Hacia una nueva Banca

Después de cinco décadas de éxito, el proceso de integración europea vive, seguramente, su período más difícil. La crisis financiera ha tenido un fuerte impacto negativo sobre el crecimiento en el área y ha puesto de relieve los puntos débiles de la fase presente del proceso: por un lado, una unión monetaria sin unión bancaria ni mecanismos suficientes que aseguren la compatibilidad de las políticas económicas de los países miembros. Por otro, el grado relativamente bajo de integración política, en comparación con los avances en el ámbito económico.

Como ha ocurrido en episodios anteriores de dificultad, la última crisis ha dado un nuevo impulso al proceso de integración; sin embargo, este movimiento se está desarrollando en un marco de fuertes desacuerdos entre países acerca de la cesión de soberanía nacional y de aumento de las tensiones sociales y las actitudes nacionalistas en muchos países miembros.

Y, todo ello, en un contexto más amplio marcado por las tensiones geopolíticas en zonas geográficas vecinas: Rusia, Oriente Medio y el Norte de África, lo que pone de relieve otras carencias de la Unión: la dificultad de articular una política exterior común o de afrontar cuestiones perentorias como la de los refugiados.

Hacia una nueva BancaLa clave para recuperar la senda de éxito del proyecto europeo pasa por fortalecer el crecimiento y creación de empleo, lo que aliviaría gran parte de las tensiones sociales y políticas. Esta tarea, sin embargo, exige afrontar las dificultades de un entorno macroeconómico global muy complejo. La recuperación cíclica después de la última crisis ha sido mucho más débil y vacilante que después de otras crisis, a pesar de todos los esfuerzos de los Bancos Centrales.

Como resultado, después de casi nueve años de políticas monetarias ultraexpansivas, hoy tenemos un crecimiento global muy modesto, con previsiones revisándose a la baja, inflación muy reducida -en muchos países negativas- y tipos de interés próximos a cero -o negativos, en muchos países desarrollados-.

Se han apuntado diferentes explicaciones a esta situación: para algunos reflejaría todavía los efectos de la crisis financiera, que exige una reducción de los niveles de deuda acumulados por muchos agentes públicos y privados, un proceso largo y costoso que la ausencia de inflación dificulta aún más. Para otros, las causas principales se asocian a una caída de la productividad (lo que resultaría mucho más preocupante).

Ciertamente, las medidas de productividad muestran, al menos en los países desarrollados, una tendencia decreciente desde los años 70, y más acusada a partir del año 2008, lo que resulta muy sorprendente en un período de fuerte aceleración científica y tecnológica. Esto se ha intentado explicar con distintos argumentos: el primero es que ésta es una revolución de los servicios y no de los bienes, que plantea dificultades de medición del PIB de forma que se estarían infravalorando el crecimiento y la productividad. Otros sostienen que las revoluciones tecnológicas se desarrollan y dan fruto en un período largo de tiempo y que estamos sólo al inicio de la revolución tecnológica. Puede, también, que en corto plazo, el ritmo vertiginoso del cambio tecnológico esté generando incertidumbre, y esté reduciendo la inversión simplemente porque las empresas no saben dónde, cómo y en qué invertir.

Sin embargo, yo estoy convencido de que la nueva economía producto de la revolución digital acabará por mejorar fuertemente la productividad y por impulsar el crecimiento y el bienestar. Sin embargo, el proceso de ajuste no va a ser suave, y puede resultar penoso para muchas empresas y sectores, especialmente si no se toman las medidas apropiadas.

Uno de los sectores que afronta un período muy complejo de ajustes es la banca. El impacto del entorno macro sobre la banca es muy directo: el bajo crecimiento económico reduce la demanda y la calidad del crédito, mientras que el entorno de tipos muy bajos o negativos y curvas de rendimiento planas tiende a comprimir sus márgenes. A todo esto se suma el efecto de la nueva regulación postcrisis, con mayores exigencias de capital. Como resultado, la rentabilidad de los recursos propios de los bancos se ha reducido a niveles incluso inferiores al coste de ese capital. Esta situación limita el crecimiento del crédito y, en definitiva, reduce la eficacia de la política monetaria expansiva que, en el límite, puede volverse contraproducente.

Esta situación afecta al conjunto de las instituciones financieras de los países avanzados pero hoy es particularmente alarmante en Europa, porque las perspectivas de crecimiento son inferiores a las de, por ejemplo, Estados Unidos; y porque muchos bancos europeos tienen todavía en sus balances cantidades importantes de activos de baja calidad.

En estas condiciones, ¿qué se puede hacer para impulsar el crecimiento? En primer lugar, es necesario reconocer que los Bancos Centrales han alcanzado sus límites razonables. Su contribución ha sido muy positiva y continúa siéndolo. La economía global necesita todavía que los Bancos Centrales mantengan un tono expansivo pero ya no hay márgenes significativos de maniobra para reducir aún más los tipos de interés. En cambio, sí que se puede -y se debe- utilizar los márgenes disponibles de aumento del gasto fiscal, pero concentrándolo en inversiones en infraestructuras, educación e investigación y desarrollo. Y, por supuesto, hay que impulsar de manera decidida las reformas estructurales dirigidas a incrementar la flexibilidad de los mercados, facilitar la creación de empresas, impulsar la legislación antimonopolista, estimular la investigación, la innovación y el desarrollo y, lo que al final resulta clave, mejorar la educación. En paralelo, es ineludible promover, a nivel global un marco adecuado para la movilidad de las personas. La inmigración descontrolada es fuente de graves problemas, pero bien regulada puede ser un mecanismo muy positivo para ayudar a resolver simultáneamente los problemas de las áreas desarrolladas y las menos favorecidas del mundo.

En el contexto de estas reformas es crítico articular un sistema equilibrado y justo para los flujos globales de comercio y de inversión, incluyendo reglas comunes mínimas para el desarrollo de la economía digital. Y, por último, pero no menos importante, es necesario mejorar la eficiencia de los intermediarios y los mercados financieros. Ésta es la vía más eficaz para abaratar el coste del capital mejorando la transmisión de la política monetaria y posibilitando la canalización de más recursos hacia las actividades productivas.

EN EL ámbito europeo, todos los avances hacia una mayor integración de mercados y movilidad de los factores son positivos para mejorar la eficiencia de las economías. En este ámbito son especialmente importantes los progresos hacia la unión bancaria. Pero, seguramente, el factor más poderoso que va a impulsar una mejora rápida y drástica de la eficiencia del sistema financiero es el propio cambio tecnológico.

Los avances en la tecnología han forzado ya reconversiones radicales en muchas industrias: la comunicación, los medios, la música, los viajes, distintos sectores de distribución... Este proceso está llegando ya a la banca. Los clientes ya están cambiando y demandan nuevos servicios y otras formas de acceder a ellos. Y centenares -o miles- de 'startups', de compañías de nueva creación, están ya atendiendo a esta necesidad, especializándose en productos y servicios muy concretos y atacando segmentos determinados de la cadena de valor de los bancos.

Esta presión, por encima incluso del deterioro de la rentabilidad del negocio, va a ser el motor de una mejora drástica de la eficiencia y la productividad en la banca. Sin duda, es un reto para los bancos existentes, y muchos no serán capaces de afrontar el largo y costoso proceso de adaptación al nuevo entorno, que requiere no sólo una exigente actualización tecnológica sino, sobre todo, una profunda transformación organizativa y cultural.

Las tecnologías actuales ofrecen un enorme potencial para mejorar la calidad, la conveniencia y el coste de los servicios financieros, lo que supondrá grandes beneficios para los consumidores y un gran impulso a la inversión y al crecimiento. Sin embargo, para que todo esto sea posible, es imprescindible una regulación que al tiempo que preserva la estabilidad financiera y protege a los consumidores, apoye la transformación de los bancos y la industria financiera a la nueva era digital. Es, sin duda, una tarea difícil, fundamental para materializar el potencial de la tecnología e impulsar el crecimiento y el bienestar en Europa y en todo el mundo.

Francisco González es presidente de BBVA. El grupo financiero acaba de editar 'La búsqueda de Europa', que se puede descargar gratuitamente en www.bbvaopenmind.com.

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