidentales y los regímenes depuestos de Túnez, Egipto y otros regímenes autoritarios árabes aún en el poder han condicionado enormemente las posiciones europeas y han contribuido al deterioro de su imagen.

Las relaciones euromediterráneas en una región cambiante

Las relaciones euromediterráneas requieren una “revolución mental” desde el lado europeo para comprender y reaccionar ante la ola de cambios que se está extendiendo por los países árabes y que está transformado la cultura política de sus poblaciones. Los motivos son múltiples. A los cambios socio-políticos en dichas sociedades, hay que sumar la constatación de la inoperancia de ciertas iniciativas europeas hacia el Mediterráneo diseñadas en los últimos años. La Unión para el Mediterráneo (UpM), lanzada pomposamente por el presidente Sarkozy en 2008, se encuentra atrapada en un estado de parálisis persistente, casi desde sus primeros pasos. Esta iniciativa intentaba colmar los déficit de resultados, visibilidad y coapropiación (co-ownership) de políticas europeas anteriores. Sin embargo, su puesta en marcha se ha traducido en un diálogo político lleno de obstáculos y boicots, unas estructuras institucionales muy poco funcionales y una confusión generalizada tanto en torno a los objetivos como a los medios para conseguirlos.

Aunque la imagen de la UE en el Mediterráneo no pase por su mejor momento, y a pesar de que la cooperación euromediterránea no genere tampoco demasiado entusiasmo en las cancillerías europeas desde hace años, es imposible desviar la vista y pasar por alto lo que sucede en la vecindad meridional de la UE. El espacio euromediterráneo es y ha sido siempre un área central en las relaciones exteriores y de proximidad de la Unión. Es un ámbito en el que se han ido sucediendo iniciativas, más o menos pilotadas desde las instituciones europeas. Destacan, en particular, el lanzamiento de la Asociación Euromediterránea, también conocida como Proceso de Barcelona, en 1995; la inclusión de los países mediterráneos en la Política Europea de Vecindad (PEV) a partir de 2004; y los intentos poco exitosos por el momento de convertir a la UpM en un instrumento de transformación regional. A pesar de contar con instrumentos y orientaciones distintas, todas las iniciativas antes mencionadas comparten como objetivo propiciar una convergencia en términos políticos, económicos y sociales que impida que el Mediterráneo se convierta en el “telón de acero” del siglo XXI.

Además de estas iniciativas genuinamente euromediterráneas, hay que añadir los repetidos intentos, más o menos discretos, para mantener en vida el diálogo euro-árabe, la puesta en marcha de un diálogo subregional en el Mediterráneo Occidental conocido como 5+5 y, en paralelo, las robustas políticas bilaterales de algunos Estados miembros de la UE con países mediterráneos terceros. Visto así, el Mediterráneo es una de las áreas en las que se han volcado más esfuerzos desde la UE y en las que ha habido más creatividad e imaginación para repensar los marcos de cooperación. Sin embargo, también es uno de los ámbitos en el que se han acumulado más frustraciones. Las transformaciones e incertidumbres por las que actualmente atraviesa la región invitan, por un lado, a una reflexión profunda sobre cómo se ha llegado a esta situación y, por otro lado, a realizar un esfuerzo compartido para escapar de un aparente callejón sin salida y aprovechar las oportunidades que se abren en la nueva etapa.

Necesidad de salir del estancamiento

Las personas que en las instituciones europeas o en las capitales nacionales han tenido que gestionar las relaciones euromediterráneas durante los últimos años no se han enfrentado a una tarea sencilla. El sentimiento de fatiga e incluso de frustración no ha invitado a movilizar esfuerzos. Esta sensación es la que también se fue extendiendo entre los países que han ejercido las presidencias rotatorias de la UE antes de que se iniciara la nueva etapa con el triunfo de la revolución tunecina en enero de 2011.

Del último trío de Presidencias, España fue el país que puso más esfuerzos tanto para conseguir dar impulso a la UpM como para dar un salto cualitativo en las relaciones bilaterales con algunos socios mediterráneos. De hecho, España ya había utilizado anteriores presidencias (1989, 1995 y 2002) para impulsar la agenda mediterránea de la UE. Sin embargo, ni la particular configuración institucional del año 2010 (entrada en vigor del Tratado de Lisboa e indefinición sobre el grado de “comunitarización” de la UpM), ni el contexto económico (crisis económica y financiera global) ni el contexto regional (tensión creciente en Oriente Medio y falta de avances en la integración regional entre los países del sur) posibilitaron que las intenciones iniciales pudieran convertirse en resultados tangibles.

Estos esfuerzos no dieron los frutos esperados. Aunque bajo la Presidencia española se hicieron algunos avances en la puesta en marcha de la Secretaría de la UpM, con sede en Barcelona, el balance general fue más bien decepcionante. La imposibilidad de celebrar una cumbre de jefes de Estado y de Gobierno de los 43 miembros de la UpM (aplazada en dos ocasiones, una bajo Presidencia española y otra bajo Presidencia belga), así como la permanente contaminación de las tensiones regionales incluso en los trabajos de naturaleza técnica y sectorial han extendido la sensación de que la cooperación euromediterránea, al menos en su vertiente multilateral, ha quedado subordinada a los altibajos de los conflictos regionales, especialmente el israelo-palestino.

Tampoco en lo bilateral se apreciaron avances notables. Aunque se celebró la primera cumbre UE-Marruecos en marzo de 2010 en Granada –la primera con un país árabe y la primera con un país tercero tras la entrada en vigor del Tratado de Lisboa– el “estatuto avanzado” otorgado a Marruecos sigue sin concretarse en compromisos efectivos y sigue priorizando la dimensión simbólica por encima de los resultados tangibles. En cuanto al resto de relaciones bilaterales, se planteó conceder “estatutos avanzados” a Túnez y Egipto (meses antes de las revueltas) sobre fórmulas parecidas a las de Marruecos, pero que toparon con amplias resistencias, sobre todo por parte de organizaciones de derechos humanos que insistían en que ambos regímenes no merecían tal reconocimiento. En cuanto a Siria, tampoco pudo firmarse el Acuerdo de Asociación y la negociación del Acuerdo Marco con Libia se resintió de la crisis entre este país y Suiza. En el caso de Israel, las circunstancias políticas impedían también cualquier avance en las relaciones bilaterales y el Consejo de Asociación fue suspendido. Finalmente, el gobierno de Argelia expresó que no estaba satisfecho con la aplicación de algunas cláusulas de su Acuerdo de Asociación y que solicitaría su revisión.

La Presidencia belga heredó este panorama revuelto en el espacio mediterráneo. Sin embargo, su papel quedó en un discreto segundo plano, cediendo el protagonismo a las instituciones europeas, por un lado, y a Francia (que ostentaba la copresidencia norte de la UpM) y a España (como país anfitrión de la cumbre que no llegó a celebrarse). Hungría, por su lado, asumía la Presidencia rotatoria a comienzos de 2011 en idénticas circunstancias y con una atención todavía menor a la agenda mediterránea. No obstante, bajo esta Presidencia se prosiguió el proceso de revisión estratégica de la PEV y, más importante todavía, empezó a plantearse el delicado y complejo proceso de negociación de las Perspectivas Financieras para el período 2014-2020, una cuestión fundamental para la configuración de la política mediterránea de la UE.

La dimensión financiera se suma, pues, a la necesidad de desbloquear la dimensión regional de las relaciones euromediterráneas y de reaccionar a las nuevas realidades políticas y sociales tras la caída de Ben Ali en Túnez y de Mubarak en Egipto, así como el creciente clima de descontento que se visualiza en los países árabes del Mediterráneo. En un contexto en que todavía no se ha consolidado la recuperación económica y en que las tentaciones de “re-nacionalizar” ciertas políticas europeas siguen vivas en algunas capitales, la UE se enfrenta, colectivamente, al reto de volver a dar sentido a una política mediterránea cuestionada y cuestionable.

Este proceso de revisión empezó con una carta de la alta representante, Catherine Ashton, el 10 de febrero solicitando a sus homólogos europeos contribuciones sobre el futuro de la política de la UE hacia los países del sur del Mediterráneo. Varios países presentaron non-papers, y el 8 de marzo se presentó una Comunicación conjunta de la alta representante y del comisario para la Ampliación y la Política de Vecindad, Stefan Füle, esbozando pistas sobre la revisión de esta política y la creación de una “Asociación para la Democracia y la Prosperidad Compartida con el Sur del Mediterráneo”.[1] El 11 de marzo, en plena emergencia por la situación en Libia, los jefes de Estado y de Gobierno acordaron una declaración de mínimos que da la bienvenida a este proceso de revisión y que deberá continuar con propuestas concretas sobre la necesaria reforma de la PEV.

Un Mediterráneo en transformación ofrece nuevas oportunidades

Polonia, Dinamarca y Chipre, los tres países que sucesivamente ocuparán las Presidencias de turno del Consejo de la UE en la segunda mitad de 2011 y en 2012, se encontrarán con un panorama complicado en el vecindario sur de la Unión. Es de prever que no tendrán la misma capacidad de actuación ni la misma influencia que los países que han ocupado este puesto con anterioridad a la plena aplicación del Tratado de Lisboa. No obstante, nada impide a estos países situar temas en la agenda y actuar constructivamente a través de las instituciones europeas para encontrar soluciones a algunos de los grandes problemas de las relaciones euromediterráneas. De hecho, ante el estancamiento actual se alzan voces pidiendo una mayor implicación de países europeos más allá del “trío Med” (Francia, España e Italia), cuyos enfoques hacia los países del sur han demostrado tener limitaciones o adolecen de altas dosis de voluntarismo que no producen resultados tangibles para reducir la brecha emocional y económica que aleja las sociedades del espacio euromediterráneo.

Las políticas impulsadas desde la UE hacia el Mediterráneo han sido criticadas durante décadas por no poner ni la voluntad política ni los medios necesarios para conseguir los objetivos anunciados, como era la creación de una zona de paz, estabilidad y prosperidad en torno al Mediterráneo, tal como recogía la Declaración de Barcelona de 1995. Sin embargo, el acuerdo tácito por el cual la UE brindaba un apoyo casi acrítico a regímenes detestados por sus poblaciones a cambio de estabilidad y acceso a recursos ha dejado de ser válido en el nuevo contexto. En ese sentido, no puede pasar por alto el reconocimiento implícito de esa realidad hecho en la Comunicación conjunta de la Comisión y la alta representante antes citada, en el que se dice que “la UE ha de elegir claramente la opción estratégica de apoyar la búsqueda de los principios y valores en los que se basa”.

Las transiciones iniciadas en algunos países árabes y las que se puedan emprender de aquí a 2013 serán un foco de atención para el trío formado por Polonia, Dinamarca y Chipre. Las incertidumbres y las dificultades propias de las transiciones de regímenes autoritarios a sistemas participativos marcarán buena parte de la agenda euromediterránea durante años. Esas incertidumbres están generando en Europa temores sobre las amenazas y riesgos que pueden aparecer como resultado de la transformación de los Estados policiales del sur. Muchas voces no ocultan su preocupación por la posible llegada de refugiados o de nuevos flujos de inmigración irregular provenientes del Magreb, por la posibilidad de que partidos radicales puedan alcanzar el poder en elecciones democráticas y por el riesgo de que se extiendan actividades de redes terroristas o criminales. No obstante, aun siendo conscientes de esos posibles –que no inevitables– riesgos, sería un error profundo que una UE indecisa y absorbida por sus problemas internos se guiara principalmente por esos temores.

Durante un período que puede durar años, será difícil aplicar un enfoque común desde la UE hacia su vecindario sur, pues los cambios en marcha pueden desembocar en escenarios muy distintos. Por el momento, se pueden prever tres escenarios base en los países árabes: (1) evolución mayoritaria hacia transiciones democráticas; (2) situaciones muy distintas de país en país que combinan democratización y represión; y (3) procesos contrarrevolucionarios desde fuerzas de las “viejas guardias” o por parte de sectores radicales que pongan en peligro la tendencia iniciada en 2011. Está por ver cuál será la evolución de los acontecimientos, pero el escenario que se materialice dependerá, en buena medida, de que la UE contribuya a crear un “sur del Mediterráneo democrático, estable, próspero y pacífico”, pues eso es lo que están pidiendo sus poblaciones.

¿Hacia un cambio de paradigma en las relaciones euromediterráneas?

Es evidente que la caída de Ben Ali y Mubarak han marcado un antes y un después en la evolución política y social de los países árabes. Esto requiere mucho más que un simple cambio de enfoque o pequeñas modificaciones en las relaciones euromediterráneas. De hecho, es muy probable que estemos ante el inicio de un “cambio de paradigma”, tal como sugirió el presidente de EEUU, Barack Obama, el 11 de febrero poco después de la renuncia forzada de Mubarak, cuando dijo que “los egipcios han cambiado su país y al hacerlo han cambiado el mundo”.[2]

La UE debe compensar la lentitud de su reacción frente a las demandas pro-democráticas con una implicación decidida y generosa (en fondos, pero sobre todo en voluntad política) a favor de las transiciones democrática. Para ello, es necesario abandonar un enfoque centrado, por un lado, en la “securitización” de las relaciones euromediterráneas y, por otro, en la confianza de que la liberalización comercial y económica resolverá todos los problemas y traerá la democracia y buen gobierno. La estabilidad y prosperidad en torno al Mediterráneo se pueden alcanzar mejor mediante el apoyo a “Estados fuertes” y no a “Estados feroces”, como se ha hecho hasta el momento. Favorecer activamente el buen gobierno en los países árabes necesariamente contribuirá a crear oportunidades para las sociedades y economías de las dos orillas. Para ello, se hace más necesario si cabe recuperar los objetivos y el “espíritu de Barcelona” de 1995, pues su diagnóstico era correcto, pero faltó la voluntad política, el contexto fue adverso y los medios no se ajustaron a los fines.

La UE y los vecinos del sur no pueden seguir instalados en la misma sensación de parálisis de los últimos años. Habrá que encontrar soluciones y evaluar la mejor forma de alcanzarlas: mediante la bilateralización, otro tipo de multilateralismo o a través de la “recomunitarización”, aprovechando y reformando aquello que haya demostrado su utilidad. En esta etapa, es necesario apostar por dotar a la PEV de una dimensión multilateral potente en el sur que avance en paralelo con la Asociación Oriental, pilotada por la Comisión en estrecho contacto con los gobiernos y las sociedades de los países vecinos. Se necesitan más recursos y, sobre todo, un mejor uso de los mismos para apoyar proyectos concretos de desarrollo económico y social que marquen una diferencia visible en la vida de los ciudadanos. Habrá mejores resultados si se simplifican los procedimientos administrativos para la gestión de proyectos y se agilizan los trámites y plazos de transferencia de fondos.

La condicionalidad bien empleada puede reforzar el sistema de incentivos/desincentivos necesario para promover el buen gobierno y el desarrollo equilibrado dentro de los países del sur del Mediterráneo. Es necesario imponer un proceso de sana competición reformista entre ellos. Con aquellos países que hayan demostrado que avanzan satisfactoriamente en su proceso de transición política (hay que fijar criterios de qué quiere decir esto) se ha de plantear un marco de asociación más ambicioso, con una nueva generación de acuerdos de asociación que vayan más allá de las vagas propuestas de los “estatutos avanzados”. Asimismo, hay que plantear una reflexión seria y realista sobre la liberalización agrícola. Aun cuando la liberalización en sí no es una solución para los desajustes existentes –es más, podría ser peligrosa para algunos agricultores del sur–, es imprescindible reforzar el peso de la agricultura en las relaciones euromediterráneas e ir más allá de la mera liberalización comercial para abarcar el desarrollo rural y la cohesión territorial. Además, los avances democráticos en países concretos deben ir acompañados de mayores facilidades para la circulación de sus ciudadanos dentro de la UE mediante la firma de acuerdos de movilidad (Mobility Partnerships), tal como ya se propone en la Comunicación del 8 de marzo.

Por otra parte, hay que aprovechar la ola de simpatía mutua que han despertado las revueltas árabes entre los ciudadanos de ambas orillas. La sociedad civil de ambas orillas será un vector fundamental para realizar el cambio de paradigma. Las relaciones deben superar el actual enfoque P2P –palace to palace o president to president– para complementarlo con un enfoque people to people. Esto también es responsabilidad de las organizaciones de las sociedades civiles de ambas orillas. Asimismo, hay que estar preparados para responder de forma rápida y contundente en caso de que un país decida optar por la represión o por una involución en el proceso de democratización, en contra de la voluntad de sus ciudadanos. La UE no ha de optar por el silencio, sino que necesita una política declarativa más valiente, unos criterios más objetivos para valorar el ímpetu reformista y una voz única para denunciar abusos contra las libertades de los ciudadanos de países vecinos.

La UpM quizá podrá ser, en un futuro, el ámbito que permita un diálogo político y una integración regional euromediterránea. Sin embargo, en un momento tan crítico, vulnerable y cambiante como el actual sería desacertado pensar que ése sea el marco más útil a través del cual canalizar las respuestas europeas a la nueva situación política y a las necesidades de desarrollo y cooperación de nuestros socios. Ahora bien, nada impide que la Secretaría de la UpM pueda buscar socios para lanzar proyectos técnicos de cooperación eficaces y viables. Si lo consiguiera, debería contar con el apoyo necesario por parte de los Estados miembros y las instituciones europeas.

Conclusión: Todo cambio de paradigma en las relaciones internacionales implica una revisión profunda de las políticas, objetivos y medios para alcanzarlos. La UE debe decidir cuanto antes si estamos ante un cambio de paradigma en el norte de África y Oriente Medio, o si tan sólo se requiere un cambio de enfoque y una revisión parcial de las políticas desarrolladas hasta el momento. Sea cual sea su elección –y nosotros consideramos que se debería optar por la primera– debe actuar en consecuencia poniendo los medios y la voluntad política durante los próximos años. De la capacidad de la UE de acompañar las transiciones democráticas en su vecindario sur y de contribuir al progreso de sus sociedades dependerá en buena medida la credibilidad de Europa como actor global, pero también su propia seguridad y bienestar en el futuro.

[1] “Partnership for Democracy and Shared Prosperity with the Southern Mediterranean”, COM(2011) 200 final.

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