Un país tan pequeño como Suiza ha dado en el siglo XX tres teólogos eminentes a la cultura, a la fe y a la Iglesia: el protestante-reformado Karl Barth, junto con los dos católicos Hans Urs von Balthasar y Hans Küng. Les es común a los tres las riquísimas lengua y cultura alemanas a las que los tres han correspondido con una ingente creación intelectual. Hans Küng acaba de morir el día 6 de este abril ¿Cómo valorar su variada aportación al quehacer teológico? El punto de partida de su itinerario es el Concilio Vaticano II, al que saluda con un libro, que ya lleva título ecuménico: ‘Concilio y reunificación de la iglesia. Renovación como llamada a la unidad’ (1960).
Su influencia directa fue pequeña, como reconoce él mismo: «Estuve presente en el Concilio, aunque no estuve presente en la Comisión Teológica». A partir de este instante comienzan su gran ‘tentativa’ y su gran ‘tentación’: plantear y plantar una visión de la Iglesia alternativa en puntos esenciales a la que en ese momento estaba explicitándose en el concilio. Se marcha de Roma y formula en el párrafo siguiente la que considera su pretensión y misión de vida: «Interiormente me comprometí a competir con la Comisión Teológica conciliar para terminar mi libro al mismo tiempo. Un año después de la clausura del concilio, tras ímprobos esfuerzos, estaba concluido el manuscrito y fue publicado en 1967».
Sus dos libros: ‘Estructuras de la Iglesia’ (1962) y ‘La Iglesia’ (1967) son programáticos. Küng era profesor en Tubinga en unos años en que esa universidad hervía de planes y propuestas revolucionarias. Allí están el filósofo marxista Ernst Bloch, el exégeta Käsemann, junto con la creciente influencia de Bultman, las revueltas políticas de los alumnos y el comienzo del diálogo ecuménico con el ala liberal del protestantismo. El teólogo protestante R. Sohm a finales del siglo XIX había afirmado que la Iglesia de Jesucristo es de naturaleza dinámica y carismática (Iglesia del Espíritu-libertad) que debería prevalecer sobre la dimensión jurídica, sacramental, episcopal (Iglesia del Derecho-obediencia); es decir, no jerárquica. Era la última radicalización de la propuesta de Joaquín de Fiore y de Lutero.
En un nuevo libro, ‘¿Cómo llegó el Papa a ser infalible?’, propuso una nueva interpretación de la infalibilidad del Papa, comprendiéndola no como el poder de una persona, sino como la permanencia indefectible de la Iglesia en la verdad a pesar de los errores que haya sufrido o siga sufriendo. ‘Indefectibilidad eclesial frente a infalibilidad personal’. El Vaticano I unía ambas. A partir de este instante el problema de fondo es la autoridad en la Iglesia, no solo la del Papa sino las de los obispos. De esta cuestión deriva también el problema de la interpretación de la Biblia, el valor de las definiciones de los concilios ecuménicos y en general del magisterio eclesiástico.
Desde aquí, ¿qué pensar de los veinte siglos de la Iglesia? ¿Hay en ella continuidad objetiva con la persona y el Evangelio de Jesucristo? ¿Es la palabra que anuncia la Iglesia fiel al Evangelio y, en caso de duda, quién decide? El magisterio de los obispos cedía el paso al magisterio de los teólogos. Este es sagrado también pero, ¿en qué relación está con el colectivo de los obispos? En caso de contraposición, ¿quién decide? En la nueva propuesta, la Iglesia termina siendo una comunidad de elección, y ya no una comunidad de institución a cuyo contenido objetivo más allá de las personas uno se adhiere al creer y ser bautizado. Existen la fe y la libertad del creyente individual, pero ambas están radicadas en la fe y autoridad de la comunidad que a través de la mediación y sucesión apostólica nos conecta con Jesucristo. No meras cuestiones morales o jurídicas, sino estas tres cuestiones teológicas de fondo son las que están en juego en el diálogo entre Küng y las autoridades eclesiales: la autoridad en la Iglesia, la identidad teológica de Jesús de Nazaret, la naturaleza sacramental de la eucaristía. El libro más importante de Küng es ‘Ser cristiano’ (1974). Nada menos que Ratzinger a quien Küng consideró su antagonista, desde el comienzo hasta el fin, escribe: «Ningún lector de este libro podrá o querrá cuestionar la fuerte impresión, que suscitan su colorido, la riqueza y anchura de horizontes que suscita la viveza, con la que describe el retrato de la realidad cristiana». Junto a su riqueza y belleza, el libro suscita graves preguntas sobre la identidad de Jesucristo en su relación con Dios. Tiene bellos párrafos describiendo la misión y acción de Jesús como profeta, representante, lugarteniente, presencia y don de Dios. Pero ¿reconoce en él algo más que una figura en la línea de los profetas del Antiguo Testamento, los filósofos griegos o los místicos orientales?
La Iglesia no es una secta judía más que reconoce al mesías en el profeta de Nazaret. Surge como tal al confesar a Cristo como Hijo de Dios encarnado, en comunión de ser, vida y autoridad con Dios. Por eso habla de encarnación. Los concilios de los primeros siglos le confiesan consubstancial con el Padre. Estas palabras sonarán a minucias de lenguaje, pero no lo son. Con ellas están en juego la verdad de aquel a quien nos adherimos creyendo, a quien confiamos nuestro destino en vida y dejamos en muerte. Como acto de sinceridad y lealtad para con los no creyentes la Iglesia no puede ocultar o aguar la radicalidad de la fe en Cristo. Los testigos y los mártires a lo largo de los siglos hasta hoy han creído así. Otras formas de relación con él como el seguimiento y la imitación son bellas: pero la fe implica además consentimiento en fe, adoración y amor, como solo se deben a Dios y se las ofrecemos a Cristo por considerarlo en igualdad diferenciada con Dios.
Ya en 1968 comienzan las críticas de los teólogos y las advertencias al autor, primero los obispos en Alemania y luego Roma. Esta tensa situación ha durado más de diez años. A pesar de las repetidas invitaciones y propuestas de Roma para que explicara aquellos puntos que parecían no concordar con la fe católica, Küng no accedió a ir a Roma y hablar con las autoridades de la ‘Congregación para la doctrina de la fe’, para oír los reparos y a la vez exponer sus razones y defensa. Ante sus repetidas negaciones, la Congregación publica el 15 de diciembre de 1979 una declaración que concluye con estas palabras: «El profesor Kühn en sus escritos ha faltado a la integridad de la verdad de la fe católica y por tanto no puede ser considerado como teólogo católico y no puede ejercer el oficio de enseñar». La consecuencia era que no podía seguir siendo profesor de la Facultad de Teología, mientras que podía seguir con todas las demás prerrogativas y dirigiendo el instituto ecuménico de dicha universidad. La decisión de la Congregación no significa que no siguiera siendo miembro de la Iglesia católica, ni que le fuera impedido el ejercicio del ministerio sacerdotal, ni que sufrieran perjuicio su situación como funcionario del Estado y su sueldo. Los colegas de Tubinga no se solidarizaron con él. Siete de ellos en un artículo del FAZ el 5 de febrero de 1980 hicieron públicas las razones de su desacuerdo con él. Los grandes exponentes de la teología como Congar y De Lubac en Francia, Rahner y Balthasar en Alemania, que al principio habían alabado algunas de sus propuestas reformadoras, no acogieron sus postulados teológicos. La recepción de Küng en España fue tensa, entre el insulto y la adoración. (Una esquela necrológica reciente aplica el texto del salmo 22 dirigido a Dios, con este giro: «Hans Küng es mi pastor nada me falta»). ‘El País’ publicó un manifiesto de 35 teólogos en su apoyo, a la vez que artículos de Aranguren y Fraijo. La UNED le invistió doctor honoris causa con presencia del entonces ministro de educación Gabilondo.
Küng ha acompañado a no pocas personas a redescubrir aspectos centrales del cristianismo, hoy especialmente significativos, y no en último lugar su proyecto de una ‘Ética mundial’ a la cual las religiones están obligadas a colaborar. Hoy, reconocidos sus límites y completados con las correcciones que tanto teólogos como la autoridad eclesial le han hecho, sus libros podrán seguir ayudándonos a vivir mejor nuestra tarea de personas y nuestra fe de cristianos
Olegario González de Cardedal es teólogo.