Hagan las paces con Mugabe

Por más que el partido de la oposición de Zimbabue esté reivindicando la victoria en su esfuerzo por desalojar del poder al presidente Robert G. Mugabe, sería un error no contar con él. Por otra parte, si es el señor Mugabe el que se impone, sería un error empecinarse en aislarlo, como los gobiernos occidentales han hecho a lo largo de la última década.

El señor Mugabe es una mala persona, pero podría ser peor.

«Mi abuelita era una salvaje», le he oído decir al señor Mugabe entre dientes desde el otro lado de su enorme escritorio de madera de su despacho presidencial, en Harare, la capital del país. No figuraba éste precisamente entre los comentarios que esperaba oír del dictador de 84 años, pero, durante las dos horas y media de entrevista que mantuve con él a finales del año pasado, se me vinieron abajo algunas de las ideas que me había hecho sobre el personaje más enigmático del Africa moderna.

En cuanto entré en su despacho me di cuenta de que aquel hombre de carácter difícil, vestido con una camisa blanca exquisitamente cortada y un elegante traje oscuro, sentía hacia mí un enorme recelo, exactamente igual que yo lo sentía hacia él. El señor Mugabe me miró fijamente y a continuación carraspeó nerviosamente para aclararse la garganta. Yo había esperado encontrarme con una persona rebosante de poder, una versión más avejentada del inflexible luchador por la libertad con el que coincidí hace 30 años en mi casa, con ocasión de una cena clandestina.

En lugar de eso, vi un hombre apagado y físicamente mermado, con su voz sorda de siempre, pero débil, prácticamente inaudible casi todo el rato, con la cabeza cayéndosele hacia delante como si estuviera cohibido, como si quisiera esconderse. A medida que la entrevista avanzaba, se fue hundiendo en su raído sillón giratorio, como si fuera un adolescente desgarbado, y resbalándose del asiento hasta casi caerse, con sus larguiruchas piernas colgando. Lo que al final deduje de los insistentes esfuerzos del señor Mugabe por justificar sus acciones delante de mí fue que se siente más vulnerable de lo que dan a entender sus extravagantes poses en público.

No cabe duda de que el señor Mugabe no es en modo alguno un político solitario y débil. Lo hemos visto hacer campaña con explosiones repentinas de energía en concentraciones políticas perfectamente escenificadas ante multitudes, traídas en autobuses, de seguidores del partido en el poder, el Zimbabwe African National Union-Patriotic Front (Unión Nacional Africana de Zimbabue-Frente Patriótico, Zanu-PF por sus siglas en inglés); sin embargo, casi nunca concede entrevistas a periodistas. Conseguir la que me dio a mí exigió dos años de solicitudes, la mediación insistente del director espiritual del señor Mugabe y cinco semanas de espera en Harare.

Al principio di por hecho que era un hombre demasiado ocupado para dedicarme su tiempo. Sólo después caí en la cuenta de que quizá tuviera miedo de enfrentarse a la prensa independiente.

Es un miedo comprensible. La en otros tiempos boyante situación económica de Zimbabue no puede marchar peor. La inflación se ha disparado a niveles fantásticos, el desempleo es prácticamente universal, el hambre cunde por doquier. En cuanto al señor Mugabe, a pesar de todo lo que despotrica contra los malvados occidentales y a pesar de todos los comentarios serviles de los aduladores que le rodean, debe ser consciente de que él es el culpable.

Entonces, ¿a qué viene hablar de su abuela salvaje? Yo quería captar al Robert Mugabe que había quedado oculto tras el caos y el desgobierno, al hombre descrito por sus compañeros de clase como tímido y estudioso, al solitario estrechamente unido a su madre y resentido contra su padre ausente, al hombre que al principio, y de forma admirable, dejó vivir en paz a los terratenientes blancos cuando llegó al poder en 1980. El señor Mugabe, por ejemplo, permitió que su predecesor, Ian Smith, que había sido el jefe del Gobierno de la minoría blanca que había mandado en Rhodesia, como se conocía entonces a Zimbabue, viviera tranquilamente en Harare sin ser molestado, aun cuando el señor Smith participó en una campaña contra él.

Sin embargo, estaba claro que dentro de él había crecido la amargura. La primera vez que nos conocimos, en aquella cena de 1975, me había dado la impresión de ser un hombre atento, que me preguntaba por la salud de mi niño pequeño incluso cuando huyó al exilio, a un país vecino, muy poco después de aquel encuentro. A finales del 2007, cuando nos volvimos a sentar el uno con el otro, después de 28 años de gobierno suyo en Zimbabue, él daba la sensación de ser un hombre desorientado y amargado.

¿Por qué? Parte de la respuesta se me reveló en la entrevista, cuando el señor Mugabe me confesó, casi con lágrimas en los ojos, que lamentaba muchísimo la imposibilidad que tenía de relacionarse con la reina de Inglaterra. Este hombre tiene la sensación de que Occidente, y Gran Bretaña en particular, no han sido capaz de reconocerle «su sufrimiento y su sacrificio». Para alguien como él que, en su opinión personal, es parcialmente británico, este rechazo ha adquirido la intensidad de una pelea de familia.

Buena parte de esa pelea se centra en el controvertido asunto de la redistribución de la tierra. Como parte del pacto que dio paso a la independencia de Zimbabue, Gran Bretaña prometió ayuda financiera para ayudar a que el joven país acometiera una redistribución de tierras de los hacendados blancos entre los negros.

Cuando ese dinero empezó a malversarse, el Gobierno británico de la entonces primera ministra Margaret Thatcher dejó de enviar más. El sucesor de la señora Thatcher, John Major, llegó al acuerdo de restablecer los envíos. Sin embargo, antes de que pudiera llevar el acuerdo a la práctica, su sucesor, Tony Blair, echó marcha atrás y suspendió toda clase de ayuda, situación que ha continuado hasta ahora. He ahí en lo que consiste su queja contra Gran Bretaña, que le ha defraudado en la cuestión de la redistribución de las tierras, para lo que el señor Mugabe reclama comprensión.

Abandoné el despacho del señor Mugabe con una sensación incómoda de lo inútil que han sido las sanciones diplomáticas que occidente ha aplicado a este hombre. Tuve la sensación de que no se iba a detener ante nada hasta demostrar que le han tratado injustamente. De hecho, me aseguró que estaba dispuesto incluso a sacrificar el bienestar de su país con tal de demostrar sus acusaciones contra Gran Bretaña.

Que un individuo que no se encuentra perfectamente en sus cabales, como el señor Mugabe, esté al frente de un país y dispuesto a destruirlo para apuntarse tantos frente a un enemigo es una tragedia en sí misma. Que este hombre tenga una reclamación que puede considerarse justificada contra una de las principales potencias de occidente, concretamente el rechazo a su compromiso de reforma agraria, constituye sin duda un motivo de vergüenza para occidente. Ahora bien, que Gran Bretaña y otros países hayan optado por no querer saber nada del señor Mugabe en lugar de intentar resolver estas diferencias no deja de ser una imprudencia manifiesta.

Es preciso que Occidente modifique su actitud hacia el señor Mugabe. Años de aislamiento y de sanciones ineficaces, con las que él no ha hecho sino alimentar su campaña propagandística, no han conseguido más que empujar al señor Mugabe cuesta abajo. Más de lo mismo hará que el tiro salga por la culata. Una estrategia de compromiso es la única alternativa viable, tanto si el señor Mugabe obtiene su reelección y se mantiene en el cargo como si consigue sus fines por medios fraudulentos y hay que convencerlo para que abandone el poder.

La creencia de que la situación en Zimbabue ya no podía ir a peor ha demostrado ser una estrategia inadecuada para acabar con la grave situación del país bajo la férula del señor Mugabe. Más importante aún es que la inactividad de Occidente en estos momentos podría por sí misma poner Zimbabue en peligro, puesto que la situación va de mal en peor y puesto que el presidente de Zimbabue está poniéndose cada vez muchísimo más desagradable. No debería regatearse ningún esfuerzo a escala internacional para entablar conversaciones con el dictador.

Heidi Holland, periodista y autora de la biografía de Robert Mugabe Dinner with Mugabe (Cena con Mugabe), de reciente publicación.