Han condenado a sus hijos

Basta con leer a Finkielkraut, y en concreto La identidad desdichada, para darse cuenta de que la escuela francesa, antaño joya de la corona republicana, lleva al menos un decenio en decadencia. Pues bien, ni en lo más vertiginoso de su caída se acerca nuestro vecino a las cotas abisales de superficialidad, laxitud, manipulación, sentimentalismo y vacuidad de la educación española. Y si bien esta catástrofe no ha empezado con Sánchez y su banda, ni mucho menos, sí será con ellos cuando nos hagamos con el enésimo contragalardón europeo. Y lo conservaremos muchos años.

Del mismo modo que aquí se ha gestionado la pandemia peor que en ningún otro país de la OCDE; de igual manera que nadie ha sabido manejar con menos pericia que nuestro Gobierno las consecuencias económicas de la peste; con similar fatalidad a la que hunde nuestro PIB más que a cualquier otra economía; con pareja desgracia a la que desgarra nuestro tejido empresarial más que a ningún otro, de esta pesadilla también salimos con menos futuro que nadie. Porque el futuro está en la educación. O, mejor dicho, a tal educación, tal futuro.

A una escuela de la igualación corresponderá un futuro de frustración general y atomizadas frustraciones. Es inevitable, ya que la igualación (no la igualdad de derechos o de oportunidades, ojo) solo se puede materializar hacia abajo. En las zonas de la realidad ajenas a la sórdida utopía posmoderna y a su ingeniería social -o sea, en la parte interesante y satisfactoria del mundo- reinan la meritocracia y la fortuna de origen. Por eso la bomba de destrucción masiva conocida como «ley Celaá» consagra el más férreo e inamovible clasismo al privar a nuestra gran clase media, en precipitado proceso de precarización, del único ascensor social que no pasa por la prostitución a la cubana: el que consiste en que tus hijos estudien más que nadie, obtengan mejores resultados que nadie, destaquen, brillen y te superen en cualquier atributo mensurable. Celaá ha reservado en exclusiva para los de su clase, donde el dinero viene de familia y se pueden costear una escuela privada, la parte del león, el corazón de la alcachofa, la yema del huevo, la punta del espárrago y la trufa que el cerdo desentierra.

A una escuela del adoctrinamiento corresponderá un futuro de rencor. Vedados a los hijos de la reforma el acceso a cualesquiera círculos donde se genere riqueza o conocimiento -valga la redundancia-, un ejército de postergados creerá ser víctima de algo terrible. Y tendrán razón, pero no acertarán a señalarlo porque ese algo se habrá encargado de modelar su personalidad en vez de nutrirle de conocimientos y habilidades útiles. Armados con las amargas lanzas del victimismo y de la búsqueda compulsiva de culpables, cargarán contra quien sus castradores intelectuales les señalaron. ¿Qué otra cosa podrían encontrar en el chusco repertorio que les van a dejar por todo legado cultural? La culpa es del patriarcado y del machismo, y fracaso porque soy mujer: medio ejército derrotado podrá amargarse con eso. Para el resto, la culpa será también del patriarcado y del machismo por haberlo interiorizado. O del capitalismo porque les habrá impuesto «modelos de vida que no podemos permitirnos». O del privilegio blanco, aunque aquí haya tan pocos negros, pues todo se habrá conjurado para que los derrotados sin salir de casa no puedan gestionar su interseccionalidad, a pesar de los denodados esfuerzos de sus profesores, que tanto les instaron a ello.

A una escuela de fragmentación territorial corresponderá un futuro de disgregación, desconfianza, prejuicios y conflicto. Las naciones pueden haber nacido por actos de fuerza o de conquista, pero solo cabe consolidarlas mediante sistemas educativos que transmiten y perpetúan sus valores fundacionales. Sin perjuicio de que dichos valores vayan adaptándose, una y otra vez, al espíritu de los tiempos, a los sucesivos paradigmas históricos. Una nación que renuncia a mantener una instrucción pública anclada a valores comunes, que destierra incluso como lengua vehicular de educación la única que es compartida y oficial en todos sus territorios, es una nación que ha decidido autodestruirse. Y esto no tiene que ver solo con Celaá, ni solo con la banda de Sánchez. Esto trasciende el debate de la izquierda nacionalmente desleal o extraviada. La derecha permitió que tal proceso avanzara, e incluso se negó en redondo a detenerlo cuando fue instada a ello ¡por sus socios de investidura! Doy fe. Esto sucede por decenios de dejadez, un descuido muy conveniente habida cuenta de la necesidad táctica de complacer a los futuros golpistas con que el PP se iba encontrando a lo largo de su triste peripecia. Triste, sí, pues aun siendo ciertas algunas consecuciones admirables, como la entrada en el euro (Aznar) o el zafarse de una intervención a la griega (Rajoy), no lo son menos las negligencias: ceguera ante la inmersión y el adoctrinamiento antiespañol, expectativas totalmente erróneas respecto a Junqueras antes del golpe, renuncia al uso de la Alta Inspección Educativa, etcétera.

A una escuela no exigente donde se pasa de curso hagas lo que hagas (o dejes de hacer lo que dejes de hacer) corresponderá un futuro de incompetentes, una época de incapaces. Con toda lógica, considerarán que competir es una monstruosidad, algo inhumano, cruel, degradante. Los mantendrán en una burbuja hasta los 16 o hasta los 18, así de lejos quieren llevar la educación obligatoria para tapar un rato el paro. Y luego los soltarán. Y el mundo, que pudo ser escenario de sus éxitos, será su pesadilla.

Juan Carlos Girauta

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