Hacia un lugar en el sol

A Elizabeth Taylor le habría escrito impecable y elegantemente su propia vida Douglas Sirk, gran estratega y mejor delineante de existencias azarosas, el maestro del melodrama. La de lágrimas que habrán vertido esos ojos (y que se habrán vertido por ellos) de color incomprensible, como esas telas brillosas por el roce del mucho tiempo, entre violáceos y malva. Un ligero repaso a su vida como estrella o a su estrella como persona nos la presentaría como la protagonista del más lloroso y atribulado melodrama, como alguien que ha tenido que escalar contra vientos y mareas las más altas cimas para ocupar el sitio en el que todo el mundo la suponía dueña de un modo natural, sin esfuerzo. Nació estrella y con ese rango y naturaleza ha muerto casi ocho décadas después sin relajar ni una ceja.

Si la interpretación es un pulso, ella tuvo que crecer en el oficio echándoselo a la perra Lassie, al ratoncillo Mickey (Roonie) y a ese dragón ignífugo que suele devorar a los niños prodigio en cuanto su melosona gracia apunta bigote o saca pecho. Como es obvio, no hay modo de atravesar todos estos escollos sólo con el talento, pero Liz Taylor traía tanto brío que rompió cuantos espejos de Alicia se le pusieron delante, incluido ese elogio de lo cursi que es su personaje de Amy en «Mujercitas»... En fin, como arranque para una vida enjugada de melodrama, no podía ser más prometedor.

No necesitó llegar a los veinte para tener un ex marido rico y tampoco a los treinta para tener una colección de ellos ni para, incluso y ya puestas, enviudar... Hilton, Wilding, Todd, Fisher... Ninguno de ellos, ni de los que siguieron, la apearon nunca de ese Taylor tan inglés («my Taylor is rich») como su propio origen y nacimiento. Con Richard Burton no intercambió apellidos, sino pasiones, tragos y grescas en un matrimonio con doble tirabuzón sobre el que aún no se han puesto de acuerdo los psiquiatras.

Igual que las de esa media docena escasa de grandes estrellas irrepetibles, insobornables, insoportables, intangibles (Garbo, Monroe, Hepburn, Davis), la vida de Elizabeth Taylor siempre ha procurado transitar un peldaño por encima incluso de su propia obra, y con apenas dieciocho años tuvo que encarnar, aun siendo ella puro y jugoso material de melodrama, la esencia de una tragedia americana, que es el título de Dreiser que propició «Un lugar en el sol», la película de George Stevens en la que la actriz de los ojos malva fundía literalmente los plomos a Montgomery Clift en una historia tan llena de pliegues y esquinas como un edificio de Frank Gehry. No es fácil decir de esta actriz que nunca estuvo tan guapa y apropiada como en el personaje de Angela Vickens, niña rica y caprichosa que enciende tal fuego en el pobre Eastman (Clift) que se convierten en yesca varias vidas. Y ya sin perrito enfrente, la jovencísima Liz tiene que echarle un pulso al más puro y profundo Montgomery Clift, actor invencible en lo aciago, y a una mayúscula Shelley Winters en el desagradable (y enternecedor) papel de escobilla de «water».

«Un lugar en el sol» era, sin duda, la mejor metáfora de sí misma, incluso podría decirse que hay algo del rescoldo de ese magnífico personaje en algunos otros más adultos, pero igual de apasionados y vencidos, que interpretaría con el paso de los años, como la gata Maggie que le maullaba infructuosamente a Paul Newman en la obra de Tennessee Williams, o su licencioso personaje en «Una mujer marcada», por la que recibiría un inesperado (al menos por ella, que siempre refunfuñó de esta película) Oscar y que la situaba casi a la misma altura que su polémica realidad, pues mantenía un impresionante contencioso con «la buena reputación» tras birlarle el marido a su gran amiga Debbie Reynolds en una sospechosa maniobra de ajedrez sentimental, que por algo se apellidaba Fisher, Eddie Fisher, la pieza que le comió.

Antes de ganar su segundo Oscar por su terrible personaje en «¿Quién teme a Virginia Wolf?» era preciso que conociera al hombre capaz de llenarla y vaciarla para tal empresa, el actor Richard Burton, pero antes de conocer a Richard Burton también era preciso que se emprendiera uno de los proyectos más faraónicos y ruinosos de la Fox, la «Cleopatra» de Mankiewick, y que cayera en él un poco de rebote (iba a interpretar a Marco Antonio Stephen Boyd) el actor galés, uno de los más sedientos de la historia del cine y probablemente la mejor voz sin cantar (la otra, ya se sabe que es de Frank Sinatra) que ha existido nunca, lo cual, dicho sea de paso, siempre le dio cierta ventaja en las sonoras trifulcas y las baterías de insultos que se cruzó con su esposa y ex esposa por las villas y hoteles de medio mundo.

Tras su lugar en el sol y después de atravesar su lugar en las sombras (hizo alguna que otra gran película durante esta turbia travesía, aunque tal vez sólo se podría poner media mano en el fuego por la de John Huston «Reflejos de un ojo dorado», una rara visión de la novela de Carson McCullers y con un Marlon Brando en el papel de un militar que le parecería un lunático hasta al mismísimo coronel urtz), Elizabeth Taylor se desinteresó casi por completo de la pantalla de los cines y se dedicó en cuerpo y en alma a redondear su apoteosis matrimonial con la fe de los que buscan récords Guiness, pero sobre todo a abanderar causas nobles y a luchar contra enfermedades como el sida que adolecían de «nobleza» hasta que ella o su gran amigo Rock Hudson decidieron afrontarla cada cual como supo y pudo.

Como toda muerte, la de Elizabeth Taylor es tan natural como irreparable, y en su caso especialmente inesperada, pues anduvo tantas veces ya a sus puertas que daba la impresión de que le había ganado la partida bergmaniana: además de maridos, coleccionó con gran éxito, hasta ayer, enfermedades incurables y dolencias eternas (la mala salud de hierro, que siempre se dijo que tenía); supo mantener milagrosamente su halo de estrella a años luz de nosotros tanto de pie como en silla de ruedas, tanto delgada como gruesa, tanto sobria como ebria, tanto demasiado joven como vivida de más...

Y sí, a Hollywood se le ha caído una vez más la última pieza ya irreparable de un mundo extinguido, o peor aún, que se está acercando groseramente al ras del suelo, pero creo que la gran tragedia de la muerte de Elizabeth Taylor no está ahí, en la última estrella perdida, sino en el hecho de que a varias generaciones del siglo pasado se les ha caído también un telón, se les han fundido los plomos, las luces traseras, el primer plano de los sudores malva, y ni siquiera hay a la vista «santos» a los que ponerles dos velas.

E. Rodríguez Marchante, periodista.

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