Hacia una metafísica de la traición

El vocablo «traidor» viene del latín «traditor», un nombre agente que se monta sobre el verbo «trado», compuesto del verbo «do», de transparente e insoslayable raíz indoeuropea, lo mismo que el traidor griego «prodótês», que se funda sobre el verbo «prodídômi», paralelo del latino. Traidor sería el individuo, falso amigo halagador, que te da o te entrega como rendido o vencido a tus oponentes, a tus enemigos (el otro lado, «trans»). Esta misma raíz está presente en el nombre que designa precisamente al esclavo en griego, «doûlos», de «doelos», y tiene su semántica relacionada con el verbo latino «dedo», entregarse, capitular, de donde «dediticius», vencido, entregado, sometido sin condiciones, y «deditus», rendido, y «deditor», el que se rinde o entrega y, finalmente, «deditio», entrega, rendición, capitulación. Nos movemos en los campos semánticos de la guerra ganada con clamorosas traiciones.

La traición es una transgresión a la lealtad de la Naturaleza y tiene más que ver con una enfermedad congénita, una mórbida herencia genética (natura) que con la educación y el medio ambiente (nurtura). El Efialtes de las Termópilas, el Tersites de la Ilíada son incluso seres deformes. Abundan los traidores de cuerpo deforme, y todos tienen deforme el alma.

La deslealtad supone la muerte del traidor en la memoria y en el corazón de la víctima in aeternum. Ya Julio César veía imposible la creencia de su gran general Tito Labieno sobre la posibilidad de que la deslealtad pueda sofocarse sin una legítima perfidia. «Infidelitatem eius sine illa perfidia iudicavit comprimi posse» (De Bello Gallico, VIII, 23 ). No hay redención en este mundo para los traidores.

Hoy la cultura de la deslealtad y la traición se ha impuesto sobre la cultura moral de nuestros padres, que advinieron y coadyuvaron a una verdadera reconciliación nacional gracias precisamente a la fe en la sólida lealtad entre todos los hombres de España. Entonces los hombres desleales eran secluidos y marginados de la sociedad por el buen gusto moral de los españoles, como malas semillas de guerra y odio social; hoy son premiados con cargos y prebendas, y honrados políticamente como pacientes de un repugnante morbo que se ha convertido en virtud de Estado.

Por encima de la caducidad e impermanencia de todas las cosas, existe una fuerza de la naturaleza y de la especie permanente, inmutable, una ley que está en todas las cosas y que las gobierna a todas, una ley que hace posible todas las leyes y que es la causa de una armonía interior que existe en el fondo del universo y, por ende, en las naciones, en las comunidades, en las familias y en todas las asociaciones humanas. Se llama lealtad. La vida virtuosa consiste precisamente en mantener la lealtad al orden universal de la Naturaleza. La lealtad basta para convertir el pesimismo en optimismo, la tristeza en alegría, a la patria en el hogar nacional, y nuestra muerte segura en una esperanza de que nuestras obras y nuestros amores se integren para siempre en la comunidad nacional como partículas constitutivas de la Nación y de la Patria. Porque nada muere bajo la ley de la lealtad, todo se concentra en el cuenco de sus manos vivificantes y en los lazos indestructibles de las almas de los compatriotas. Solo con la lealtad conseguiremos vivir en paz, conservar la serenidad del alma en medio de las turbulencias exteriores y la dignidad de nosotros mismos. Y solo con la lealtad conseguiremos alcanzar esa isla ética que llamamos amistad, y que es nuestro paraíso en la tierra.

La lealtad lleva en sus entrañas, si se traiciona a sí misma, transgrediendo el orden universal de la vida, la más grave sanción que puede sufrir el ser humano, sólo comparable por sus efectos letales, al pecado original y a la consiguiente expulsión de Adán y Eva. Sin lealtad no existe vida moral en el país, y arrastra su existencia material como un cuerpo corrompido.

La lealtad ha conformado nuestra naturaleza y forma parte de esos principios universales que Cicerón llamaba «notiones innatae», «natura nobis insitae». Y es natural que contra tanta ponderación de lo contranatural y artificiosamente rebuscado, los principios ínsitos por la propia Naturaleza sean contravenidos. A estas nociones Cicerón añadía el consentimiento universal de todos los hombres («consensus gentium»). Y efectivamente el «consensus gentium» toma su valor y su fuerza obligatoria de la misma ley natural, de la cual es una aplicación inmediata a la vida del hombre constituido en sociedad.

La deslealtad lo aniquila todo, la amistad, la familia, los partidos políticos, las empresas, la nación, la libertad. Y sin libertad la patria se dispone a ser esclava. Por eso se pueden perdonar los errores, las pasiones, las locuras, y todos los pecados, pero nunca la deslealtad, porque supone una rebeldía contra las leyes del Universo y el propio ser que nos constituye. Y la deslealtad está a punto de aniquilar España, es decir, de reducirla a la nada, nihil, si una fuerza moral no se levanta con resolución para castigar el crimen letal que supone la deslealtad, que siguiendo a Gracián convierte a todo los que toca en «nigilotes».

Si la sociedad no castiga la deslealtad en todos los ámbitos, la deslealtad acabará matándonos. Reconocer la monstruosidad moral que supone la deslealtad supone ya iniciar un camino de regeneración, y ese camino debe empezar a recorrer de nuevo y con urgencia España. La lealtad es obligatoriamente vitalicia; la amistad muchas veces no, porque como todas las cosas sentidas por el individuo humano, y no por el colectivo humano, es una estatua de barro imitando al Creador. Y para que dure toda la vida la amistad hay que guardarla en la urna cálida y confortable de nuestro propio corazón. Pero en estos tiempos de deslealtad sistemática la careta de cartón pintado de la falsa amistad -recordemos a Esopo- es casi imposible de diferenciar del noble rostro de la amistad verdadera. Si como dijo el Estagirita nada hay más necesario para la vida individual que la amistad, también nada hay más necesario para la vida colectiva que la lealtad. La amistad quiere la felicidad del amigo. La lealtad requiere la integridad de los ciudadanos. «Somos amigos porque él es él y porque yo soy yo», decía Montaigne hablando de La Boetie. Somos, sin embargo, leales por obligación moral, esto es, pública. Pocas esperanzas tenemos de que un presidente que llegó al poder por patentes deslealtades a España, se pueda convertir en leal contra su naturaleza y temperamento heredado.

Martín-Miguel Rubio Esteban es escritor y traductor

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