Hágase justicia

Encarna la sordidez de la condición humana: de niño, abusó de su hermana menor; de mayor, hizo lo propio con su propia hija, pero aunque fue condenado por ello, jamás ingresó en prisión. La vida miserable de Santiago del Valle (1965) -inválido desde su juventud, diagnosticado de esquizofrenia y malviviendo de una pensión pública- está tachonada de felonías parecidas, y acaba en el horror más que probable del asesinato de otra niña de cinco años de edad. Ahora bien, en este país, como en cualquier otro medianamente vivible, no linchamos a los presuntos violadores y asesinos de niñas, sino que los entregamos a la justicia. Entonces ésta actúa, normalmente, mejor que peor. Pero, esta vez, lo ha hecho mal, la verdad: en 2002, un juez penal, titular de un juzgado de Sevilla, condenó a Del Valle por el abuso de la hija; la sentencia fue revisada en apelación por una Audiencia Provincial que no se enteró de que un juzgado distinto ya había condenado a Del Valle por otro abuso y además tardó casi tres años en devolver la resolución, revisada y confirmada, al juzgado originario; éste, a su vez, falló a la hora de controlar la ejecución de la sentencia; el Consejo General del Poder Judicial inspeccionó al primer juzgado, pero no encontró problemas graves; la Junta de Andalucía tiene sus propios criterios sobre sustitución de funcionarios en situación de baja, pero, al parecer, éstas no son cosas que suela solucionar con premura.

Aquí parece haberse equivocado todo el mundo varias veces. Y, hablando de justicia, no parece que la resaca del desastre deba recaer sólo sobre el primer juez, un profesional que tiene bien ganada fama de competente, aunque ni está especializado como gestor ni es inmune al error. ¿Qué está pasando aquí? y, sobre todo, ¿qué remedios pueden ponerse al problema?

Vamos a ver: la justicia es un servicio que se diferencia esencialmente de otros -privados o públicos- que funcionan bastante bien o mucho mejor: el director de cualquier agencia bancaria se entera en minutos si el cliente que se sienta al otro lado de su mesa tiene sus cuentas en orden, en ésta u otra sucursal a mil kilómetros de distancia, y entonces actúa en consecuencia; la Agencia Tributaria sabrá si este diario me ha pagado el artículo que ustedes tienen en sus manos mucho antes de que yo prepare mi declaración de renta. De hecho, ustedes se fían de su banco de toda la vida y tienden a cumplir con la Agencia, pues ni el uno ni la otra gastan bromas, ni acostumbran a cometer errores de bulto. Algo parecido sucede con las pensiones públicas: Santiago del Valle cobraba regularmente la suya, quiero creer, aunque no para bien.

La justicia funciona peor. A medio camino, estarían la sanidad y la educación. Pero ¿por qué la justicia es la cenicienta de los poderes públicos?

Esencialmente, porque, en primer lugar, a la justicia acudimos -o nos llevan- dándonos a todos los diablos: si tenemos razón, porque no nos la han dado voluntariamente; y si carecemos de ella, porque los jueces, que no suelen errar, no nos la van a dar. En cambio, los ciudadanos vamos confiados al banco. Al Fisco, no tanto, por supuesto, pero el Estado se lo toma tan en serio que ha creado la Agencia Tributaria, una institución propia, magníficamente dotada de recursos humanos bien pagados y de medios materiales -en particular, informáticos- de última generación.

En segundo lugar, la justicia no da votos a los políticos y cuesta dinero al Estado: cada día de un preso en la cárcel cuesta más que el del huésped en un hotel digno a pensión completa.

Tercero, a la justicia le imponemos prioridades cambiantes, con frecuencia, introducidas convulsamente y, sobre todo, sin pararnos a pensar en que las cosas no se hacen solas: hacer aprobar una ley es sencillo, el problema es aplicarla; modificaciones legislativas sobre juicios rápidos, juzgados de violencia de género, desahucios exprés o delitos de tráfico no cambian por sí solas la realidad, del mismo modo que nadie puede circular sobre el plano de una carretera todavía no construida.

En cuarto lugar, nuestros políticos han sido literalmente decepcionantes: hace menos de una década, los dos grandes partidos de este país firmaron un Pacto sobre la justicia esperanzador. Yo recuerdo haberme pasado casi un año coescribiendo un informe de Dios sabe cuántas páginas -estaba hipervinculado con cientos de sitios externos- sobre propuestas muy concretas, pero enseguida las dos formaciones políticas se crisparon, el pacto se agrió y no hubo manera.

Pero remedios, haberlos, haylos. Aparte los expedientes y sanciones, en cadena y perfectamente predecibles, lo primero que hay que hacer es reconocer que el fallo es estructural, no coyuntural: en España hay cientos de miles de sentencias pendientes de ejecución y, en particular, en el ámbito de la jurisdicción penal, urge un sistema informático único y centralizado que permita a cada juzgador, a cada oficina judicial, conocer al instante la situación procesal de cada caso, qué cuentas podría tener pendientes con la justicia la persona que el juez tiene ante sí. Insisto: si lo han podido hacer la banca o la Agencia Tributaria, lo puede hacer la justicia española. No en un día, pero sí en pocos años, dos o tres, a lo sumo. Al respecto, advierto que el juego de competencias cruzadas entre Estado y Comunidades Autónomas no ayudará, pero aquí, los políticos del uno y de las otras han de dar la cara o afrontar las consecuencias cuando ocurra el próximo desastre.

Luego, la ejecución puede, no sin alguna dificultad, atribuirse a funcionarios especializados, bien formados y coordinados: es antes un tema de gestión que de jurisdicción. Esto que reclamo aquí no es baladí: un juez penal puede condenar a un alcohólico, que se conforma con la sentencia, por conducir ebrio y, a las tres semanas, encontrarse con el mismo conductor reincidiendo en idéntica situación, pero sin que todavía el Registro Central de Penados y Rebeldes haya registrado la primera condena. Esto tiene remedio.

Antes de acabar, permítanme unas líneas sobre remedios que no son tales, sobre lo que no toca hacer, pero que, mucho me temo, más de uno propondrá: modificar de nuevo el Código Penal, agravar las penas, mover los papeles -que todo lo aguantan- sin cambiar las organizaciones de personas y medios: uno de los casos pendientes ante el Tribunal Supremo Federal norteamericano más candente es, sin duda alguna, Kennedy v. Louisiana. En algunos estados de la Unión, sus respectivos códigos penales prevén la posibilidad de imponer la pena capital a acusados de haber violado a un menor de cierta edad, doce años en Luisiana, y el Tribunal Supremo habrá de resolver si la pena de muerte es o no constitucional. Naturalmente, en España, nadie propone ninguna salvajada semejante, pero hay una clara convergencia en ambas orillas del océano Atlántico sobre la oportunidad política de responder a las urgentes demandas ciudadanas de dureza creciente y extrema con los pederastas asesinos. Pero eso no es lo primero, ni, probablemente, lo conveniente.

Apremia, en cambio, ponerse a aplicar efectivamente el derecho que ya tenemos, a hacerlo efectivamente, es decir, hay que conseguir que las sentencias se dicten en tiempo y forma y que, enseguida, se ejecuten puntualmente. Las más de las veces, bastará con hacer cumplir la ley que existe en lugar de hacer aprobar una nueva para, dicho sea de paso, ondear los papeles del BOE, todavía calientes, en telediarios, mítines electorales y conferencias de prensa. El trabajo duro y discreto de asignar recursos humanos y materiales a agilizar la aplicación de la ley es prioritario. Pero como no se ve, no renta, no da votos, no genera resultados inmediatos, queda por hacer. Hágase justicia aplicando la ley que tenemos. ¿Tarea de dioses? No lo creo: bastan hombres y mujeres de buena voluntad. Hágase, pues, la luz.

Pablo Salvador Coderch, catedrático de Derecho Civil de la Universitat Pompeu Fabra.