Hacia un nuevo pacto social en Europa

El periodo 1948-1973 marca la edad de oro del Estado de bienestar tal y como lo conocemos en Europa. En esos años la productividad por hora trabajada y la multifactorial crecieron vigorosamente en las principales economías. El crecimiento resultante tuvo lugar en un contexto de pirámides de población de amplia base, con un mercado de trabajo en el que predominaba el empleo fijo a tiempo completo para el varón ganapán, y con estructuras familiares tradicionales. Aquellas condiciones económicas, demográficas, laborales y sociales hicieron viable el Estado de bienestar; su desaparición lo deja hoy en entredicho. Además, la aparente ausencia de restricciones presupuestarias lo convirtió en un megaestado que compraba votos a cambio de gasto público improductivo, pervirtiendo así la función original del Estado como protector de la sociedad civil, a la que ha terminado entonteciendo (Drucker, La sociedad postcapitalista).

Hacia un nuevo pacto social en EuropaLa globalización y la crisis de la deuda soberana han introducido restricciones presupuestarias y financieras que los Estados no pueden ignorar por más tiempo. Ciertamente, estas restricciones sólo obtienen su legitimidad cuando son avaladas por los parlamentos nacionales, pero no nacen de imposiciones caprichosas de Bruselas, sino de compromisos políticos firmados en tratados internacionales por los jefes de Estado y de Gobierno. Mediante sus firmas, estos Gobiernos se comprometieron a una consolidación fiscal que garantizase el Gobierno de la eurozona y protegiese los derechos de los ciudadanos de hoy y de mañana.

No es extraño, por eso, que algunos líderes asuman riesgos y rompan las lindes tradicionales del Estado de bienestar. La reforma fiscal y de pensiones de Thorning-Schmidt en Dinamarca, el ajuste fiscal de Valls en Francia, el desbloqueo del sistema institucional en Italia por Matteo Renzi, y la liquidación del modelo de transición al capitalismo en Eslovenia constituyen buenos ejemplos de responsabilidad política hacia la sociedad actual pero, sobre todo, hacia las generaciones futuras, pues más deuda hoy significa, en términos económicos, más impuestos mañana.

Los excesos del Estado de bienestar han llevado al anarco-capitalismo libertario de Nozick a considerarlo inmoral y, sin ir tan lejos, también lo quieren liquidar el neoliberalismo anglosajón y el ordoliberalismo alpino-continental. Estas posiciones satanizan cualquier tipo de gasto público, cuando en realidad lo que importa a los buenos economistas no es la cantidad sino la calidad, como la inversión pública en educación, investigación y sanidad, que hoy se incluyen como gasto público en la definición de déficit.

El declive del Estado de bienestar no conlleva, sin embargo, la liquidación del Estado social de derecho, del cual procede, pero nos obliga a aclarar qué tipo de Estado social queremos para nuestros hijos. El Estado social de derecho que, auspiciado por Bismarck, nace en Alemania a finales del siglo XIX, postula la protección de los derechos humanos de primera generación, civiles y políticos, y de segunda generación, es decir, sociales, económicos y culturales: trabajo, educación, vivienda, salud, y protección social. Al estar dedicado a proteger las necesidades básicas y valiosas del ciudadano, y no a satisfacer sus deseos de felicidad o bienestar material, dicho Estado atiende exigencias mínimas de justicia, un mínimo decente irrenunciable, y adquiere un contenido ético que lo legitima en el denominado Estado de justicia (Cortina, Ciudadanos del mundo).

Otra visión, aunque insuficiente, es la tercera vía de Giddens-Blair que defendía los derechos sociales, constitutivos de la ciudadanía social (T. H. Marshall, Ciudadanía y clase social) y promocionaba una ciudadanía activa, mientras que el megaestado paternalista engendraba ciudadanos pasivos. La globalización obliga a avanzar con propuestas concretas hacia el Estado de justicia. Antes, la capacidad de gasto y endeudamiento de los Estados era casi ilimitada y, para hacer el trabajo sucio, siempre cabía el recurso a la inflación, las devaluaciones e incluso al repudio de la deuda. Los pagos debidos se posponían y se transferían a los ciudadanos no nacidos, eso sí, a un coste mayor. Ahora, la libre circulación de capitales impone respetar la restricción presupuestaria y mantener el Estado social que cada país se pueda costear si quiere proteger a las generaciones futuras.

El meollo del asunto no es el tamaño del gasto sino sus fuentes de financiación. Aunque el gasto deba moderarse, la parte del ingreso destinada a beneficios sociales (neto de impuestos) es muy similar entre países, con independencia del modelo social que propugnen. El esfuerzo social es equiparable al incluir en el gasto social los componentes público y privado, y deducimos los impuestos. En Factbook 2013, la OCDE nos da las cifras: Francia (32,1%), EE UU (28,9%), Reino Unido (27,7%), Alemania (27,5%), Suecia (26,1%), Austria (25,6%), Italia (25,5%), Holanda (25,3%), Dinamarca (25,3%), España (25,2%), Finlandia (24,8%), y Noruega (20,7%).

Afrontar ajustes, como hacen algunos líderes europeos, no conlleva necesariamente renunciar al Estado social; menos aún al Estado de justicia. Una economía más pobre no tiene por qué engendrar una sociedad más injusta. Si descartamos el modelo americano, las reformas políticas orientadas a construir el Estado de justicia deben establecer prioridades justas en el gasto social y una distribución equitativa de sus fuentes de financiación. Es necesario, además, que estas reformas se vinculen con otras que promuevan el aumento en la tasa de empleo, pues la productividad tiende a la baja y la demografía es desfavorable. Esto requiere políticas expansivas, crecimientos salariales alineados con la productividad, mayor flexiguridad de los mercados de trabajo y, donde haya margen, reducción de la cuña salarial que estimule la contratación de las empresas, y aumente el número de contribuyentes a la seguridad social. También necesitamos reformas fiscales que distribuyan con justicia la carga impositiva. La crisis ha exacerbado las desigualdades, y no son las grandes corporaciones y conglomerados financieros quienes más contribuyen.

Todo ello ha contribuido a cuartear el consenso racional (Apel-Habermas) que se fraguó con las leyes de protección social instauradas por Bismarck; y a alimentar la desafección del ciudadano hacia sus Estados y partidos. Proponer un nuevo consenso racional compete a las grandes familias políticas que forjaron Europa, y que ahora deberán mostrarse dispuestas a revisar sus verdades eternas ante un mundo transformado. ¿Por qué mantener dogmas rígidos si con ellos no se alcanzan los objetivos que se persiguen? Los principios son irrenunciables, pero si quieren ser triunfadores deberán transformar la realidad sin negarla, y anunciar aspiraciones que realmente se puedan llegar a alcanzar.

Muchos de los desafíos planteados requieren soluciones europeas ¿Por qué no, por ejemplo, crear un fondo europeo de la seguridad social financiado por las contribuciones de los europeos que trabajen en un país distinto del propio? Ahora que Merkel propugna una mayor armonización fiscal, que se ha aprobado la tasa de transacciones financieras, y que vamos a tener un presidente de la Comisión Europea legitimado por millones de votos, quizás sea un buen momento para aplicar políticas fiscales y sociales de alcance europeo que impidan que las rentas del trabajo y del capital se desplacen de un país a otro en función de la distinta presión impositiva.

Este nuevo consenso racional para Europa requiere no sólo avanzar hacia el Estado de justicia, sino hacer plenas las democracias europeas y esa comunidad política inhabitual que llamamos Europa. La democracia no es sólo una técnica de gobierno, un mecanismo de selección de representantes, sino un modo de organizarse políticamente que presupone el respeto y la protección de los derechos humanos. Una forma de vida entre ciudadanos que reivindican el derecho a participar en un debate informado, y a deliberar sobre las exigencias de justicia que cualquier poder está obligado a cumplir antes de aceptarlo como legítimo. El momento democrático no se condensa en la votación sino en la deliberación

Manuel Sanchis i Marco es profesor de Economía Aplicada de la Universitat de València.

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