Hartazgo y pulsión de cambio

El nacionalismo vasco, en mayor medida que cualquier otro de los que llaman periféricos, ha tenido siempre la tendencia a pensar y presentar su nación como una isla que solo queda unida a la tierra firme de España en las horas, por así decirlo, de bajamar. En las restantes, Euskadi funcionaría por su cuenta, como si los problemas del resto del Estado no lo afectaran. Esta tendencia se ha intensificado desde que el lendakari Ibarretxe tomó las riendas del Gobierno vasco en 1998 y juntó a ellas, a partir del 2001, también las de su partido.

Desde entonces, Euskadi se ha instalado, a los ojos del nacionalismo vasco, en la ficción de un permanente como si. La prueba más llamativa de ello, aunque no la más importante, radica en esa pertinaz costumbre que tiene el lendakari de comparar la realidad vasca, sobre todo en los aspectos socioeconómicos, directamente con la europea, saltándose, por intrascendente o despreciable, la española. Trátese del PIB, del empleo, de la renta per cápita, de la productividad o de cualquier otro índice, la referencia que Ibarretxe toma para Euskadi nunca es España, sino la UE. Como si de su Estado número 28 se tratara.

Quizá nunca como en estos momentos --cuando la sentencia del Tribunal Constitucional ha rechazado la posibilidad del referendo del 25 de octubre-- se ha hecho tan visible, e incluso tan verosímil, para la ciudadanía vasca esta ensoñación nacionalista del país. Si nos fijamos, los dos grandes debates que acaparan la atención pública, la crisis económica general y la financiación autonómica, apenas suscitan interés en Euskadi. Este segundo debate, porque el régimen de concierto económico que rige la relación financiera entre el País Vasco y el Estado blinda, por así decirlo, a la comunidad autónoma vasca frente a las turbulencias que dicho debate produce en otras comunidades. Y aquel primero, porque la sensación de crisis no se ha dejado aún sentir en Euskadi con la misma intensidad que en otras nacionalidades y regiones. En contraste con el resto de España, el lendakari puede todavía presentar para el país vasco unos índices socioeconómicos que, al menos por el efecto de la comparación, no resultan alarmantes.

Si a todo ello sumamos la sensación de caso especial que ha suscitado la reciente sentencia del Tribunal de la Unión Europea sobre la capacidad normativa del concierto vasco, podremos entender el caldo de cultivo del que se nutren el aislacionismo y la autocomplacencia de los nacionalistas vascos, en general, y del lendakari Ibarretxe, en particular.

Se explica así que el debate político se haya adentrado en Euskadi por unos derroteros que solo resultan transitables para quienes comparten, de modo voluntario o forzado, esta ensoñación del como si en el que el nacionalismo vasco ha instalado al país que gobierna. Ajenos a las preocupaciones que abruman a los demás, los vascos podemos permitirnos el lujo de llevar meses entretenidos en asuntos que al resto de los españoles les traen sin cuidado.

Tómese como prueba de esto último el silencio con el que, tanto en la clase política como en los medios de comunicación españoles, se viene respondiendo, de un tiempo a esta parte, a las iniciativas cada vez más extravagantes con que Ibarretxe trata de atraer la atención de sus conciudadanos.

Lo que hace solo un par de años habría sido causa de alarma en la política española es hoy despachado como una más de las insustanciales ocurrencias de una persona que ha dilapidado ya, no solo su prestigio, sino incluso su capacidad de inquietar. Baste comparar, al respecto, la virulenta reacción que provocó el primer plan de Ibarretxe en el invierno del 2005 con la templada actitud con la que se ha ventilado este segundo del 2008. La sosegada deliberación del Tribunal Constitucional ha sustituido ahora a los enconados debates que entonces se libraron tanto en los medios de comunicación como en el Congreso.

Lo vasco, a causa de este exacerbado aislacionismo nacionalista, ha provocado el hartazgo de la sociedad española. Y terminará por provocar incluso su rechazo más visceral, si el nacionalismo sigue empeñándose en considerar ese brazo de arena que intermitentemente lo une a la tierra firme de España en las horas de bajamar solo como un instrumento para, según expresión literal de su portavoz en el Congreso, "sacar tajada" para Euskadi de los Presupuestos del Estado.

La cuestión es si esa política aislacionista y ensimismada de Ibarretxe no está produciendo hartazgo y rechazo también entre los propios ciudadanos de Euskadi. Porque a estos parece estar resultándoles ya demasiado largo el tiempo en el que la ensoñación nacionalista y sus sucesivas propuestas que nunca llevan a ninguna parte ocupa sus debates e inquieta su convivencia. En las próximas elecciones se dilucidará si el hartazgo que haya podido producirse en la sociedad vasca es ya tan intenso como para haber producido también una pulsión efectiva de cambio político.

José Luis Zubizarreta, escritor.