Hasta aquí hemos llegado

Por Aleix Vidal-Quadras (LA RAZON, 07/09/04):

Existe en este momento sobre el tapete de la política nacional un conjunto de proyectos perfectamente estructurados de reformas constitucionales y estatutarias que representan la ruptura explícita con el gran pacto civil de 1978. Así, el llamado Plan Ibarreche, impulsado por el tripartito vasco, el proyecto denominado de Estatuto Nacional de Cataluña o Constitución del Estado Libre de Cataluña, elaborado por Esquerra Republicana, las Bases para un Nuevo Estatuto Nacional de Cataluña, documento de referencia de Convergencia i Unió, o el pomposamente bautizado como Nuevo Contrato con España del Bloque Nacionalista Galego, rivalizan en su empeño de liquidar el presente ordenamiento constitucional y, de hecho, a España como nación.

Todos estos textos contienen previsiones para destruir la unidad de la Administración de Justicia, la solidaridad fiscal y la caja única de la Seguridad Social. Asimismo, introducen el derecho de autodeterminación, eliminan la administración periférica del Estado y le retiran a éste la representación exterior que pasa a ser ejercida separadamente por las «naciones» que voluntariamente lo integran. Como se ve, unos cambios perfectamente viables, que sin duda fortalecerán la estabilidad interna, fomentarán la inversión y aumentarán el prestigio de España ante el resto del mundo.

Sin embargo, no conviene tomarlos a broma porque los partidos que los promueven poseen un poder considerable en las comunidades en las que operan y un número de escaños en el Congreso de los Diputados suficiente como para utilizarlo como arma de hostigamiento sobre la nueva mayoría relativa y también como eficaz caja de resonancia de sus pretensiones secesionistas.Frente a esta ofensiva renovada, el ganador de las últimas elecciones legislativas, José Luis Rodríguez Zapatero, se ha manifestado abierto al diálogo y a apoyar aquellas reformas estatutarias compatibles con la Constitución, aunque no ha especificado si con la Constitución vigente o con una Constitución adecuadamente retocada para dar cabida a una parte apreciable de las exigencias nacionalistas. Además, conviene tener en cuenta para calibrar la magnitud del riesgo al que nos enfrentamos que el Partido Socialista de Cataluña, por su parte, mantiene un pacto con sus socios de gobierno en el Principado que contempla, ente otras novedades estimulantes, una drástica reestructuración del Senado eliminando la elección directa de sus miembros e implantando en dicha Cámara un régimen multilingüe, la atribución a los Tribunales Superiores de Justicia de las Comunidades Autónomas de la facultad de casación que ahora reside en el Tribunal Supremo, la territorialización del Tribunal Constitucional, un modelo de financiación autonómica que distribuya los fondos en función estrictamente de la población, la presencia directa de las Comunidades Autónomas en los órganos de representación de España ante la Unión Europea y la aplicación a España del sistema lingüístico suizo, es decir, sellos, permisos de conducir, señalización en instituciones oficiales, documentos de identidad y pasaportes en las cuatro lenguas, castellano, catalán, vasco y gallego.

Los recientes jugueteos del Partido Socialista con ideas tales como la concesión de derecho de veto en el Senado a las Comunidades Autónomas y la transferencia de la gestión de los fondos de la Seguridad Social al Gobierno vasco demuestran que estamos sumidos en un estado de enloquecimiento colectivo. No conviene tampoco olvidar que el presidente del Gobierno se comprometió durante la campaña del pasado marzo a aceptar sin más la reforma del Estatuto de Autonomía que el Parlamento de Cataluña aprobase, con lo que es de temer que, si no prevalece al final la prudencia, durante la presente legislatura la Constitución de 1978 se transformará de tal manera que quedará irreconocible para sus redactores, que hace un cuarto de siglo creyeron ingenuamente haber sentado definitivamente las bases de nuestra convivencia.

Habremos dado un paso más de considerable trascendencia hacia la meta perseguida por los nacionalistas catalanes y vascos desde hace más de cien años, es decir, la disolución irreversible de una empresa colectiva multisecular que ha desembocado en este inicio del siglo XXI en una de las democracias más sólidas, prósperas y respetadas del planeta.
Frente a la demostrada pérdida, esperemos que temporal, del norte por parte del partido del Gobierno y de su cordialísimo líder, el Partido Popular debe adoptar la única postura coherente posible en estas inquietantes circunstancias y anunciar solemnemente su firme negativa a cualquier reforma constitucional de la índole que sea mientras determinadas fuerzas nacionalistas insistan en sus propósitos de destrucción de la cohesión nacional. Y a partir de esta premisa tan absolutamente razonable, a dialogar, que hablando se entiende la gente.

Si es verdad que hay momentos para decir aquello de hasta aquí hemos llegado, es abrumadoramente evidente que el Partido Popular está viviendo uno de esos momentos y el número de españoles que espera un pronunciamiento rotundo en este sentido supera probablemente los diez millones que le dieron su apoyo hace cinco meses. El XV Congreso Nacional ofrece una excelente ocasión para dejar claro que la suerte aún no está echada y que la mucha gente sensata de nuestro país cuenta con una alternativa fiable que en estos tiempos de confusión conserva la cabeza en su sitio y sabe donde están los límites que separan lo discutible de lo suicida.