Hacia un nuevo sistema de selección de profesores

Por Javier Martínez-Torrón, catedrático de la Universidad Complutense (ABC, 12/06/06):

LA Universidad ha sido descrita como «alma mater». Expresión que no significa, como quiso algún desavisado enamorado de la Universidad, «madre del alma», sino «madre nutricia»: un modo poético de referirse a que es la institución que alimenta el espíritu de quienes pasan por sus aulas. A su vez, los profesores son el «alma mater» de la Universidad: quienes, con su investigación y docencia, hacen posible cumplir los objetivos de una institución que ha sido esencial para el desarrollo intelectual y científico de Occidente desde su comienzo en Bolonia, en el siglo XI.

Es razonable que los distintos gobiernos hayan mostrado una particular sensibilidad hacia la selección del profesorado universitario, aunque muchos tenemos la impresión de que tal vez se han ensayado demasiados sistemas en relativamente pocos años, sin que ninguno de ellos haya logrado ser suficientemente estable. La nueva ministra de Educación acaba de hacer una nueva propuesta. Los antecedentes del sistema en vigor se remontan a la legislación que Maravall impulsó desde 1983, con resultados irregulares. Ciertamente contribuyó, junto con una política de inversión pública en ayudas a la investigación, a propiciar una mentalidad intelectualmente más dinámica en las nuevas generaciones de catedráticos y profesores titulares. Pero también produjo una grave y crónica endogamia, alentada por una mentalidad que confundía la autonomía universitaria con el provincianismo, y a menudo con el amiguismo. La Universidad tendía a perder su carácter abierto y se intentaba promover al candidato local contra viento y marea. Más que del futuro del «alma mater» había que ocuparse del «amigo del alma»...

En la Universidad maravalliana, la excelencia y el cosmopolitismo han convivido, paradójicamente, con un localismo cada vez más descarado. La razón es que los Departamentos controlaban en gran parte el nombramiento de las comisiones que habían de juzgar los concursos a cátedra y a titularidad, y porque las dos pruebas orales que los candidatos debían realizar dejaban poco margen para una comprobación objetiva de conocimientos del candidato.

La reforma de Pilar del Castillo, en 2001-2002, trató de acabar con la endogamia y reinstaurar (si es que alguna vez la hubo) la meritocracia. En el sistema todavía vigente, los aspirantes a catedrático o profesor titular deben pasar por una prueba nacional de habilitación, ante una comisión compuesta por siete miembros, todos designados por sorteo entre profesores que tengan reconocida oficialmente solvencia investigadora (uno o dos sexenios, según los casos). Estas pruebas, orales y públicas, ya no son controladas por cada universidad. Posteriormente, quienes han sido habilitados podrán obtener plaza en alguna universidad de acuerdo con el proceso de selección establecido en sus estatutos.

El sistema de habilitación no ha estado exento de problemas. Aunque se endurecieron las pruebas de profesores titulares, las pruebas de cátedra son ahora más fáciles que antes, y más susceptibles de valoración subjetiva. Además, no se modificó lo que era la raíz del problema: la limitación de plazas. Lo cual significa que se hace carrera académica a costa de otros: para que alguien suba, otro tiene que bajar, o esperar. Los profesores siguen condenados al «fratricidio académico», y los amigos de ayer se transforman en enemigos declarados, cuando unos y otros han de batallar por la misma plaza. Al final, todo se ventila en «luchas de escuela» (que a veces terminan por ser más grupos de lealtades personales que escuelas de pensamiento).

La reforma propuesta por Mercedes Cabrera gira en torno a la sustitución de la habilitación por una acreditación nacional, que funciona esencialmente como aquélla, pero con algunas modificaciones importantes. Su principal acierto consiste en eliminar la limitación de plazas. Cuando un candidato se considere preparado podrá solicitar, presentando su «curriculum vitæ», ser acreditado como titular o catedrático, y una comisión decidirá atendiendo en exclusiva a los méritos de cada aspirante, sin vinculación a un número de plazas determinado. Para progresar en su carrera académica, los candidatos habrán de luchar contra el reloj, contra sí mismos, pero no contra otros. Esto debería fomentar la solidaridad entre colegas, sobre todo si las universidades mantienen sus políticas de promoción de habilitados. El riesgo es el amiguismo desaforado: que, al desaparecer la lucha por la plaza, se admitan con lenidad las peticiones de acreditación, para no buscar enemistades con el mentor del peticionario.

Pero dos aspectos de esta reforma deberían revisarse. Uno es la desaparición de toda prueba oral. Valdría la pena considerar la introducción de algún ejercicio oral público, con una seria discusión ante la comisión, pues parte de la competencia académica de un profesor se basa en sus capacidades de comunicación oral. Otro aspecto a revisar es la falta de precisión legal sobre los criterios objetivos que se utilizarán para seleccionar a los miembros de las comisiones, tanto en lo relativo a su modo de designación como a su cualificación académica. No parece que la mejor opción sea dejar toda esta materia enteramente a la posterior regulación reglamentaria, que implica un menor debate público sobre un tema esencial para la justicia del sistema. El mismo criterio debería seguirse al regular los concursos de acceso que tendrán lugar, tras la acreditación, en cada universidad; algo que ahora queda confiado enteramente a los estatutos respectivos.

El éxito de la reforma sólo será posible si se aborda la cuestión del profesorado de una manera sistémica. Lo cual comporta un cambio de perspectiva por lo que se refiere a las condiciones materiales de trabajo de los profesores, que no se corresponden con el papel que España pretende desempeñar en el ámbito internacional. Es bien conocida la precariedad de salarios y de infraestructura del profesorado español en comparación con los países más avanzados. Una reforma profunda en esta materia debe incluir el objetivo de atraer a los mejores a los claustros, pues en la Universidad se incuba el futuro intelectual -y también económico- de un país.