¿Hacia un sanchismo felipista?

Si una plancha voladora de una tonelada de una central petroquímica no se cuela antes por la ventana de mi casa, dentro de cinco meses cumpliré cuarenta años dirigiendo grandes periódicos y, si exceptuamos breves periodos de luna de miel, tan efímeros como los regresos a puerto del Holandés Errante, tendré que escribirme a mí mismo una carta como la que Larra dirigió en 1836 al director de El Español, Andrés Borrego:

"Constantemente he formado en las filas de la oposición. No habiendo habido hasta el día un sólo ministerio que haya acertado en nuestro remedio, me he creído obligado a decírselo así claramente a todos". Sólo que multiplicado por cuatro, ya que Larra se suicidó poco antes de cumplir su primera década como periodista.

Tal vez por eso, me siento en la obligación de advertir que tengo el propósito de juzgar a la coalición de gobiernos, formada por Sánchez e Iglesias, desde la perspectiva de la eudemonología que, por desconcertante que parezca, no tiene que ver con el estudio de los demonios, sino con la doctrina de Schopenhauer sobre el "arte de ser feliz".

Es verdad que la fonética termina imponiéndose a la etimología porque, siguiendo la argumentación del filósofo de Danzig, la felicidad se obtiene de la percepción de que uno es menos desgraciado de lo que podría ser, teniendo en cuenta que vivimos en un valle de lágrimas, dominado por los peores instintos.

Hacia un sanchismo felipistaTengo tan mala opinión de los fundamentos de estos dos gobiernos, enlazados por la mutua debilidad, que acaban de formarse en España, que prefiero aferrarme a la idea de que sólo podemos esperar de su gestión "un estado comparativamente menos doloroso", respecto a todos los desastres que, con lucidez de análisis y conocimiento empírico, se auguran.

De ahí mi disposición a celebrar con largueza aquellas medidas gubernamentales que redunden en nuestro bienestar, si es que hay alguna, e incluso a ver el mundo de color de rosa cada martes en el que el Consejo de Ministros concluya sin causar daños mayores.

Schopenhauer viene a decirnos que la única alternativa al dolor es el aburrimiento. No voy a incurrir, de momento, en ningún tipo de nostalgia del marianismo estaférmico pero, ante lo que puede venírsenos encima, recomiendo seguir ese camino de las bajas expectativas, diferenciado tanto del estoicismo como del maquiavelismo, tal y como está expresado en la Regla Número 1 de la eudemonología:

"Reconocemos que lo mejor que se puede encontrar en el mundo es un presente indoloro, tranquilo y soportable; si lo alcanzamos, sabemos apreciarlo y nos guardamos mucho de estropearlo con un anhelo incesante de alegrías imaginarias o con angustiadas preocupaciones cara a un futuro siempre incierto que, por mucho que luchemos, no deja de estar en manos del destino".

Claro, que ni siquiera este sosiego me priva de la lucidez de observación y menos aún del empeño de contar lo que sucede. Sobre todo, cuando se trata de algo tan extraordinario como que ninguno de los jefes de los dos gobiernos, formados en España, esté concediendo a la oposición los cien días de tregua o cortesía de rigor antes de arremeter contra ella.

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Por mucho que leo y escucho, no encuentro en los medios afines al PSOE otra explicación al nombramiento de Dolores Delgado como Fiscal General que el propósito de hacer una demostración de fuerza. Un dejar, desde el primer momento claro, quién es el que manda aquí, para que resulte verosímil el compromiso de "desjudicializar" la relación con el independentismo delincuente y facilitar su "derecho a volver a intentarlo" -Junqueras dixit, este mismo sábado-, a cambio de que apoyen el Presupuesto.

Yo le veo a este gesto descarnado la utilidad de todo ataque preventivo. La lógica belicista que lleva a disparar, al alba, el proyectil más dañino del arsenal, cuando el adversario ni siquiera se ha desperezado. Para que la provocación sea insoslayable. Casi diría que Sánchez y sus estrategas estuvieron tentados de incorporar al currículo de Delgado la transcripción de la cinta manipulada de Villarejo para asegurarse de que parte de la reacción mediática opositora fuera tan barriobajera como su propio contenido.

Es obvio que el problema no es la personalidad de Delgado -una fiscal moderadamente de izquierdas, con buena hoja de servicios y carácter autoritario- sino su condición de ministra saliente de Justicia. Tan obvio, como que ha sido designada precisamente por ese último tramo inasumible.

Anda que no tenía opciones Sánchez para encontrar dentro del vivero de la Unión Progresista de Fiscales a alguien dispuesto a adaptar la conducta del ministerio público a su conveniencia, en relación al procés o la corrupción ajena, y encima que cantara menos. Pero es que lo que él quería era que cantara más.

Lo suficiente como para que se digne escucharle, ese golpista preso que, inasequible al desaliento, le presenta como "digno heredero de la dictadura" y le reprocha las "dosis de inhumanidad alucinantes" con las que sigue tratándole.

Y para cantosa, nadie como la ministra varias veces reprobada por el Congreso y el Senado, a la que sin solución de continuidad se traslada de la cúpula del Ministerio de Justicia a la cúpula del Ministerio Fiscal. He aquí la cartera número 23. Sí, ¿qué pasa? ¿Lo ves, Oriol? Como si quiero nombrar cónsul a mi caballo, con perdón de la nueva Dirección General de Protección Animal. Ten un poco de paciencia, no digas tacos, que lo de Lledoners está a punto de acabarse.

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No voy a decir que el PP o el propio Consejo del Poder Judicial han picado como pardillos porque lo que les han lanzado desde la Moncloa no ha sido un anzuelo sino un obús. No tenían otro remedio que salir a responder a campo abierto, aun a riesgo de ser ametrallados desde el aire por las escuadrillas mediáticas de la aviación gubernamental.

Ni cien días, ni cien horas de respiro ha dado el Gobierno de Sánchez a la oposición. Ha sido una ofensiva quirúrgica, dirigida contra uno de sus principales reductos de influencia, con inteligente precisión. Hasta el argumento de la colaboración infecciosa con Vox ha sido aparcado durante un rato por los socios de Podemos, Esquerra y Bildu, para ajustar el tiro al objetivo pretendido: la conquista del Poder Judicial, mediante una renovación a uña de caballo que invierta la correlación de fuerzas en el Consejo y aplaque a Junqueras.

El zambombazo de la designación de Dolores Delgado ha obligado a los miembros del CGPJ a sacar las cabezas por los ventanales de su madriguera, facilitando así la tarea de cortársela. Por algo Sánchez aprovechó las preguntas más variadas de la prensa, tras la primera reunión de los dos gobiernos, para machacar una y otra vez el mantra de que el PP bloquea la renovación de los órganos constitucionales porque no sabe perder y no cree en la democracia.

Tan eficaz ha sido esta salida en tromba que el propio CGPJ se ha sentido obligado a compensar la expresión de sus reparos a Delgado con un reconocimiento de su caducidad vencida, acompañada nada menos que de una huelga de nombramientos caídos, como si la prórroga de su mandato limitara un ápice su legitimidad. Ya sólo falta que el PP entregue la cuchara de la mayoría, junto al collar y cordón de sumiller de Lesmes, para que Sánchez se los mande a Junqueras como regalo a los serviciales funcionarios de Lledoners.

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Pues no debería ser así. El requisito constitucional de tres quintos de las cámaras para renovar órganos como el CGPJ no es una invitación al reparto de cuotas, en función de los resultados electorales, sino una expresión de la exigencia de consenso, en relación a las reglas del juego de la separación de poderes.

Por muy fuerte que sea el acoso gubernamental, el PP no debe ceder a las pretensiones de Sánchez, a menos que se restablezca ese consenso, en todo lo que tiene que ver con el núcleo duro de la constitucionalidad. Empezando por la reforma de cualquier estatuto de autonomía, y no digamos si incluye algún tipo de Consejo de Justicia encaminado a trocear el Poder Judicial. Y siguiendo, desde luego, por las normas de acceso a la carrera judicial que la izquierda trata de variar para politizarla aún más.

Eso no significa cerrarse en banda a cualquier renovación. Mientras el anterior requisito no se cumpla, Casado puede ofrecer a Sánchez volver a la literalidad constitucional, de antes de que Guerra asesinara a Montesquieu, de forma que jueces y magistrados elijan a la mayoría de los vocales al margen del parlamento. O, subsidiariamente, convertir el CGPJ en un elemento de equilibrio "contramayoritario", según la doctrina del "republicanismo cívico" de Pettit, cambiando a las personas pero no la correlación de fuerzas. Y si ruge la marabunta, pues que ruja.

Cualquiera diría que, una vez investido, el flemático Sánchez se ha transfigurado en un nuevo divino impaciente, ansioso no sólo de ocupar el ejecutivo y dominar el legislativo, sino de controlar también el judicial. Para ello sueña con aplicar algo equivalente al rodillo felipista de comienzos de los 90, pero en forma de súbita blitzkrieg y con su exigua mayoría.

El plan tendría tres fases a consumar en cuestión de semanas. Primero viviríamos una especie de noche de los cuchillos largos en la Fiscalía, de forma que al amanecer no quedaran sino soldados fieles en todos los puestos clave del ministerio público. Luego llegaría el asalto al CGPJ, para empezar a colocar en el Supremo y en los tribunales superiores de las comunidades clave a magistrados que consideren progresista contribuir a la insolidaridad reaccionaria del independentismo, impunidad de los golpistas que anuncian reincidencia incluida. Y por fin se renovaría el Constitucional sumando un par de quintacolumnistas más al grupo disidente de la actual mayoría, encabezado por el magistrado Xiol.

Se trataría de intentar convertir a la Justicia en cómplice activa del apaño político con el separatismo catalán, vulgo destrucción de España, de igual modo que hace más de un cuarto de siglo se pretendió que lo fuera con el encubrimiento del crimen de Estado. Dicho queda.

Son grandes asuntos, conceptos enormes, pero están trenzados de pequeñas escaramuzas, en las que obviamente no es lo mismo que el fiscal informe a favor o en contra de que Torra siga siendo diputado; no es lo mismo que el Tribunal Superior de Cataluña cierre o avale las embajadas ilegales de la Generalitat; no es lo mismo que el Supremo mire o no para otro lado, a medida que la excarcelación de los condenados por el procés se haga más reiterada y desafiante; no es lo mismo que el Constitucional conceda o deniegue el amparo a los políticos presos que, habiendo sido diputados, reclaman que se les aplique la doctrina luxemburguesa sobre Junqueras.

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Si el nombramiento de Tezanos ya apuntaba maneras felipistas, el de Dolores Delgado confirma la paradoja de que, con toda la animadversión recíproca acumulada -obsérvese el silencio sepulcral de González desde el 10-N-, Sánchez aspira a repetir la ocupación y neutralización de los resortes de control social del poder que caracterizaron aquella aciaga etapa, en la que la insolvencia y el despotismo fueron las dos caras de la misma moneda.

El sueño que redondearía su quimera sería poder aderezarlo, además, con el buen talante zapateril. Como si dar una vuelta de tuerca más a la deriva que supusieron los nombramientos de Moscoso, Leopoldo Torres y Eligio Hernández, "El Pollo del Pinar", equivaliera a designar a un magistrado con prestigio intelectual como Conde-Pumpido que había demostrado ser capaz de enfrentarse al PSOE en la encrucijada del caso Marey o, no digamos, encumbrar a un juez, a la par conservador e independiente, como Carlos Dívar, a la cima del Poder Judicial.

Para gestionar el poder al filípico modo se requieren dos cosas: una falta de escrúpulos felipista y una mayoría parlamentaria felipista. Muy sobrado tendría que llegar Sánchez respecto a lo primero, para compensar su enorme déficit en lo segundo.

De momento, Iglesias no ha tenido otra que tragarse el nombramiento de Delgado y la continuidad de Tezanos. Su patente incomodidad no deriva de la flagrante contradicción entre este modelo y el que decía defender Podemos, sino de que sean sapos rojos y no morados los que le llegan al plato.

Con la inquietante excepción del Ministerio de Trabajo, su pequeño Gobierno Bis ha quedado recluido a una solución habitacional, sin puerta alguna que le comunique directamente con el BOE, ni más ventanas que las mediáticas de las que ya disponía.

Al líder de Podemos, reprendido ya por el Poder Judicial, le queda, además, la asignatura pendiente de sustituir el toque de corneta por el tañido del violín. A falta de capacidad intimidatoria propia, el interminable derroche de locuacidad agresiva con que nos dispensó Irene Montero en su debut como ministra de Igualdad en el programa de Ferreras sólo puede desembocar, de continuar así, en que las pioneras en quitar el sonido del televisor sean la ministra portavoz y la vicepresidenta primera. Para hablar, toooodo lo que haga falta, ya están ellas.

Escuchando a la vice del gobierno de Podemos, me acordé de otra cita de otro libro de Schopenhauer: "Cuando se advierte que el adversario es superior y que acabará no dándonos la razón, se adoptará un tono ofensivo, insultante, áspero". Se trata de la bautizada como "Última Estratagema" de El arte de tener razón y resulta un poco heavy verla desplegada desde el primer día. Aunque es cierto que la ventaja de tener dos gobiernos es que sólo uno puede hacerlo peor que el otro.

Pedro J. Ramírez, director de El Español.

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