¿Hacia una liga de dictadores?

Por Robert Kagan. Miembro de la Fundación Carnegie para la Paz (ABC, 08/05/06):

DESDE la aparición del liberalismo en el siglo XVIII, su inevitable conflicto con la autocracia ha contribuido a modelar la política internacional. Lo que James Madison denominó «la gran lucha del periodo entre la libertad y el despotismo» dominó casi todo el siglo XIX y buena parte del XX, cuando las potencias liberales se alinearon contra diversas formas de autocracia en guerras calientes y frías. Muchos creían que esa lucha había terminado después de 1989, con la caída del comunismo, que sería el último pretendiente de la autocracia «legítima», y que había sido suplantada como principal fuente de conflicto global por antiguas antipatías religiosas, étnicas y culturales, una opinión aparentemente confirmada por el 11-S y por el auge del radicalismo islámico. Pero, entre otras cosas, la época actual tal vez se esté modelando como otra ronda más en el conflicto entre el liberalismo y la autocracia. Los principales protagonistas del bando de la autocracia no serán las mezquinas dictaduras de Oriente Próximo contra las que en teoría apunta la doctrina de Bush. Serán las dos grandes potencias autocráticas, China y Rusia, que plantean un viejo reto no previsto en el nuevo paradigma de la «guerra contra el terrorismo».

Si esto parece sorprendente, es porque ninguna de ellas siguió el curso predicho por la mayoría de los observadores. A finales de los años noventa, a pesar de los fracasos de Boris Yeltsin, la trayectoria política e internacional de Rusia parecía seguir más o menos una senda liberal y occidental. Recientemente, en 2002, China parecía abocada a una mayor liberalización política nacional y a una mayor integración en el mundo liberal. Los expertos en asuntos chinos y los políticos sostenían que, les gustara o no a los dirigentes del país, ése era el requisito ineludible para transformar China en una economía de mercado próspera. Hoy en día, esas suposiciones les parecen cuestionables incluso a sus autores. Las conversaciones acerca de la inminente democratización de Rusia se han desvanecido.

China sigue integrándose en el orden económico mundial, pero pocos observadores hablan de la inevitabilidad de su liberalización política. Su economía está en auge, aunque sus dirigentes mantengan firmemente un Gobierno unipartidista, de modo que ahora se habla del «modelo chino», en el que la autocracia política y el crecimiento económico van de la mano. A los líderes rusos también les gusta ese modelo, aunque en su caso el crecimiento económico depende de unas reservas aparentemente ilimitadas de gas y petróleo. Hasta ahora, la estrategia del Occidente liberal ha consistido en tratar de integrar a esas dos potencias en el orden liberal internacional, domarlas y convertirlas en algo seguro para el liberalismo. Pero esa estrategia dependía de la expectativa de su transformación gradual y constante en sociedades liberales. Si, por el contrario, en las próximas décadas China y Rusia van a ser sólidos pilares de la autocracia, resistentes y quizá incluso prósperos, no se puede esperar que asuman la idea occidental de la inexorable evolución de la humanidad hacia la democracia y el fin del gobierno autocrático. Más bien, cabe esperar que hagan lo que siempre han hecho las autocracias: resistir los asaltos del liberalismo por el interés de su supervivencia a largo plazo.

A una escala pequeña pero reveladora, eso es lo que están haciendo Rusia y China en lugares como Sudán e Irán, donde hacen causa común para bloquear los esfuerzos del Occidente liberal por imponer sanciones, y en Bielorrusia, Uzbekistán, Zimbabue y Birmania, donde han aceptado a diversos dictadores en un desafío al consenso liberal mundial. Todas esas acciones se pueden explicar como algo que sencillamente sirve a unos intereses materiales limitados. China necesita el petróleo sudanés e iraní; Rusia quiere los cientos de millones de euros que obtiene con la venta de armas y reactores nucleares. Pero sus decisiones implican algo más que un mero interés limitado. La defensa de esos gobiernos contra las presiones del Occidente liberal refleja sus intereses fundamentales como autocracias.

Dichos intereses son muy fáciles de comprender. Pongamos por caso el tema de las sanciones. Tal y como explica el embajador chino en la ONU, «como principio general, siempre tenemos dificultades con las sanciones, ya sea en este caso (Sudán) o en otros». Y bien podrían tenerlas, ya que siguen sufriendo las sanciones impuestas por el mundo liberal hace diecisiete años. A China le gustaría que la comunidad internacional abandonara por completo la cuestión de las sanciones. Y a Rusia también. Su oposición a las sanciones contra Sudán «en realidad no guarda relación» con ese país, señala Pavel Baiev. «Rusia está adoptando una postura contra las sanciones... para reducir al mínimo la utilidad de ese instrumento de Naciones Unidas». Y Rusia y China tampoco acogen con agrado las iniciativas del Occidente liberal para promover la política liberal en todo el mundo, y mucho menos en regiones de importancia estratégica para ellos.

Como es habitual en épocas de conflicto entre el liberalismo y la autocracia, lo que se percibe como intereses ideológicos y estratégicos tiende a fundirse en ambos bandos. Por ello, es comprensible que a los chinos les interese preservar el acceso al petróleo por si se produjera un enfrentamiento con Estados Unidos. En consecuencia, intentan mejorar las relaciones con los gobiernos de Sudán y Angola, ninguno de los cuales goza del favor del Occidente liberal; con Hugo Chávez, y con el Gobierno de Birmania, a cambio de acceso a instalaciones portuarias. Están luchando constantemente por obtener votos en Naciones Unidas para fortalecer su posición frente a Taiwán y Japón, así que cortejan a líderes como Robert Mugabe, de Zimbabue, otro autócrata despreciado por el Occidente liberal.

Aunque intervencionistas liberales europeos como Mark Leonard critican la voluntad china de ofrecer «apoyo político incondicional y ayuda económica y armas a regímenes autocráticos que de otra forma podrían ser proclives a la presión internacional», uno se pregunta por qué los chinos iban a hacer lo contrario. ¿Sacrifica una autocracia sus intereses para unirse a Occidente en la condena de otra autocracia? Una ironía que los europeos deberían apreciar es que China y Rusia defienden fielmente un principio básico del orden liberal internacional -insistir en que todas las acciones internacionales sean autorizadas por el Consejo de Seguridad de la ONU- para socavar el otro objetivo principal del liberalismo internacional, que es fomentar los derechos individuales de todos los seres humanos, a veces en contra de los gobiernos que los oprimen. Por consiguiente, mientras que estadounidenses y europeos han trabajado durante las dos últimas décadas para instaurar nuevas «normas» liberales que permitan intervenciones en lugares como Kosovo, Ruanda y Sudán, Rusia y China han utilizado su derecho a veto para impedir esa «evolución» de las normas. Es probable que el futuro depare más conflictos de ese tipo.

El mundo es un lugar complicado y no va a dividirse en una simple lucha maniquea entre liberalismo y autocracia. Rusia y China no son aliados naturales. Ambos necesitan el acceso a los mercados del Occidente liberal. Y ambos comparten intereses con las potencias liberales occidentales. Pero, como autocracias, tienen importantes intereses en común, tanto mutuos como con otras autocracias. Todas ellas se encuentran sitiadas en una era en la que el liberalismo parece estar propagándose. No debería sorprender a nadie que, en respuesta a ello, haya surgido una liga informal de dictadores, en la medida de lo posible mantenida y protegida por Moscú y Pekín. La cuestión es qué decidirán hacer Estados Unidos y Europa como réplica. Por desgracia, es posible que Al Qaeda no sea el único riesgo que afronta actualmente el liberalismo, y ni siquiera el mayor.