Hacia una nueva codificación

Uno de los tópicos más ampliamente extendidos entre los juristas contemporáneos es el reproche a la agobiante proliferación normativa del Estado, cuyos (evidentes) excesos tienden a vincularse con la pérdida generalizada de calidad técnica de la legislación, y, en último extremo, con una seria amenaza al derecho constitucional de los ciudadanos a la seguridad jurídica.

Las pruebas del supuesto desbocamiento legislativo en que nos hallamos son numerosas y crecientemente alarmantes. Solo en el Congreso de los Diputados se tramitan en la actualidad 41 proyectos de ley del Gobierno (unidos a los 71 que han sido ya tramitados durante la presente Legislatura) y nada menos que 147 proposiciones de ley de los Grupos Parlamentarios. Fenómeno que se agudiza en España con la fuerte dispersión de los centros de producción normativa debido a la implantación a partir de los años ochenta del Estado autonómico y la adhesión a la Unión Europea en 1986. Así (y aun cuando el dato tiene un valor científico relativo), de las 210.697 normas jurídicas que a día de hoy se consideran vigentes (La Ley-Nexus) sólo poco más de 100.000 son ya de ámbito nacional. Más aún: desde la Legislatura constituyente, las Cortes Generales han aprobado 931 leyes (ordinarias y orgánicas), por cierto 739 procedentes de proyectos de ley del Gobierno, y convalidado 422 decretos-ley, mientras que las normas con rango de ley de las Comunidades autónomas vigentes a día de hoy son 3.357.

El incremento de la actividad legislativa del Estado es, además, exponencial. Los repertorios legislativos registran que en 1977 se publicaron en España 2.123 normas jurídicas de distinto rango. En 1982 fueron 3.411. En 1996 se publicaron 6.067. Y, ya son 8.987 las publicadas desde el comienzo de 2006. Se estima que las normas jurídicas que se modifican al año (con todas las cautelas que implica ofrecer esta cifra) son, aproximadamente, 19.000.

Aun cuando de estos datos, que, por otro lado, difieren escasamente de los que ofrece la práctica legislativa del resto de los Estados europeos, se desprenden motivos justificados de inquietud entre la comunidad jurídica, creo necesario no desenfocar en exceso el problema ni exagerar la crítica, sino indagar acerca de la radical transformación que está experimentando la función legislativa del Estado en la sociedad globalizada y contribuir a la articulación de nuevas y más avanzadas soluciones técnicas, constitucionales y administrativas.

Como es bien conocido, el alumbramiento del Estado moderno en el Renacimiento, fundado sobre la noción capital de soberanía (summa et soluta potestas, en la versión latina de Bodino) supuso el fin de la idea medieval del Derecho, insuperablemente expuesta entre nosotros por García Pelayo, cimentada sobre el principio consuetudinario y sobre la concepción del poder como iuris-dictio, esto es, limitada al descubrimiento del buen Derecho viejo perteneciente a la Comunidad desde tiempo inmemorial (del good old law citado aun por Coke en el Bonham Case).

De este modo se abrió camino la moderna vinculación entre el poder político y la función legislativa que se asienta definitivamente con el advenimiento del Estado constitucional (del Estado democrático-liberal contemporáneo). Esto es, la plena aceptación de la ley (de la voluntad escrita y democráticamente expresada de la living generation) como potencia creadora del Derecho. Sin otro límite que el respeto a los derechos inviolables «...que le son inherentes...» a la persona humana (libertad y propiedad) en los cuales se fundamenta la existencia misma del Estado (art. 10.1 de la Constitución).

La motorización legislativa del Estado social nacido tras la segunda guerra mundial, sobre la cual ya nos advirtió Carl Schmitt, viene relativizando desde hace décadas aquel concepto liberal de ley (mandato normativo racional y objetivo, dotado por ello de razonable estabilidad y fijeza), que, como gusta señalar a mi maestro y amigo Benigno Pendás, esta irremediablemente condenado al museo de la arqueología constitucional. Desde luego no han desaparecido nuestros viejos códigos (aún cuando se modifican incesantemente y se parcelan sus contenidos), pero se ven impelidos a coexistir con un sinfín de normas jurídicas que carecen en buena medida de tal carácter. Simples leyes-medida.

Pero, ni siquiera este conocido análisis hoy ya nos sirve. Desde hace unos años, sin que casi hayamos sido capaces de advertirlo, vivimos inmersos en un nuevo mundo global radicalmente distinto al que conocieron las precedentes generaciones de juristas. Se basa no solo ya en la transnacionalización de la economía, de la producción y de los servicios (la llamada primera globalización) sino en la interconexión permanente de redes, empresas y personas a través de las comunicaciones electrónicas. Ello ha derivado en un efecto de aplanamiento del mundo (como lo denomina Thomas Friedman) y de las relaciones humanas mediante una permanente relativización de las estructuras jerárquicas y del valor (antes esencial) de la intermediación. Como indica el título de su conocido ensayo: The world is flat. ¿Acaso no tiene también alguna incidencia este aplanamiento del mundo y la revolución tecnológica de la cual trae causa sobre el orden jurídico y sobre el proceso de producción normativa? En mi opinión es obvio que sí.

La proliferación de normas jurídicas no implica, eo ipse, la perdida de certeza del ordenamiento jurídico. En nuestro mundo, vertiginosamente cambiante e hiper-comunicado, la permanente innovación normativa no solo es razonable (absolutamente imprescindible en muchas materias), sino que constituye una clara demanda social a la que todo gobernante-legislador, más allá de tecnicismos jurídicos, está obligado a dar respuesta. Y, con toda seguridad, lo hará. En mi opinión, los juristas debemos afanarnos no tanto en frenar el supuesto crecimiento exponencial de nuestra legislación (que no se producirá) sino en exigir, como vienen indicando las instituciones de la UE desde la celebre Resolución del Consejo de 8 de junio de 1993, luego incorporada a los Tratados, máxima transparencia en el proceso de producción normativa, accesibilidad de las normas para los operadores jurídicos y los ciudadanos en general y un mayor esfuerzo en la calidad técnica de las soluciones adoptadas.

Acceder hoy a las normas vigentes de nuestro ordenamiento jurídico y desbrozar aquello que nos interesa en el estudio de un asunto, implica hoy menos esfuerzo que hace diez o veinte años, aun cuando las normas publicadas eran entonces muchas menos. Más allá de la imprescindible especialización técnica de los juristas, incluso de la micro-especialización, como sucede en la mayor parte de las profesiones, es evidente que los instrumentos tecnológicos actuales y, en particular, la codificación electrónica que realizan los operadores privados al modo los tradicionales statute books anglosajones, están aplanando también el ordenamiento jurídico en el sentido señalado por T. Friedman. Es tiempo de que el Estado y los parlamentos abandonen sus arcaicos usos y se comprometan, de una vez por todas, en esta nueva codificación, aportando a la misma el valor de la certeza y la oficialidad.

Alberto Dorrego de Carlos, Letrado de las Cortes y abogado.