Hacia un liderazgo 2.0

Hoy 20 de abril a las once y media de la mañana se han cumplido doscientos años del momento en que Napoleón Bonaparte descendió por la escalera en forma de U del Palacio de Fontainebleau para consumar su primera abdicación. Ya no era emperador de los franceses. Sus enemigos le habían vencido invadiendo Francia por los cuatro costados con cientos de miles de soldados. Una parte de sus amigos le había traicionado. Atrás quedaban los vanos intentos por llegar a París antes que el Zar, los estallidos de ira contra la cobardía de su hermano José -a quien había mantenido el título de rey de España y encargado de defender la capital-, la pretensión de abdicar en su hijo el Aguilucho para cerrar el paso al retorno de Luis XVIII e incluso un patético intento de suicidio. Los carruajes esperaban para iniciar el viaje que terminaría en Elba. Sólo quedaba la ceremonia del adiós.

Hacia un liderazgo 2.0«¡Soldados de mi Vieja Guardia, me despido de vosotros!». Dirigiéndose a los cientos de veteranos del Primer Regimiento de la Guardia Imperial, Napoleón improvisó en el Patio del Caballo Blanco de aquel palacio que luego describiría como «la morada de los reyes, la mansión de los siglos», el más emotivo de sus discursos.

«Desde hace veinte años os he encontrado siempre en el camino del honor y la gloria. Siempre os habéis comportado con valentía y lealtad...». A medida que el dolor iba cincelando los rostros de aquellos grognards, curtidos por los vientos de cien batallas entre las dunas del desierto y las nieves de la estepa, Napoleón les explicó que aún hubiera podido resistir con las armas en la mano, pero a costa de una guerra civil.

«Sacrifico todos mis intereses al bien de la patria. Me voy. Servid a Francia con gloria y honor. Sed fieles a vuestro nuevo soberano... Como no puedo abrazaros a todos, abrazaré a vuestro jefe y a vuestra bandera. Acercaos general... ¡traedme el Águila!». Las lágrimas rodaban por las mejillas cuando aquel corso bajito, cargado de espaldas y con pronunciada alopecia hundió su rostro en la enseña tricolor, rematada por el asta que simbolizaba el vuelo de los sueños imperiales.
«¡Que este beso pase a vuestros corazones! Seguiré siempre atento a vuestro destino y al de Francia. No os aflijáis por mí. He querido vivir para seguir siendo útil a vuestra gloria. Escribiré las grandes cosas que hemos hecho juntos. La felicidad de nuestra querida patria era mi único pensamiento y será siempre el objeto de todos mis deseos. Adiós, hijos míos». Entre gritos de «¡Viva el emperador!» y gestos de desesperación de los más avezados soldados que rompían la formación para besarle la mano -véase el gran cuadro de Vernet-, Bonaparte subió a su carruaje y emprendió el camino de su primer exilio. Es obvio que Adolfo Suárez no conocía esas palabras de despedida pero cuando me dijo «no me gustaría que me quisieran porque esté pasando una mala etapa, sino porque juntos hicimos algo grande», la épica del mensaje era la misma.

Sólo la onda expansiva del impacto de aquella ceremonia del adiós, hoy hace dos siglos, explica el milagro de los Cien Días cuando, once meses después, unidades enteras del nuevo ejército borbónico cambiaron de bando para, en vez de cortar el paso al Napoleón fugitivo de Elba, entrar de nuevo con él en París. Casi podría decirse que la nueva epopeya comenzó a fraguarse en el Patio del Caballo Blanco de Fontainebleau.

Waterloo acabó con el último vuelo del águila pero en medio quedó un ejemplo de liderazgo heroico sin par en la Historia contemporánea. Cuando al inicio de la campaña de Francia le advirtieron que sólo tenía 60.000 hombres, Napoleón respondió: «Conmigo seremos 160.000».

Ese ponerse delante, sirviendo de referencia a los suyos y dando la cara ante el peligro, es lo que caracteriza al Suárez que admiramos tanto durante el 23-F. Aunque en su mensaje de dimisión él también trató de labrar su posible regreso -y ahora se ha hablado mucho de ello-, no pretendo equipararle forzadamente a Bonaparte. Sólo aprovechar la efeméride de hoy -a costa de que me salga un artículo con cuerpo de centauro- para recordar que hubo un tiempo no tan remoto en el que los liderazgos significaron algo para los españoles. En el que detrás de cada nombre había mucho más que unas meras siglas. Nadie dudaba de que Fraga y Carrillo eran jefes naturales de sus respectivos partidos; y miente el que niegue haber percibido el carisma de Felipe González cuando ni se atisbaba el final de la inocencia. Yo estaba en la plaza de Sant Jaume cuando Tarradellas dijo «ja soc aquí». Pujol era Pujol y Arzalluz era Arzalluz.

La cúpula de la clase política estaba entonces a la altura de nuestra Historia. Cualquiera que lea La Desventura de la Libertad aquilatará el nivel de los Calatrava, Argüelles, Galiano, Martínez de la Rosa, Flórez Estrada... grandes oradores y polemistas forjados en el Derecho, la Literatura o la Economía. El Trienio Liberal marcó la pauta que se irá reproduciendo durante todo el XIX y hasta la Guerra Civil. A la política llegaban los mejores dramaturgos, historiadores, juristas o economistas y de sus huellas están las bibliotecas llenas.

¿Qué es lo que ocurre ahora con un proceso que selecciona líderes átonos y ágrafos? ¿Cómo hemos podido caer tan bajo? Un momento, que Rajoy garantiza la estabilidad y está sacándonos de la crisis gracias a su sentido común y su manera de gobernar sin estridencias, responden a coro distintas sensibilidades de gran proyección pública. En el siglo XXI -añaden- no necesitamos a nadie que nos emocione ni con La Marsellesa ni con el Himno de Riego, sino a alguien que mantenga sujeta la prima de riesgo.

Sobre lo de la estabilidad viene a cuento la portada que el New Yorker dedicó en febrero a Putin, cuando los jueces barrían para casa favoreciendo a los competidores rusos en los Juegos de Sochi. Hoy ha servido de inspiración al mago Ulises y ya ven el resultado. Entre elección y elección a Rajoy sólo le juzgan sus propios clones, es decir los cuadros sumisos y obedientes que él mismo ha promocionado por su docilidad. Da igual que sea un grácil patinador o que arañe el hielo con la cuchilla. Siempre estará sublime: cuando hable por su elocuencia, cuando calle por su prudencia. ¿Qué importa que maneje la designación del candidato a las europeas -y hay que reconocer que Cañete era el mejor disponible- con el mismo oscurantismo y discrecionalidad que su relevo en el Consejo de Ministros? Si nadie discute el poder absoluto de Rajoy en el partido del Gobierno es porque garantiza, sin rubor alguno, el Gobierno del partido.

Puesto que los grupos del PSOE y el PP refrendaron como un solo hombre -e incluso algún voto de más- la guerra sucia de González y el apoyo de Aznar a la invasión de Irak, a nadie puede sorprenderle que los diputados populares estén condonando la flagrante responsabilidad política de Rajoy en el caso Bárcenas. Ellos sólo dependen de él y él sólo depende de ellos.

Otra cosa es la liturgia de la sumisión. Por mucho que le demos al replay, a las almas cándidas no dejará nunca de asombrarnos aquel momento estelar del 1 de agosto cuando dos palabras sobre las que jamás había osado nadie sacar pecho -«Me equivoqué»- desencadenaron una ovación rayana en la apoteosis maoísta.

A esto nos han llevado las listas cerradas y bloqueadas, la financiación pública de los partidos sin exigencia de democracia interna, la politización de la Justicia y los reglamentos, ovino y bovino, del Congreso y el Senado. Mientras la madrastra del Consejo de la Competitividad cierre filas para tapar las vergüenzas de los dos palacios y fomente escarmientos ejemplares la opinión publicada seguirá adoleciendo de creciente conformismo. ¿Pero comparten o no los ciudadanos esa percepción condescendiente?

Según el barómetro del CIS de enero -último que incluye ese dato- Rajoy es el peor valorado de todos los líderes nacionales en 35 años de democracia con una nota media de 2.2 sobre 10. Digamos como elemento de comparación que Rosa Díez merece un 4.2, Cayo Lara un 3.7 y el autodestruido Rubalcaba un 3. Y si nos atenemos al desgaste de la labor de Gobierno cabe recordar que la peor nota de González después de que cantara Amedo, aparecieran los restos de Lasa y Zabala y se descubriera la cintateca del Cesid fue del 3.9 en septiembre de 1995; que Calvo-Sotelo no bajó del 3.4 en vísperas de la debacle ucedea; y que la peor nota de Zapatero cuando ya era no un pato cojo sino cuadrapléjico fue del 3.1 en octubre del 2011.

¿Se puede ser aún más impopular de lo que lo es Rajoy? Desde luego. De hecho en cada uno de los nueve barómetros del CIS que lo han medido desde su llegada a la Moncloa ha obtenido una puntuación peor que en el anterior. ¿Continuará esa tendencia en el décimo? Bastaría con que la valoración de los más jóvenes -1.6 entre los menores de 25 años, 1.7 entre los menores de 35- siguiera contagiando a las restantes franjas de edad.

Algo muy singular está pasando para que el 88% de los españoles declare tener «poca o ninguna confianza» en quien obtuvo mayoría absoluta hace dos años y medio. Si tantos de los que le respaldamos entonces estamos arrepentidos, a lo mejor es que él y su equipo nos han engañado a todos subiendo los impuestos, eludiendo las reformas de calado y disparando la deuda sin generar crecimiento ni empleo. Por no hablar de Bolinaga.

En una democracia basada en la interactividad y la participación continua de los ciudadanos eso tendría rápido remedio. Sin llegar a tal sofisticación cívica en Italia y Francia las mismas mayorías parlamentarias acaban de alumbrar nuevos gobiernos. El Reino Unido ya dio sonados ejemplos de lo mismo. Mientras no cambien las reglas del juego, reforma constitucional mediante, nosotros no veremos esas rectificaciones pero nos queda el consuelo de que ya que no nos acercamos ni por asomo a la democracia 2.0, tal vez podamos contar pronto con un liderazgo 2.0.

Pedro J. Ramírez, exdirector de El Mundo.

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