Hacia un segundo pacto constitucional

Por Pedro J. Ramírez, director de El Mundo (EL MUNDO, 23/11/03):

La España democrática no debe hacerse trampas en el solitario.El resultado de las elecciones catalanas prueba que no va a ser posible dar por concluido el desarrollo del proceso autonómico, tal y como ha pretendido hacer Aznar. Pese a su leve progreso el PP ha cosechado un raquítico 11%, tras una campaña en la que ha sido la única fuerza que ha abogado por el estricto mantenimiento de la situación actual. Seguro que en las próximas generales subirá su cotización, como siempre ocurre, pero el 80% de los catalanes volverán a votar a opciones políticas que reclaman un nuevo Estatut que otorgue más poder a la Generalitat.

Podrá alegarse que contra el vicio de pedir está la virtud de no dar. Pero la España constitucional no puede ser un castillo amurallado con el puente levadizo permanentemente izado. Y sobre todo no puede ni debe dar por igual con la puerta en las narices a quien acude en son de paz por la senda de la legalidad que a quien ha asfaltado su camino con los cadáveres de las víctimas del terrorismo y actúa a la vez como representante de sus electores y como plenipotenciario de los asesinos.

Establecer equiparaciones entre el radicalismo de Batasuna y el de Esquerra Republicana es un error de tal calibre que, caso de ser asumido como doctrina oficial de la derecha española, supondría en definitiva dar la razón a quienes sostienen que la negativa a tan siquiera debatir el plan Ibarretxe se basa en la criminalización de unas ideas y no de los métodos empleados para promoverlas. Eso convertiría la trayectoria de ETA en algo accesorio y hasta anecdótico -como mucho en un agravante del intrínsecamente perverso separatismo vasco- y desacreditaría a la Constitución como ese espacio de tolerancia en el que caben hasta quienes aspiran a desbordarla y sustituirla por otro orden político.

Sensu contrario, nada cargará de tanta fuerza moral al Estado para adoptar una posición firme y aplicar cuantas previsiones legales estén en su mano contra quienes tratan de crear ilegalmente una situación de hechos consumados -incluida la eventual suspensión total o parcial de la autonomía vasca-, como sentarse a negociar y llegar a un acuerdo razonable con esos otros que planteen sus reivindicaciones dentro del escrupuloso respeto a las reglas del juego establecido. Es más, creo que si queda alguna vía para desactivar por las buenas el plan Ibarretxe es con la pedagogía del ejemplo que para los cuadros y bases del PNV supondría contemplar de nuevo los frutos del pactismo catalán, mientras su mundo comienza a tambalearse.

Margen de maniobra existe porque, sea cual sea la composición del Gobierno catalán, el interlocutor no va a ser Esquerra Republicana.Al menos no con su programa como plataforma política. Aunque de vez en cuando diga tonterías como la de que le gustaría «ser como Luxemburgo» -¿qué sería del Ducado y del Principado si sus vecinos pusieran aranceles a sus productos?-, Carod-Rovira es lo suficientemente inteligente como para darse cuenta de que en términos sociológicos su 16% es casi tan marginal como el 11% del PP. Otra cosa es que la aritmética parlamentaria le proporcione una oportunidad única de condicionar bien el programa de gobierno, bien la labor de oposición. Difícilmente volverá a verse en otra igual y por eso mi pronóstico es que apurará al máximo su indefinición para intentar conservar al menos hasta marzo la heterogénea confluencia de votantes descontentos de la que se ha beneficiado.

Antes o después -incluso si inicialmente llegara a formarse un gobierno de coalición nacionalista- la posición de Cataluña quedará fijada una vez más en torno a ese eje transversal de colaboración más o menos explícita que ha permitido a CiU y al PSC integrar a las elites barcelonesas, las fuerzas vivas de las comarcas y a gran parte de los votantes del cinturón industrial en torno a un mismo proyecto, basado en el deslizamiento hacia la identidad lingüística y en la acumulación de poder político y económico.Ya veremos si la fórmula de encuentro es un gobierno de gran coalición, un pacto parlamentario o el apoyo puntual de un PSC pos Maragall a un ejecutivo en minoría de Artur Mas, pero juntos suman casi los dos tercios de los votos y sobre todo juntos pueden obligar al PP a sentarse en la mesa de la negociación de forma insoslayable.

Al margen de la correlación de fuerzas, alguien podría interrumpirme en este punto y preguntar que por qué, una vez repartido el café para todos -incluidas transferencias del calibre de la Educación o la Sanidad- habría ahora que servirle otra ronda a Cataluña.Y debo decir a este respecto que comparto en gran medida la interpretación histórica que Fernando García de Cortázar hace en su último libro, al desmontar uno tras otro los mitos que como el compromiso de Caspe, la rebelión contra Felipe IV o el alineamiento antiborbónico en la Guerra de Sucesión han alentado el irredentismo nacionalista.Siempre fueron episodios de catalanes contra catalanes en los que el aura romántica de la resistencia a Castilla debe diluirse en la realidad de un entorno feudal, señorial o burgués en el que la opresión era más bien autóctona. Pero el que los prohombres de la Renaixença o los padres fundadores de la Lliga y de la Esquerra adulteraran la verdad histórica como lo hacen ahora Pujol, Duran, Mas, Maragall y el propio Carod-Rovira no cambia el problema, puesto que existe una mayoría de ciudadanos dispuesta a comprar su mercancía.

Este auge de los nacionalismos en España es, de hecho, en gran medida el fruto maduro de la siembra que supuso una Constitución asentada sobre el Estado de las Autonomías que aunque sólo residencia la soberanía en el «pueblo español», no soslaya ni la palabra «nacionalidades» ni la referencia a los «derechos históricos», y que durante años ha obligado tanto al poder central como a las comunidades a una permanente gimnasia de las transferencias, enmarañada por su famosa geometría variable.

Puesto que el PP se proclama heredero de UCD, también tiene que afrontar el pago de las letras firmadas en su época. No es realista haber proporcionado a los políticos de cada comunidad los instrumentos esenciales -y los motivos prácticos- para crear relaciones de clientelismo en torno a la defensa de los particularismos más egoístas y ahora, justo cuando los escolares de anteayer, los universitarios de ayer mismo, son ya ciudadanos programados en la longitud de onda del agravio comparativo, pretender que se acabe la fiesta y todo el mundo se vaya a su casa, alegando que ya no queda licor en el botellero. Si Chaves desempolva cada dos por cuatro la supuesta «deuda histórica» que el Estado habría contraído durante la Transición con Andalucía, ¿cómo diablos no van a hacerlo los conductores de una comunidad aleccionada a reivindicar la reparación de los efectos del Decreto de Nueva Planta de 1714?

La gran lección de este cuarto de siglo es la constatación de que el Estado Autonómico genera una pesadísima dinámica de retroalimentación que obliga al Gobierno central a estar permanentemente negociando la entrega de nuevas transferencias o la ampliación del modelo de financiación. Considerar que los restos del naufragio en forma de competencias exclusivas de las instituciones comunes han quedado ya encerrados bajo siete llaves en el vetusto arcón de lo inviolable es una fatua quimera. Lo que sí está al alcance de nuestros gobernantes es encauzar ese debate contraponiendo unas demandas con otras y respondiendo a todas ellas con el sentido de la iniciativa que sólo puede brotar de una visión de conjunto.

Por eso tiene toda la razón Manuel Fraga quien, después de tantos años de aspirar vanamente y no con poca impostura a ocupar el centro político, ha terminado desarrollando una genuina posición centrista en materia de desarrollo constitucional: ha llegado el momento de que los defensores de la Constitución la reformen «en sus propios términos», para hacer de ella un instrumento más eficaz y perfeccionado frente a quienes pretenden destruirla.Los hoy sitiados deben romper el cerco y plantar cara en el campo abierto del debate democrático porque, además de que su superioridad numérica es abrumadora, disponen de armas mucho más eficaces de lo que a veces ellos mismos parecen creer, de cara a ese combate de las ideas.

El actual enquistamiento del gobierno popular en esa especie de «no la toquéis, que así es la rosa» es la suma de un tercio de desconfianza en las capacidades propias y ajenas, un tercio de pereza intelectual y un tercio de conservadurismo acérrimo.Al menos en este ámbito concreto estamos ante la metamorfosis de un partido reformista en uno inmovilista. Como si para el PP el viaje al centro estuviera siendo un recorrido completo en un autobús de la línea Circular: de la derechona al abotargamiento, pasando por la mayoría absoluta.

Cada maestrillo tiene su librillo, pero yo no estoy defendiendo ninguna aventura u ocurrencia extravagante sino la confluencia de los dos grandes partidos nacionales en torno a unos planteamientos que: a) ambos han propuesto desarrollar cuando estaban en la oposición; y b) ambos han aparcado cuando han llegado al gobierno.Como el momento de abordar este reto llegará con la próxima legislatura y Aznar ya no podrá obtener entonces ningún rédito de sus derechos de autor, voy a ceñirme a los muy plausibles términos de su propuesta en España, la Segunda Transición, obra publicada por Espasa Calpe en 1994, es decir antes de que la adormidera del poder empezara a anestesiar parte de su audacia política.

Según Aznar, «la plasmación de los tres elementos básicos de la definición constitucional de la Nación -unidad, pluralidad, solidaridad- en nuestra estructura estatal presenta fallos evidentes.Algunos proceden de la propia Constitución y se refieren sobre todo, a la composición y funciones del Senado». Desde su punto de vista, al cabo de 16 años de vigencia de nuestra Carta Magna había ya «llegado el momento de que la opinión pública debata con serenidad la reforma del Senado».

«En mi opinión -la de Aznar de hace nueve años, pero también la mía en la actualidad- esta reforma, para ser fiel al espíritu de la Constitución, tendría que integrar definitivamente a las comunidades autónomas en la estructura del propio Estado en sentido estricto, entendido este como suma y conjunto de las instituciones generales. Se trata de lograr que en aquellos asuntos que, siendo de competencia estatal, les afecten o exijan un tratamiento común, las comunidades puedan contribuir a la formación de la voluntad estatal El hecho de que las comunidades, a través de su representación en el Senado, como Cámara integrante de las Cortes Generales, participen en el ejercicio de ese poder, expresado en la revisión o en la reforma constitucional, es una lógica consecuencia del propio artículo 2º de la Constitución. Si la Nación es en sí misma plural, nada más lógico que esa pluralidad se manifieste en una de las dos Cámaras que la representan».

Y ahora la puntilla, con el párrafo siguiente: «Algunos políticos tienden a transmitir que estos problemas de gran calado no tienen solución posible, por lo que no quedaría en su opinión más remedio que sortearlos. Yo más bien creo lo contrario: siempre pueden cambiarse las cosas, a condición de que aunemos imaginación, buena fe y voluntad de hacerlo». Item más: si este diagnóstico tiene hoy en día mayor virtualidad que hace nueve años es precisamente por el éxito global de las dos legislaturas de Gobierno del PP.Es al cabo de esta llámesele segunda Transición o como se quiera, cuando la España democrática está en mejores condiciones de afrontar un llámesele «segundo pacto constitucional» o como se quiera.

En ese nuevo gran acuerdo habría que incluir la igualdad de la mujer en la sucesión a la Corona y los demás inevitables cambios en el estatus de la Monarquía derivados del impulso modernizador del matrimonio del príncipe Felipe. También serviría de cauce para adaptar nuestra Ley de Leyes a la futura Constitución Europea y para dar un repaso general a un texto con una buena hoja de servicios pero algunos achaques y síntomas de obsolescencia perfectamente subsanables. En todo caso la cuestión central es la otra.

La reforma del Senado que, en términos prácticamente idénticos a los del Aznar más idealista abanderan ahora Zapatero y Maragall dentro de su lectura federalizante de la Constitución, no es una mera cuestión estética ni un ajuste encaminado a apaciguar nuestros inquietos bolsillos de contribuyentes: ya que lo pagamos que sirva para algo. La reforma del Senado es la llave que puede permitir atender la parte más sensata de las reclamaciones de Cataluña, dar satisfacción a otras demandas de reforma estatutaria ya planteadas por el PSOE y sobre todo crear un ámbito de discusión en el que las pretensiones de cualquier comunidad tengan necesariamente que ser contrapuestas con los efectos que, de llevarse a cabo, ocasionarían a las demás. ¿Por qué no es el presidente de Castilla-León el que sale al paso de la petición de un concierto económico por parte de Esquerra? ¿Por qué no es el de Aragón el que denuncia los perjuicios que para sus paisanos entrañarían numerosas disposiciones del plan Ibarretxe?

La respuesta a estas preguntas también la dio ese Aznar hoy difuminado, con el que yo tan de acuerdo sigo estando: «Lo que, en mi opinión, no puede seguir manteniéndose por más tiempo es la actual situación, en la que las cuestiones políticas más importantes que afectan a las relaciones entre el Estado y las comunidades autónomas se resuelven, casi siempre, en términos de bilateralidad Debatir estos asuntos a la luz pública, en una Cámara política, evitaría situaciones de este tipo. La negociación bilateral entre el Estado y cada comunidad autónoma se vería completada con la aportación de todas las comunidades en la definición del interés general de España que debe presidir la actuación del Estado conforme a la Constitución».

Si en 1994 no podía «seguir manteniéndose por más tiempo la actual situación», menos aún en 2003. Los tres requisitos de los que hablaba ayer Gabriel Cisneros se cumplen, a mi entender, con creces. Y no queda más remedio que reconocer que el olvido de ese compromiso reformista puede haber contribuido a agravar los escenarios límite que se han venido perfilando desde entonces, al privar al sistema constitucional de una válvula de escape que todos los diagnósticos inteligentes han coincidido en reclamar.Nada sería tan necio -y lo siento, pero no encuentro otro adjetivo más certero- que alegar que ahora no es el momento de instalar ese mecanismo de seguridad en la caldera porque estamos cerca de su inevitable estallido. Claro que moverse en esa dirección entraña riesgos, pero quedarse inmóvil amontonando pilas de sacos terreros contra la muralla es la garantía del desastre.

¿Tienen Mariano Rajoy y José Luis Rodríguez Zapatero ideas propias a este respecto o son tan sólo dos personajes agobiados y amables en busca de autor? En todo caso más les vale esmerarse en preparar bien su programa, porque si no será el destino quien lo redacte en su lugar. Comprendo que pedirles que renuncien a tirarse los trastos de la unidad de España a la cabeza durante la campaña electoral sería reclamar peras al olmo, pero a todos nos tranquilizaría mucho verles reanudar antes de la Navidad su diálogo de julio y escucharles comprometerse a buscar después de marzo -sean cuales sean los resultados- ese nuevo consenso que abriría al menos otro cuarto de siglo de libertad y prosperidad ante los españoles.