El pasado 31 de octubre de 2018 el Diario Oficial de la UE publicó el Reglamento que establece la Fiscalía Europea, una Fiscalía independiente, imparcial y, por lo que me interesa resaltar ahora, encargada de instruir los delitos para los que esta novedosa institución es competente, que serán enjuiciados en los tribunales nacionales. Estamos en el periodo de selección del Fiscal General Europeo y de los Fiscales Europeos y Delegados en cada país y, en breve, la Fiscalía Europea comenzará a desarrollar su tarea instructora y acusadora como un nuevo actor procesal a cuya presencia deberemos acostumbrarnos en los 22 Estados miembros que participamos en ella.
Al hilo de esto, quizás sea el momento –una vez más– de insistir en el debate acerca de si debemos reformar en España nuestro modelo procesal penal para, entre otras cuestiones, dar los pasos que faltan para atribuir la dirección de la investigación al Ministerio Fiscal. Y digo acabar de atribuir no sólo porque ya desde 1992 es el fiscal quien instruye en la jurisdicción de menores (punto reforzado por la ley de 2000 que lo consideraba como un primer paso para un cambio general en el sistema), sino también por el hecho de que los últimos gobiernos –de distinto signo político– han manejado proyectos en este sentido.
Sin embargo, por unas u otras razones, ninguno de esos proyectos ha cristalizado en concretas reformas, y el cambio de modelo procesal se ha convertido en una reforma siempre inminente, pero eternamente pendiente. Se trata sin duda de una cuestión delicada que ha de tratarse con prudencia pero no por ello con menos urgencia, puesto que es pieza clave para dotar a nuestras autoridades judiciales de los mecanismos necesarios para reaccionar con rapidez a los retos inmediatos que las nuevas formas de criminalidad nos plantean.
Personalmente estoy convencido de la necesidad de llevar a cabo este cambio de modelo, y mi experiencia profesional desde instancias nacionales y europeas en el campo de la cooperación judicial internacional no ha hecho más que reforzar esta posición. Así, en defensa de esta reforma querría incidir en argumentos relacionados con nuestro modelo constitucional –del que acabamos de celebrar su 40 aniversario–, con la necesaria coherencia con proyectos internacionales en que España está embarcada y, sobre todo, con la necesidad de incrementar la eficacia que nuestro sistema penal está obligado a prestar.
Desde la perspectiva del modelo definido por nuestra Constitución, esta reforma no vendría más que a cumplir con lo en ella previsto. En efecto, tengo la impresión de que si a cualquier jurista desconocedor de nuestro ordenamiento se le facilitase un ejemplar de nuestra Constitución, probablemente llegaría a la conclusión de que ésta define un modelo basado en una instrucción penal dirigida por el Ministerio Fiscal.
Para empezar, se encontraría con que su artículo 117 indica que es función de los jueces el ejercicio de la función jurisdiccional “juzgando y haciendo ejecutar lo juzgado”. No atribuye por tanto nuestra Constitución en ningún momento a los jueces la función de instruir las causas que han de ser juzgadas.
Por otra parte, el artículo 124 (situado en el título VI, correspondiente al Poder Judicial) configura una Fiscalía fuera del ámbito del Poder Ejecutivo, presidida por los principios de legalidad e imparcialidad, no sujeta jerárquicamente al Gobierno (la ley indica que el Ministerio Fiscal se integra, con autonomía funcional, en el Poder Judicial) y a la que corresponde, entre otras funciones, “promover la acción de la justicia”. Y no creo que haya más clara manifestación esta acción promotora de la justicia que la investigación penal, que sirve para preparar la acusación y el juicio oral.
Pese a todo ello, hemos seguido desde 1978 con un sistema basado en un juez de instrucción que no es el modelo de entre los posibles que mejor se amolda a la estructura y funciones establecidas por la Constitución, como acabamos de ver.
Pero es que, además de lo anterior, insistir en el mantenimiento del modelo actual choca con las posiciones que en el plano internacional ha venido manteniendo España desde hace décadas. Así, cuando se planteó por Naciones Unidas establecer una jurisdicción internacional para perseguir los delitos contra la humanidad y los crímenes de guerra, no se optó por un juez de instrucción internacional sino, por el contrario, por una Fiscalía investigadora, como la que se conforma en el Estatuto de Roma de 1998 que crea la Corte Penal Internacional, del que España es parte.
Otro claro ejemplo a nivel transnacional es, como se ha dicho al inicio, la creación de la Fiscalía Europea, reconocida en el artículo 86 del Tratado sobre el Funcionamiento de la UE como una autoridad judicial de investigación y persecución penal, y que habiéndose creado mediante cooperación reforzada –los Estados miembros han podido optar por participar o no en ella– cuenta con España como uno de los 22 Estados miembros participantes. Aquí se aprecia particularmente el difícil engranaje –que veremos en la práctica en cuestión de meses– de un sistema basado en jueces de instrucción coexistiendo con una investigación penal dirigida por fiscales europeos (en relación con los delitos contra los intereses financieros de la UE y sus conexos). Y si en un futuro, como podría suceder conforme a las previsiones del antedicho Tratado, se decidiese ampliar el elenco de delitos competencia de la Fiscalía Europea, esta contradicción no haría más que agrandarse.
Sin embargo, la más perentoria razón que subyace tras la necesidad de la reforma es la mayor eficacia que una fiscalía investigadora puede aportar. Sólo una fiscalía multidisciplinar, basada en fiscales especializados que conformen equipos de investigación, puede reaccionar con la rapidez y flexibilidad necesarias a los retos que la moderna criminalidad impone en la lucha contra la delincuencia en general y contra la criminalidad organizada transnacional en particular.
Serían incontables los ejemplos que podrían mencionarse, pero baste aquí señalar las dificultades de adaptar un sistema basado en jueces de instrucción constreñidos en su competencia por la territorialidad de su concreto partido judicial (hay unos 400 partidos en toda España) para reaccionar frente a tipos de criminalidad que no siempre tienen una base territorial, como la ciberdelincuencia, o en las que a veces es preciso un trabajo previo a nivel judicial en momentos en que ni tan siquiera se sabe dónde acabarán apareciendo los primeros efectos del delito. El Ministerio Fiscal es único para toda España y, por tanto, automáticamente competente en cualquier parte del territorio nacional, amén de poder dedicar a cada caso a aquellos fiscales que tengan la necesaria especialización que el asunto concreto demande. Incluso con el marco legal actual, el protagonismo de los fiscales en la fase de instrucción es de una indudable relevancia, hasta el punto de que Fiscalías como Antidroga, Anticorrupción o la de la Audiencia Nacional han venido asumiendo en la práctica desde hace años un papel de codirección de la investigación, junto a los competentes juzgados de instrucción.
A mayor abundamiento, un sistema basado en la Fiscalía como responsable de la investigación no sólo podría aumentar la eficacia sino que además lo haría mejorando el sistema de garantías para el justiciable, ya que siempre se actuaría bajo el control de un juez de garantías que habría de autorizar las medidas solicitadas por el fiscal que afectasen a los derechos fundamentales del investigado. Todo ello frente al modelo actual en el que un juez de instrucción, totalmente inmerso en una investigación que él mismo dirige, decide auto-proponerse y, lógicamente, auto-concederse las más variadas medidas de investigación incluso cuando éstas afectan al ámbito de los derechos fundamentales del investigado.
Y las recurrentes críticas relativas a que el Gobierno de turno podría evitar que se abriesen investigaciones o se formulasen acusaciones indeseadas o incómodas para el poder político usando la estructura jerárquica del Ministerio Fiscal, pueden soslayarse mediante algunas reformas adicionales, entre las que creo no sobraría un estatuto común para jueces y fiscales que permitiese la comunicabilidad entre ambas carreras, así como reforzando los mecanismos que garantizan la ya existente sumisión de los fiscales a los principios de legalidad e imparcialidad.
En definitiva, el cambio del sistema de instrucción redundaría en una ley procesal penal mejor alineada con nuestro modelo constitucional y más homologable con la realidad y tendencias de nuestro entorno. Pero, sobre todo, sería un elemento capaz de dar a nuestro modelo procesal una eficacia y celeridad imposibles de lograr con unos procedimientos penales diseñados por normas concebidas en el siglo XIX y que, ya por aquellos entonces, se percibían como provisionales hasta tanto se dieran los pasos pertinentes para establecer un sistema acusatorio digno de tal nombre, cuando así lo decidiese el legislador "echándose en brazos de la lógica".
Mucho ha llovido desde que en 1882 este desiderátum fuese enunciado por Alonso Martínez, padre de la vigente Ley de Enjuiciamiento Criminal. Quizás haya llegado el momento de que este cambio de modelo deje de ser esa reforma siempre inminente pero eternamente pendiente.
Jorge A. Espina Ramos es fiscal y asistente del Miembro Nacional de España en Eurojust.