Hacia una Monarquía más republicana

Por Pedro J. Ramírez (EL MUNDO, 09/11/03):

En los primeros días de septiembre de 2001, poco después del malísimo efecto que su comparecencia con Eva Sannum en la boda del heredero de Noruega había causado en parte de la opinión pública española, un alto representante institucional se sintió obligado a hablar con el Príncipe Felipe en unos términos que probablemente nadie había utilizado jamás en su presencia.

El Príncipe de Asturias tuvo que escuchar reflexiones del tenor de que en España la Monarquía había funcionado razonablemente bien en el último cuarto de siglo, de que cuando algo funciona más vale no tocarlo, de que en un país en el que la mayoría de los ciudadanos -y su interlocutor se puso como ejemplo- no son monárquicos en el sentido tradicional del término, es muy peligroso «cambiar las reglas» y de que era cierto que él podía casarse con quien quisiera, pero eso suponía «cambiar las reglas».

Fue una conversación cargada de tensión en la que el Príncipe de Asturias no dio su brazo a torcer, reclamando su derecho a la felicidad y en la que el alto representante institucional llegó a advertirle que por encima de esa felicidad estaba el cumplimiento de sus obligaciones como heredero de la Corona.También le dijo que más aún que los argumentos de los que criticaban que fuera a casarse con Eva Sannum, le preocupaban los de algunos que lo defendían. El Príncipe le replicó que no le daba ningún miedo lo que pudiera ocurrir porque él se creía capaz de cambiar el creciente sesgo de la opinión pública en contra de su novia.Al término del encuentro al interlocutor de Felipe de Borbón y Grecia le quedó una sensación de frustración e impotencia.Se había topado con un hombre empecinado y tozudo como la madera de la mesa sobre la que habían conversado.

El había roto con la inercia del coro de aduladores que rodeaban al Príncipe desde niño y le había hablado con tanta claridad como le permitía el respeto a su alta condición. Pero a la postre, su intervención no había servido para otra cosa que para tranquilizar a su propia conciencia: esa boda podría salir bien, pero no estaba «dentro de las reglas» y si salía mal, que era lo más probable, no sería porque él no se lo hubiera dicho. Puesto que no había fuerza humana capaz de impedir que anunciara ese mismo mes su compromiso con la modelo noruega, sólo el propio Don Felipe sería responsable de lo que a partir de ahí pudiera suceder.

Entonces sobrevino el 11-S y el estruendoso derribo de las Torres Gemelas impuso una especie de tregua apocalíptica sobre cualquier mundanal asunto que no fuera velar a los muertos y perseguir a los culpables. En ningún rincón de la civilización occidental, incluida España, había estómago emocional ni margen protocolario para anunciar un compromiso principesco. Por eso, y sólo por eso, el cruce del Rubicón se pospuso. Primero durante unas semanas, después indefinidamente. En el interín el propio Rey Juan Carlos, tal vez horrorizado por haber escuchado de labios de la mismísima joven nórdica que la polémica en marcha podía venirle muy bien a la Monarquía, se había sumado a voces como la ya glosada, echando toda la carne en el asador, aún a costa de ver caer por el camino al Jefe de su Casa, Fernando Almansa, a la sazón portavoz y mensajero de su diktat como pater familias. No era, de hecho, la primera personalidad abatida en La Zarzuela por el fuego amigo.

No sabemos si fue paulatina o bruscamente, si funcionaron sus neuronas o si sus feromonas cambiaron de registro. El caso es que el heredero optó por pasar página. Pese a que había llegado a inspeccionar personalmente las obras del palacio que se le había ofrecido como nuevo hogar, de la modelo noruega poco más se supo, excepto que el Príncipe terminó con ella como un caballero.Ahora, dos años después, tanto él como quien súbitamente ha irrumpido como nueva parte contratante de la primera parte, han dado pruebas de haber aprendido de la experiencia. Ni a la opinión pública, ni al Gobierno de la Nación -no sé si al resto de la Familia Real tampoco- se le ha dejado margen de influencia alguno. Cuatro meses después de que, en palabras del propio interesado, su conocimiento «fructificara», antes de que nadie llegara a saber que existía la posibilidad de que eso fuera a suceder, Felipe y Letizia anunciaron apresuradamente su compromiso matrimonial el pasado sábado por la tarde. Umbral aplaudió el gesto describiéndolo en términos literarios y sentimentales como un «golpe de Estado» y huelga decir que no sugería que el paso nos condujera fuera de la Constitución, sino todo lo contrario.

Yo me sumo al aplauso por la misma razón por la que en 2001 escribí aquello de «¿Por qué no Eva Sannum?». ¿Por qué no Letizia Ortiz Rocasolano, 31 años, uno sesenta y pico metros, cincuenta y pocos kilos, divorciada y periodista? De acuerdo con las pautas de la monogamia sucesiva que marcan el comportamiento emocional de la mayoría de aquellos varones que son fieles a su pareja, le ha tocado a ella como le podía haber tocado a cualquier otra parecida. Ha sido la del Telediario de la Uno, pero podía haber sido la chica del tiempo de Antena 3, la de las mañanas de Tele 5, o incluso la de las noches de Telemadrid.

Era un cuento de hadas al alcance de todas las españolas. ¿Quién no ha nacido en una capital de provincias, quién no ha pasado por un lugar como Rivas-Vaciamadrid, quién no se ha casado en primeras en un sitio como el ayuntamiento de Almendralejo y quién no ha comprado o alquilado un apartamento en el quinto pino de Valdebernardo? Podía haberle pasado a una ejecutiva del barrio de Salamanca, a una médico de Getafe, o una comerciante de la Arganzuela. Sólo hacía falta tener un pie de la talla exacta -o serrarse un poco los dedos como hacen las mejores fans neoyorquinas de Manolo Blahnik- cuando el carruaje del Príncipe se detuviera junto a la puerta. Es lo propio de la democracia, un sistema de igualdad de oportunidades.

No quiero decir con esto que la estupenda Letizia Ortiz vaya a ser Reina de España por accidente, pero sí que su elección refuerza para bien el carácter accidental de la Monarquía instaurada en diciembre de 1978. De las tres fuentes de legitimación que concurren en Don Juan Carlos -la franquista, la dinástica y la constitucional- sólo la tercera es hoy en día relevante. La amnesia colectiva ha borrado toda huella del Estado del 18 de julio y es precisamente el mítico y sagrado orden dinástico, transmitido a través del imaginario reinado de un supuesto Juan III -con su corte de guardarropía incorporada-, el que, pese a los nobles esfuerzos por disimularlo, acaba de sufrir un dañino tantarantán en la ceremonia escenificada el jueves en El Pardo.

En un sentido biológico no hay quien pueda discutir lo del «eslabón», la «continuidad» y el «engarce con la Historia». Pero ni un solo monárquico que conozca bien el percal -cuánto se ha echado en falta esta semana el criterio y erudición de Juan Balansó- puede fingir ignorar que fue precisamente un matrimonio como el que acaba de anunciar el Príncipe de Asturias el que permitió a su abuelo eliminar a la descendencia de su hermano mayor de la línea sucesoria y transmitir a Don Juan Carlos en la simbólica ceremonia de mayo del 77 en La Zarzuela los derechos históricos de la casa de Borbón.

No es de extrañar que las Memorias de Emanuela Dampierre desaparezcan de las librerías como si fueran churros, pues tras la acidez de sus recuerdos aflora el drama de una distinguida señora que todavía se reprocha haber transmitido a sus hijos un agente más contaminante que la hemofilia de doña Victoria Eugenia: el de la sangre sin tinte azul. Si la voluntad del general Franco no hubiera intervenido en el asunto, lo que habría excluido al duque de Cádiz y a su hermano Gonzalo de la carrera hacia la Corona no habría sido la renuncia de su padre -de imposible extensión a sus descendientes-, sino el carácter morganático de su matrimonio.

Aunque estamos hablando de acontecimientos relativamente contemporáneos todo ello parece extraido de una añeja y alcanforada pesadilla.Nada viene menos al caso del saludable pragmatismo de nuestra época que la sedicente Pragmática de Carlos III que sólo permitía a sus descendientes emparentar endogámicamente con quienes ya pertenecieran a la realeza. Es cierto que hasta la última generación ha prevalecido el modelo encarnado ejemplarmente por doña Sofía, según el cual las reinas eran primero hijas de reyes y venían después de una remota escuela en Centroeuropa donde asimilaban la mística de su oficio como si se tratara del aprendizaje iniciático de todo pequeño lama. Pero como dice una amiga mía, esa remota escuela «probablemente ya ni siquiera exista» y en todo caso la generación de Mette Marit, Máxima Zorreguieta, Mary Donaldson y Letizia Ortiz -brillantes y atractivas profesionales que han tomado por asalto con su inteligencia y sex appeal los palacios del Estado en la vieja Europa- ha hecho saltar por los aires tan anacrónico reglamento.

Lo sustantivo para que alguien como ellas pueda ser una buena reina en el siglo XXI no es el linaje, ni siquiera las maneras tradicionalmente entendidas. «Lo imprescindible -escribí yo a propósito de Sannum- es que su temperamento, su calidad humana, su tenacidad y aguante, su capacidad de entender y comunicarse con la gente más dispar, o sea todos esos dones naturales que surgen en los entornos más insospechados, sean los adecuados para ejercer el papel de consorte en una monarquía constitucional de un país miembro de la Unión Europea y activo protagonista de la aldea global».

Hay múltiples indicios de que nuestra querida compañera en las lides periodísticas encaja perfectamente en esa definición y de que, en efecto, va a significar para la Corona un «activo» por lo menos tan importante como el que Ana Botella ha supuesto para el PP, la bella Sonsoles Espinosa puede representar para el PSOE o la formidable Pitina Sandoval aporta al Real Madrid que preside su marido.

Gran fichaje, en suma, el de Don Felipe que al elevar al trono a la presentadora del Telediario ha tenido el acierto de descender a su vez al plató de la vida real, en el que la reflexión inmediata es la de que si cualquiera puede ser Reina, también cualquiera puede ser Rey. Y eso no acaba con la Monarquía constitucional sino que la republicaniza, en el sentido que emplearía Petit -el teórico que tanto admira Zapatero-, al hacerla más transparente, utilitaria, participativa, popular y contingente.

Los titulares de la Corona ya no serán para nosotros la encarnación de unos valores inmutables en los que está depositada la esencia misma de la Nación, sino dos altos funcionarios públicos a los que conviene mantener sendos contratos de por vida -en toda organización debe haber alguien con estabilidad en el empleo-, siempre y cuando sigan haciéndonos un buen papel en las labores protocolarias y representativas que les están encomendadas, y nos permitan continuar gritándoles a la entrada y salida de los teatros lo guapos y lo simpáticos que son . Es lo que sugiere el propio Don Juan Carlos cuando advierte que el puesto de Rey «hay que ganárselo todos los días».

En principio tampoco debe haber demasiado inconveniente para que los descendientes de la nueva rama Borbón Ortiz hereden el empleo bajo estos mismos cánones, siempre y cuando se acabe de una vez con la machista discriminación que ahora sufre la mujer.Gobierno y oposición deben ser conscientes de que la única alternativa política a aprovechar la muy próxima disolución de las Cortes para reformar la Constitución en ese punto es proponer a los contrayentes que acudan a la dichosa clínica belga en la que te garantizan el sexo de los bebés, pues si su primer retoño es una niña y seguimos con los deberes sin hacer, seremos motivo de bochorno propio y ajeno: tan modernos para unas cosas, tan carcamales y rijosos para otras.

Toda vez que el Príncipe Felipe ha tenido la valentía de adentrarse en esa terra incógnita que supone un cambio tan emblemático de las reglas tradicionales de la Monarquía, debe tener la coherencia de impulsar los demás elementos de transformación y adaptación de la institución a los nuevos tiempos, pues nadie entendería que se tratara de una modernización asimétrica para ir resolviendo comprensibles apetencias a la carta. Junto a la cuestión del sexismo, que de paso tiñe de misoginia todo nuestro derecho nobiliario, es preciso abordar cuanto antes asignaturas pendientes que afectan a los principios de seguridad jurídica, igualdad ante la ley, control del gasto o incompatibilidades entre la función pública y la actividad privada.

A menos que se le prohiba expresamente sentarse al volante, no es lógico que el Jefe del Estado carezca de responsabilidad alguna si en un acto de imprudencia temeraria provoca un accidente de tráfico. Tampoco es lógico que, además de razonablemente austera, la nuestra sea la Monarquía más opaca de Europa desde el punto de vista de la justificación del gasto: sabemos que en el proyecto de Presupuestos recién enviado al Parlamento figura una partida de 7,51 millones de euros -un 4% más que al año anterior- asignada a la Casa de Su Majestad el Rey, pero a diferencia de lo que detalladamente sucede en Gran Bretaña, no sabemos cuál es su desglose. También desconocemos cuál es el patrimonio de Su Majestad, disparatadamente inflado año tras año por la revista Bussiness Week. Qué menos que enterarnos -a modo de aperitivo de lo que debe plantearse en el futuro-, de cuál será a partir de junio el sueldo de Letizia.

Reactivo, pues, la propuesta formulada hace dos años: con esta inflexión modernizadora ha llegado también el momento de que en la próxima legislatura el Gobierno de turno remita a las Cortes, a ser posible con el consenso de la oposición, un proyecto de Ley Orgánica de Estatuto de la Familia Real en el que se aborden cuestiones como la presencia de sus miembros en consejos de administración, el tipo de regalos que pueden aceptar de particulares o el régimen de patrocinios y esponsorizaciones de las actividades en las que participen. Se trata de minucias, a las que muy pocos han prestado atención, durante un reinado tan fructífero, eficaz y acertado como el de Don Juan Carlos, pero que antes o después conviene encarar, para que en adelante nadie se llame a engaño.

No se trata de transfigurar la Monarquía en República sino de aprovechar la audaz determinación del Príncipe de Asturias para acumular lo mejor de ambos sistemas. Por eso -y vuelvo a repetirme- «puesto que tenemos la suerte de vivir en un tiempo en el que la probable principal utilidad práctica del uniforme militar del Príncipe Felipe vaya a ser engalanar la retransmisión digital de su boda al mundo entero, bienvenido sea el cuerpo glorioso, la presumible inteligencia, el supuesto buen carácter y la constatable libertad moral de la ya intuida por todos como su novia, porque su llegada contribuirá a eliminar tabúes y a acelerar la racionalización y el progreso en la seguridad jurídica de todos los aspectos de la vida pública española».

Eva se ha metamorfoseado en una nada ficticia Letizia y las presunciones, suposiciones e intuiciones de hace dos años son hoy sólidas certezas.Por lo demás no cambio ni una coma y tecleo mi diagnóstico aun con más convicción y fuerza. Porque como bien le dijo González Ferrari a Urdaci cuando vio el video de la marginada presentadora de CNN Plus, «esta chica es un tiro». Y ha sido disparado en la mejor dirección posible.