Hacienda y la presunción de inocencia

Además de la división de poderes –legislativo, ejecutivo y judicial–, uno de los pilares del Estado de Derecho es que ningún ciudadano pueda ser condenado, de no haberse demostrado, de manera clara y fehaciente, su culpabilidad. Insisto y quiero subrayar lo de una culpabilidad indubitable, porque por muchas sospechas que suscite la actuación del acusado, y pese a que quienes lo juzgan tengan la certeza moral de que es culpable, cometerían un atropello si se saltaran las garantías jurídicas de la presunción de inocencia, cimiento de una convivencia que, con tanto entusiasmo como frivolidad, Ciudadanos ha destruido de hecho para los políticos.

El mostrenco refrán español, «cuando el río suena, agua lleva», ya enalteció la murmuración a condena social, y esa falta de ética, trasladada a los servidores públicos, está convirtiendo la actividad política en una función a la que, en el futuro, sólo se acercarán, o ricos por casa, o vocacionales del trinque, que no les importe vivir en un ambiente, donde una acusación hecha a la ligera te transforma en una persona sin honor que, además, debe dar a conocer a todo el país, si tiene contratado un plan de pensiones, si posee un apartamento en la playa, cuánto gana al mes, cuál es la nómina, qué dinero heredó de su madre fallecida, y si vive en un piso propio o alquilado. En fin, una cosa es la transparencia, y otra renunciar al derecho a la intimidad. Y, de esos datos, podría ser admisible su descarga si fueran a parar a una comisión restringida, pero es que ¡pueden aparecer en internet! Recuerdo a este respecto, volviendo de Tenerife a Madrid con Antonio San José, el pesimismo sobre la baja calidad de los políticos, su falta de preparación, a medida que aumentaban las exigencias y menguaban los sueldos, es decir, se daban cada vez con más intensidad las reglas para espantar ciudadanos de buena preparación y atraer brillantes mediocridades.

Pero si la muerte de la presunción de inocencia ya ha llegado a la sociedad civil, y si cualquiera de nosotros que sea llamado a declarar nos convierte en un delincuente por subir las escaleras de un juzgado, donde la destrucción de las más elementales garantías jurídicas saltan con tal fuerza que parece que les ha puesto una bomba un anarquista de finales del XIX, es cuando el ciudadano tropieza con Hacienda.

La Agencia Tributaria no es que pisotee la presunción de inocencia, es que, encima, se hace aguas mayores en Montesquieu, se nombra a sí misma juez y parte, y condena de antemano al contribuyente, dando una vuelta de tuerca a las garantías constitucionales, porque sus conclusiones son como cuando el Papa habla ex cátedra, y es el investigado el que tiene que aportar pruebas para demostrar su inocencia. Es decir, España es un estado democrático, excepto cuando interviene el Ministerio de Hacienda. Enseguida, cualquier abogado del Estado adscrito a nuestra IT (Inquisición Tributaria) argüirá que el contribuyente puede reclamar a los tribunales, y es cierto. Pero como ya somos mayores de edad, y chuparnos el dedo nos parece algo escasamente placentero, añadamos que para eso debemos admitir la culpabilidad, o sea, pagar lo que se nos ha pedido, y reclamarlo a través de un largo proceso contencioso-administrativo, al que la mayoría renuncia, a no ser que posea una gran fortuna, porque suele costar más lo invertido en el proceso judicial que la cantidad a devolver. El sistema es tan mostrencamente injusto que: a) destroza la presunción de inocencia; b) perjudica a los más modestos, a los que tienen menores recursos económicos, porque no pueden endeudarse todavía más en un largo y costoso proceso, y c) extorsiona de forma evidente a ese contribuyente que, no sólo tiene que pagar a su abogado, sino que con sus impuestos está pagando también las nóminas de los abogados de la parte contraria. Como dijo Franklin es evidente que las dos certezas más seguras de este mundo son la muerte y los impuestos. Pero esa arbitrariedad de seguir adelante con procedimientos, que en los tribunales ordinarios quitarían la razón al Inquisidor Tributario, es una indecencia legal y una arbitrariedad constitucional que no creo que nos merezcamos.

Añadiría una perversión menor, si es que puede ser menor cualquier perversión, y es que el abuso del contencioso administrativo por parte de ayuntamientos, diputaciones y ministerios resulta atroz. ¡Como no les cuestan nada los abogados! Aunque el más elemental sentido común observe que el reclamante tiene razón, la entidad administrativa niega y niega, y recurre y recurre, aguardando que el tiempo haga desistir al impertinente, o bien la propia biología. Y, es cierto, muchos se cansan, y otros mueren a lo largo del dilatado proceso. Algunos no mueren por causas naturales, sino por la angustia que les produce el procedimiento. Hace muy pocos años, un pequeño empresario, un modesto contratista de obras, se ahorcó en una grúa, ante la reiterada negativa del ayuntamiento que le había contratado para pagar sus trabajos. Que con la excusa de defender los intereses de la colectividad, se aprovechen los inmensos recursos que los contribuyentes ponen en mano de la Administración para machacar a uno de esos contribuyentes, resulta de una crueldad tan aterradora como espantosa.

De vez en cuando, alguno de esos héroes anónimos dedican su dinero y su tiempo a insistir en que alguien les reconozca la injusticia. Y llegan hasta el Supremo. Para llegar hasta el Supremo hay que disponer de muchos recursos económicos, bastante paciencia y mucho ánimo. Y, en frecuentes ocasiones, esos héroes anónimos logran que les den la razón, e incluso esa sentencia se airea por los medios y llega a producir jurisprudencia. ¿Se arredra la Administración por el criterio del Supremo? ¿Conscientes de que el Supremo les condenará, cesan en sus recursos? ¡Faltaría más! El ayuntamiento, la diputación, sus funcionarios o sus servicios jurídicos –que ni leen los periódicos, ni escuchan la radio, ni ven la televisión– siguen en sus criterios independientemente de que el Supremo les condene. ¿Por qué? Porque los reveses jurídicos no tienen ninguna consecuencia.

En el caso de la Agencia Tributaria, sucede, a menudo, que Hacienda, tras un fallo en contra, deba indemnizar al contribuyente al que ha perseguido y ha obligado a pleitear, con una fuerte suma de dinero, correspondiente a los intereses de la cantidad confiscada. Eso, en una empresa privada tendría repercusiones y se indagaría quién fue el tonto contemporáneo que embarcó a la empresa en una aventura que se sabía que estaba perdida. Pero en la Administración no hay culpables, ni el inspector, ni sus jefes, ni el ministro son responsables de nada. Y tampoco les cuesta un euro: si hay que indemnizar, se indemniza… con el dinero de los contribuyentes.

Ni la izquierda es sensible ante una situación que sólo permite la igualdad de la Ley ante los que más tienen, ni a Ciudadanos parece preocuparle la injusta situación. Hacienda somos todos, pero no en régimen de igualdad: si no tienes recursos, serás un súbdito para el que no se admite la presunción de inocencia.

Luis del Val, escritor.

1 comentario


  1. Debe tener usted un buen nivel económico si piensa que solo es súbdito de hacienda. Los que no tenemos tanto nivel sabemos que somos súbditos de muchos amos: del amo de la luz, del gas, del taller del coche, de la telefónica, del jefe del trabajo cuando tienes, o del de la ventanilla del paro cuando no tienes, del municipal, del de la zona azul, del casero, del del banco, del profe del niño... Todos ellos, con más o menos amabilidad (o ninguna) se ríen en nuestra cara porque saben que no tenemos ningún poder: lo que tenemos es miedo a que pase algo que nos hunda.

    No, no es hacienda nuestro peor amo. Ya quisiéramos que fuera así, ya.

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