Haití, la solución

Tan grande es el horror de lo acaecido, que pasan los días sin que prensa y televisión abandonen su atención sobre la torturada nación antillana. Tan grande es la hecatombe, que la enfermedad crónica que a algunos informadores aqueja –memoria efímera, sensacionalismo, simplificación– ha sido súbitamente curada. Tampoco escasean los periodistas responsables, por fortuna, que nos recuerdan el peligro que se cierne sobre Haití: el del pronto olvido.

El olvido no es el peor de los males: Estados Unidos, que tan asiduamente han mandado a sus tropas a invadir tierras antillanas, las mandan hoy para salvar a un pueblo de mayor miseria, fusil y cantimplora en mano. Aunque teman más a una riada de refugiados haitianos que a otra cosa, pondrán orden, el que Francia no sabrá poner sobre un país fundado por ella con la sangre de los esclavos de antaño.

Mientras, la tarea urgente es la de saber qué es exactamente lo que hay que hacer para lograr que países míseros, humillados y ofendidos, como Haití, se libren de estas catástrofes. (En Japón hay muchos más terremotos que en el Caribe, y no causan semejantes estragos, mas no podemos esperar que ni Haití, ni Ruanda, ni Burundi, ni las Filipinas, se transformen en naciones prósperas como Japón, con construcciones sólidas y servicios sanitarios decentes). Lo trágico es que la solución está al alcance de nuestras pecadoras manos. Si los países prósperos sufren infinitamente menos ante las catástrofes naturales, ayudarles a que lo sean es la primera providencia.
A los gobiernos occidentales no se les ha ocurrido otra cosa, en los últimos decenios, que enviarles una supuesta ayuda. Todavía continúan pensando que sirve para algo, aunque a lo largo de estos mismos decenios no hayamos logrado nada. Solo que se pierda la ayuda, que llene las arcas de gobernantes corruptos, que se destruyan clases enteras de gentes que vivían de su propio trabajo y que no pueden competir con los bienes que descargamos en su seno. Ayudas, algunas, que fomentan el hampa traficante en droga o su cultivo. Esta pseudoayuda no sirve. Agrava la situación: ¿Por qué seguimos aceptándola? ¿Por qué si hay una solución sencilla y eficaz? Una solución, eso sí, no inmediata. Para esta no hay otra que la intervención urgente con tropas, ambulancias y hospitales de campaña. Pero la hay a medio plazo. A largo plazo, también hay una: el control de la población, es decir el fomento efectivo del crecimiento demográfico: este no solo acaba con el sida (¿a quien se le ocurre pensar que el uso del preservativo es pecado?, ¿a algún brujo sacerdotal?), sino también con el desastre ambiental que atenaza al mundo.

La solución, en cuestión de pocos años, es reconducir la ayuda –al margen de todo Gobierno local– a las gentes con la iniciativa para usarla para cultivar sus propios intereses privados. Hay que fomentar el desarrollo de clases sociales destribalizadas e independientes: reforzar las clases medias incipientes, los negocios locales, la artesanía y tambien la industria. Ello, siempre en el marco internacional de la apertura comercial. El proteccionismo de la Unión Europea hacia sus propios productos solo crea parásitos económicos. Lo que perdamos los europeos descompensando a nuestros agricultores, banqueros o industriales, lo ganaremos ahorrándonos ayudas espasmódicas tardías cuando estalla la gran catástrofe.
Nada hay que gastar en la burocracia local, nada en ayudar a Gobierno alguno. Hay que ir directamente a quien necesita la ayuda. Poner a los gobiernos contra las cuerdas, exigir el control directo de la inversión y beneficiar destinatarios. Cualquier otra ayuda está condenada al fracaso y a la desmoralización suya y nuestra. Las asociaciones cívicas que acuden a los países necesitados a menudo son conscientes de estas verdades elementales. Algunos, como nuestros conciudadanos catalanes asaltados y raptados hoy en el desierto africano, lo saben. Por ello merecen nuestra admiración y solidaridad.

Fomentar el desarrollo autónomo de las gentes –educar a las niñas igual que a los niños, abrir escuelas técnicas, crear y controlar préstamos para la apertura de talleres, pequeñas empresas, negocios– es la senda a seguir. Lo trágico es que sabemos que esta vía funciona. La única que funciona. Que yo sepa, es la única contrastada y comprobada suficientemente para que podamos afirmarlo. Y repetirlo con el corazón encogido ante ese descalabro haitiano. ¿Por qué no se trató así a aquel triste país? ¿Por qué no se hizo nada para hundir al tirano, y al hijo de tirano que vegeta hoy en su repugnante exilio? ¿Por qué somos ignorantes y cínicos? Como dicen hasta los más descreídos, no hay perdón de Dios. Lo habría si nos esforzáramos a ser consecuentes con lo que sabemos a ciencia cierta sobre cómo liberar a los pueblos desgraciados de sus males endémicos.

Salvador Giner, presidente del Institut d’Estudis Catalans.