Hasta aquí podíamos llegar

Los rumores sobre la sentencia del Tribunal Constitucional son alarmantes. Y, si va en el sentido negativo que se apunta, afectará profundamente al Estatut, derruyendo elementos básicos del pacto constitucional que se había establecido en la Constitución de 1978, y que el nuevo Estatut actualizaba. Ahora se plantea de nuevo, como en aquellos meses de 1977 y 1978, ¿qué hacer? ¿Hacia dónde dirigir los esfuerzos de Catalunya en busca de una relación con España justa y sostenible en el medio y largo plazo? Responder a esta pregunta exige entender por qué el debate estatutario y el de la financiación han sido tan dolorosos, tan dilatados en el tiempo y tan incomprendidos por una buena parte de España.

Economía y política, como siempre, están estrechamente entrelazadas. Y una parte, creo que la mayor, de las tensiones de los últimos años arrancan de la modificación de las condiciones económicas, y políticas por tanto, de la inserción de Catalunya en España. El pacto implícito entre las élites económicas catalanas que se extendió entre finales del siglo XIX y nuestra entrada en la Unión Europea se caracterizó por un equilibrio entre aportación fiscal y superávit comercial, basado en el dominio industrial de Catalunya, «la fábrica de España», en expresión de Jordi Nadal.

Este acuerdo se ha modificado profundamente por un doble impacto en nuestras relaciones exteriores. El primero, los efectos, dilatados en el tiempo, pero profundos, de la incorporación de España a la UE y la entrada en el espacio económico europeo, con sus importantes consecuencias respecto al mercado único y el cambio de los centros de poder económico en España.
Desde este punto de vista, la apertura de la economía a Europa ha significado una pérdida paulatina del peso de nuestras ventas a España, desplazadas parcialmente por la producción europea. Y, al mismo tiempo, la pérdida de posiciones económicas en el conjunto español. El segundo elemento ha sido la emergencia de la globalización, con sus impactos sobre la localización productiva y la imperiosa necesidad de mejorar las capacidades competitivas de cada economía. Una Catalunya muy basada en el tejido industrial ha visto cómo parte de su posición perdía pie por el desvío de inversión extranjera, la deslocalización industrial y la creciente emergencia de la producción manufacturera asiática.
En este contexto de mayor competencia en el mercado español y en el exterior hay que situar las demandas de la sociedad civil catalana en pos de avances en las condiciones de competitividad. La generalizada petición de mejoras en infraestructuras, dotación educativa de la mano de obra o esfuerzo tecnológico no puede entenderse sin aquellos cambios. Al igual que resulta del todo incomprensible la modificación de la actitud de nuestra sociedad respecto a, por ejemplo, la gestión de las infraestructuras aeroportuarias o ferroviarias. En el nuevo contexto internacional nos va algo más que el deseo de control: nos jugamos nuestro futuro económico.
Esta profunda transformación en nuestra situación económica presente y unas perspectivas poco halagüeñas de futuro explican parte del creciente rechazo de amplios sectores de la sociedad catalana al mantenimiento de las tradicionales relaciones con España. Desde este punto de vista, el Estatut, aun con sus limitaciones por su recorte, tenía la virtud de permitir la definición de un nuevo encaje, más en consonancia con los intereses económicos, sociales y nacionales de Catalunya en el largo plazo. Y, por eso mismo, aparecía como una oportunidad única, quizá no la última, pero sí una de las más importantes, para redefinir esas relaciones y situarlas en una dinámica de largo plazo, más satisfactorias para Catalunya.

Si ello no es posible, el mal estará ya hecho, sea cual sea el resultado final de la crisis, profunda, que se abrirá entre Catalunya y España. A la luz de lo acaecido los últimos años, ha desaparecido el optimismo con el que algunos acogimos lo que parecía una redefinición de España. Y ello porque ha emergido con fuerza que el problema de fondo no es otro que el de la extrema dificultad, por no hablar de imposibilidad, de reconstrucción de un Estado español en el que Catalunya se sienta cómoda. Las razones, poderosas, argumentadas desde aquí, no han sido comprendidas.
En estos difíciles momentos no encuentro otras palabras para resumir mi abatimiento, y desesperanza, que las que encabezan este artículo: hasta aquí podíamos llegar. No se qué nos deparará el futuro. Pero sí sé que no es lo que el Tribunal Constitucional sancionará, si falla en contra del Estatut. Catalunya no lo permitirá, como ha destacado nuestro president, José Montilla. Si el Tribunal Constitucional recorta el Estatut, se abrirá un nuevo proceso en el que la deriva de Catalunya hacia posiciones nacionalistas, cada vez más marcadas, es inevitable. Nuestras razones prevalecerán y, por ello, se iniciará un largo camino que, inevitablemente, irá más allá que lo que definía el Estatut. Guste o no.

Josep Oliver Alonso, catedrático de Economía Aplicada de la UAB.