Hambruna de microchips

Las fábricas de automóviles se ven obligadas a suspender su producción y escasean en el mercado las consolas de videojuegos de última generación. Asistimos asombrados a una nueva e inusitada crisis, la de fabricación de semiconductores, que está alcanzando dimensiones geopolíticas, pues incluso algunos de los estados más poderosos del planeta, en estas circunstancias, no pueden garantizar su independencia en una cuestión estratégica de primer nivel: la tecnología electrónica y digital.

Las causas de esta nueva crisis son múltiples, pero las más importantes tienen su origen en la epidemia de Covid-19. El confinamiento, al alcanzar una escala planetaria, desencadenó un auténtico boom de los servicios digitales que hizo aumentar, de manera exponencial, la demanda de routers, instalaciones wifi, servidores y muchos otros dispositivos rebosantes de microchips. Al estar enclaustrados en nuestros hogares, muchos ciudadanos recurrimos a artilugios electrónicos también para el ocio: teléfonos inteligentes, tablets, videoconsolas y hasta electrodomésticos inteligentes para experimentar en la cocina. Por otro lado, las medidas sanitarias llevaron a cerrar temporalmente fábricas de chips en países que son los mayores productores del mundo: Taiwán, Corea del Sur y China.

Hambruna de microchipsUna vez terminado el confinamiento, las medidas de distanciamiento social estimularon el uso del vehículo personal en detrimento del transporte colectivo. En cambio, los fabricantes de automóviles habían previsto que, como consecuencia de la crisis económica, la demanda de vehículos decrecería, así que no tenían microchips suficientes en stock. Hay que recordar que un automóvil de última generación lleva incluidos miles de microchips y que el coste de sus componentes electrónicos se aproxima a la mitad del coste total.

Los chips, microchips o circuitos integrados son estructuras de pequeñas dimensiones, de unos milímetros cuadrados de área, fabricadas con un material semiconductor (generalmente silicio). Sobre esta base se fabrican unos minúsculos circuitos electrónicos utilizando técnicas muy sofisticadas, como la fotolitografía. Finalmente, el conjunto se protege con un encapsulado plástico o cerámico, dejando libres unos conductores que permiten la conexión con otros dispositivos.

Se dice que en cada uno de estos circuitos integrados está contenida una gran parte del conocimiento de la humanidad en ciencias físicas: desde el electromagnetismo hasta la mecánica cuántica, pasando por la tecnología de materiales. Fabricar un chip no es una tarea fácil, conlleva varias etapas que pueden durar meses: desde el grabado y la limpieza al trazado de los circuitos y al encapsulado. Hay chips lógicos que efectúan cálculos, otros de memoria que almacenan información, otros que son sensores, etcétera. Dependiendo del tipo, un chip puede contener millones y millones de transistores elementales que hacen de amplificadores, conmutadores o rectificadores.

La dinámica del mercado competitivo exige que se aumente la potencia de los chips reduciendo costes. Según la conocida como ley de Moore, que describe el avance logrado por la tecnología, el número de transistores que se integran en un microprocesador se duplica cada dos años. Mantener este comportamiento exponencial, según la progresiva miniaturización se acerca a los límites de la física, requiere unos procesos de fabricación cada vez más exigentes y costosos.

Los teléfonos inteligentes y las tablets de última generación llevan en su interior chips que están grabados en cinco nanómetros (un nanómetro es la millonésima parte de un milímetro) y en un futuro próximo se espera reducir este tamaño a unos tres nanómetros, esto es un tamaño 20.000 veces más pequeño que el espesor de un cabello humano. Para mantener tales alardes tecnológicos, las dos principales empresas productoras de chips, la taiwanesa TSMC y la surcoreana Samsung, tienen planeado invertir cientos de miles de millones de euros en lo que queda de década.

El modelo actual de producción de chips data de los años 80, cuando un ingeniero de origen chino, Morris Chang, tras una década trabajando para Texas Instruments en EEUU, se mudó a Taiwán para fundar la empresa TSMC. Chang fue un visionario que comprendió que una empresa como la suya podría permitir a los grandes colosos tecnológicos descargarse de estas tareas subcontratándolas. El primer gran éxito de TSCM vino de la mano de Apple, cuando le encargó la fabricación de los chips para el iPhone. A partir de ahí, las grandes empresas estadounidenses seguían diseñando sus chips, pero dejaron de fabricarlos, se impuso así el modelo denominado fabless (sin fábrica).

TSMC supuso el final de la hegemonía estadounidense en la fabricación de chips. Actualmente, lleva una ventaja que parece inalcanzable a sus potenciales competidores. Ya ha anunciado que en 2022 pondrá en servicio una nueva línea de producción que ha costado 20.000 millones de dólares y que incluye una sala blanca en la que caben 22 campos de fútbol. En estas salas limpias, la cantidad de partículas en el aire, la temperatura, presión, humedad, etcétera, son parámetros que están estrictamente controlados, por eso los costes para su construcción y funcionamiento, cuando su superficie supera unos metros cuadrados, son prohibitivos.

China, que miró con recelo hacia la taiwanesa TSMC desde su fundación, apadrinó a otro Chang, Richard Chang, que no tiene nada que ver con Morris, salvo que, como él, pasó por Texas Instruments, y también trabajó en TSMC. El régimen chino dio todas las facilidades a Richard Chang para que se instalase en Shanghái, donde fundó la empresa SMIC. Actualmente, Taiwán, Corea del Sur y China aseguran el 60% de la producción mundial de chips, y se espera que China pueda duplicar su porcentaje de contribución en poco más de una década. EEUU contribuye ahora con un 12% y Europa con tan solo un 9%, y estos porcentajes van disminuyendo.

Ya ha habido otras crisis de microprocesadores en el pasado, pues las grandes empresas que los demandan (Google, Amazon, fabricantes de vehículos, etcétera) no suelen aprovisionarse por adelantado, sino que van encargando su fabricación según los necesitan y, varias veces, se han producido situaciones de cuello de botella. Sin embargo, la crisis actual se da en un contexto nuevo, con EEUU y China embarcados en una carrera desenfrenada por lograr la supremacía tecnológica. La actual hambruna de chips adquiere así una dimensión geopolítica inaudita.

La Administración Biden ha aprobado medidas ambiciosas para potenciar su industria de microprocesadores. El mes de junio pasado anunció la inversión en ella de 52.000 millones de dólares, una cantidad que, sin embargo, resulta modesta cuando se compara con las inversiones previstas por Taiwán, Corea del Sur y China. En Europa, los dirigentes de la Unión también han mostrado su preocupación. Una vez perdida la batalla de los teléfonos inteligentes, la demanda de chips miniaturizados es mucho menor en Europa que en otras regiones del mundo. Y los costes de operación de las fábricas (debido al coste de la mano de obra) es mucho mayor aquí que en Asia. Por lo tanto, será difícil convencer a las grandes empresas europeas para que inviertan las cantidades astronómicas que son requeridas por la fabricación de chips.

Vemos pues cómo nuestra sociedad altamente tecnificada se enfrenta a un nuevo reto, y todo por unos semiconductores que apenas cuestan un euro por unidad. Pero sin estos pequeños chips, no es posible producir todos estos dispositivos rutilantes que se nos han hecho imprescindibles en nuestra vida diaria: desde el teléfono móvil hasta el automóvil.

La dependencia de Europa y de EEUU de la industria asiática se enmarca en la creciente globalización que hace mucho más interdependientes a todos los países del mundo. Y es muy difícil simultanear esta creciente globalización con la carrera cibernética, la armamentística, la espacial y muchas otras. Ello nos hace vivir en una época de gran incertidumbre, donde las alianzas por conveniencia se solapan con rivalidades más o menos explícitas. Pensemos, por ejemplo, en el Reino Unido post Brexit, convertido tanto en aliado como en rival del resto de Europa.

Se necesita un nuevo modelo para las relaciones internacionales. Para encarar los grandísimos retos con los que la humanidad se enfrenta -y el control de la fabricación de chips no será uno de los menores- más que en la competencia, necesitamos poner todo el énfasis en la colaboración entre naciones.

Rafael Bachiller es astrónomo, director del Observatorio Astronómico Nacional (IGN) y autor de El universo improbable.

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