Haciendo frente al revisionismo de Rusia

Para algunos países, la derrota militar o política es tan intolerable y humillante que harán lo que sea para dar vuelta al que consideran es un orden internacional injusto. Una de esas potencias revisionistas fue Egipto, que se empeñó en recuperar la Península del Sinaí tras haberla perdido en la derrota de 1967 ante Israel. Acabó lográndolo, pero solo después de que el Presidente Anwar Sadat adoptara una estrategia de paz con el gesto de viajar a Jerusalén. Sin embargo, el caso más ominoso fue Alemania en los años 30, cuando destrozó sistemáticamente el orden europeo surgido tras la Primera Guerra Mundial.

La historia sugiere que existen dos vías para disciplinar a una potencia revisionista. La primera es oponérsele con igual fervor, como el que permitió a las potencias europeas derrotar a Napoleón en 1815 y a los Aliados vencer a Alemania en la Segunda Guerra Mundial. La segunda es cuando alcanza sus límites en lo militar y económico, como ocurrió con la Unión Soviética en los años de su desintegración.

En ese punto, el país puede escoger entre reconciliarse con el orden internacional, como hiciera Alemania, o desarrollar una estrategia revanchista, como ha decidido el Presidente de Rusia, Vladimir Putin, para subvertir el orden posterior a la derrota soviética en la Guerra Fría.

Si bien no hay duda de que Putin es el principal impulsor de esta estrategia, era inevitable que se viera acelerada por los pasos de Ucrania para aproximarse a la Unión Europea, que en términos generales contaron con al apoyo de Europa y Estados Unidos. Putin sabía que para socavar este proceso podía aprovechar la división etno-religiosa del país (las regiones del este profesan abrumadoramente la religión ortodoxa rusa y son leales al Kremlin). Parece ser que Europa subestimó la determinación de Rusia de defender lo que considera un interés vital en Ucrania.

La lucha por la influencia en Ucrania es un juego que Putin no puede permitirse perder. Para Occidente, el principio de no cambiar las fronteras por la fuerza es de una importancia política vital: de hecho, es un pilar de un orden mundial civilizado. Pero tanto EE.UU. como Europa han dejado en claro que no están dispuestos a sacrificar vidas por la soberanía ucraniana, y la UE incluso no se siente muy inclinada a seguir el ejemplo estadounidense de imponer sanciones cada vez más estrictas.

Putin sacó ventaja a principios de la crisis al anexar Crimea y ahora está obligando hábilmente a que Occidente, dividido y reacio al riesgo, elija entre la guerra y el acuerdo en la región de la cuenca del Donéts en el este ucraniano.

Si bien ninguna de estas opciones es particularmente atractiva, no hay que subestimar el peligro que revestiría una guerra con Rusia. Después de todo, en una lucha así ambos bandos contarían con un gran arsenal nuclear. Por eso, como sugiriera hace poco Sir Adrian Bradshaw, segundo en jerarquía de la OTAN, solo cabe contemplar entrar en guerra si Rusia ataca a otro estado de esta organización. Es improbable que Putin se arriesgue hasta ese punto, a pesar de la intensificación de sus provocaciones, que llegan hasta a los secuestros transfronterizos. E incluso entonces habría razones para vacilar.

La aversión a la guerra de las potencias occidentales tiene sus propios riesgos. El clamoroso incumplimiento de Rusia del Memorando de Budapest de 1994 (en el cual ella, Estados Unidos y el Reino Unido se comprometieron a que se respetaría la integridad territorial de Ucrania si esta entregaba sus armas nucleares) envía un peligroso mensaje a estados nucleares como Irán, Corea del Norte, India y Pakistán, que saben bien que si Ucrania las hubiera seguido teniendo probablemente hoy conservaría Crimea.

De todos modos, es poco probable que la visión occidental sobre Ucrania vaya a cambiar. Y las sanciones, a pesar de haber dañado la economía rusa, han sido inadecuadas hasta ahora para doblegar a Putin. Esto deja sólo el acuerdo como vía, lo que significa dar legitimidad a las pretensiones de autoridad del Kremlin sobre Crimea y, cabe suponer, sobre el resto de su “entorno cercano”.

En este escenario Rusia evitaría intentar gobernar directamente en Ucrania pero insistiría en impedirle unirse a bloques y alianzas hostiles. Como dijera en 2008 el entonces Presidente electo Dmitri Medvedev, “a ningún país le gustaría que un bloque militar al que no pertenece se acercara a sus fronteras”. Si Occidente acepta este punto esencial, Putin estará más que dispuesto a poner fin a la actual guerra, que está perjudicando gravemente a su economía.

Sin embargo, lo más probable es que ni siquiera ponga punto final a la crisis. De hecho, los planes revisionistas de Putin se extienden mucho más allá de Ucrania, apuntando a la “finlandización” de otros estados cercanos, como Hungría y Rumanía.

Para detener la peligrosa política de riesgos calculados de Putin, los líderes occidentales deberán encontrar maneras de iniciar una cooperación estratégica con Rusia. Específicamente, tienen que idear un gran pacto para la paz que dé respuesta a problemas fundamentales que hasta ahora la han impedido, como las normas de seguridad global y el control de armamento.

Por supuesto, Rusia ya no es una superpotencia mundial, pero conserva la vocación y las características de una gran potencia: una rica cultura e historia, un vasto territorio, formidables capacidades nucleares, gran influencia en Eurasia y la capacidad de hacer fracasar la solución de muchos conflictos. Toda negociación realista de un gran pacto deberá tener en cuenta estos factores.

En lo referente a Ucrania, es difícil entrever el camino hacia adelante, y no en menor medida por las contradictorias experiencias de los estados que en el pasado han actuado como contrapeso geopolítico. El káiser Guillermo II invadió a la neutral Bélgica para encender la chispa de la Primera Guerra Mundial. Hitler absorbió a Austria y Checoslovaquia cuando le convino, pero la neutralidad de Austria tras 1955 fue suficiente para satisfacer a ambos bloques en la Guerra Fría, y hoy es parte de la UE.

De manera similar, desde 1967 Jordania ha sido un contrapeso geopolítico informal entre Israel y el resto del mundo árabe. Si en el futuro se crea un estado palestino, habrá de asumir una función similar, ya que Israel nunca aceptaría que forme parte de una alianza militar hostil.

El plan francoalemán para Ucrania busca crear una zona desmilitarizada que separe al gobierno y las fuerzas separatistas y otorgue una autonomía que el Presidente francés François Hollande definió como “más bien alta” a las regiones rusohablantes del este. En otras palabras, esto satisface la visión rusa de una Ucrania federada en la que el este prorruso tenga injerencia en asuntos de seguridad y política exterior.

En todo caso, no se puede contar con que por sí solo un plan así vaya a poner fin a las ambiciones revisionistas de Putin. Sólo Occidente unido y decidido puede lograrlo.

Shlomo Ben Ami, a former Israeli foreign minister, is Vice President of the Toledo International Center for Peace. He is the author of Scars of War, Wounds of Peace: The Israeli-Arab Tragedy. Traducido del inglés por David Meléndez Tormen.

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