¿Hasta cuándo, señor fiscal?

¿Hasta cuándo los temores de parcialidad del Ministerio Fiscal? ¿Por qué esa sospecha permanente de que la fiscalía es utilizada por el Gobierno de turno para beneficio propio y perjuicio del adversario? ¿Hasta qué límite llegará, en la indolencia, el desenfrenado galope del descrédito? ¿Es que no nos impresiona que los buenos ciudadanos piensen que los fiscales están al servicio del poder político? ¿Acaso no hay forma de poner fin a las maquinaciones de algunos fiscales? Sin ir más lejos, esta misma semana se ha tachado de arbitraria la decisión de la fiscalía de Madrid de acusar al periodista y subdirector de este periódico, Antonio Rubio, de haber cometido un delito de revelación de secretos y solicitar para él una pena de tres años de prisión e inhabilitación profesional.

Que el Ministerio Fiscal lleva años sumido en un bache de desprestigio, eso lo reconoce la mayoría del procomún. La culpa, sin duda, es de quienes tercamente están empeñados en barrer todo lo que signifique independencia para la Justicia. En España, hoy, como ayer y anteayer, ha existido siempre la obsesión de utilizar al fiscal como instrumento de contienda política. Hay que ser realistas, y renunciar a lo que de momento parece inalcanzable: a que el poder, de muy variado signo, deje de manipular y de condicionar al Ministerio Público. Yo, en mi resignación, me consuelo pensando que siempre es reconfortante confiar en las instituciones y, por tanto, también en el Ministerio Fiscal. Afortunadamente, aún son muchos los fiscales profesionales, independientes de juicio y de corazón, que hacen cuanto está al alcance de su mano para remediar el mal, empezando por vencer al virus de la politización de la carrera a la que pertenecen.

El 27 de junio de 2004, Juan Fernando López Aguilar, recién nombrado ministro de Justicia, declaró: «Queremos un fiscal sobre el que no gravite ninguna sospecha de ser correa de transmisión del Gobierno en la persecución de sus adversarios políticos ni en la búsqueda de impunidad para sus amigos (…)». Y añadió: «(…) Un primer paso es colocar al frente de la fiscalía del Estado a una personalidad con autoridad y acreditada independencia (…)». El fiscal general elegido fue Cándido Conde-Pumpido, quien, en su primera comparecencia pública, dijo que su «obligación» era «equilibrar una carrera que se había escorado en una determinada dirección». Así parece que ha sido.

¿Es éste el prototipo de fiscal que algunos quieren que siga imperando? ¿Es el ascenso de los allegados y partidarios la fórmula mágica para elevar el nivel de credibilidad del Ministerio Público? ¿Se trata no más que de perpetuar la estrategia de tener de la mano a los fiscales, como lleva aconteciendo desde tiempos inmemoriales? No es fácil fiarse de un cuerpo de funcionarios en que la promoción profesional va ligada a las simpatías con el Gobierno o a la militancia en la asociación afín a la ideología dominante.

Desde luego, éste no es el modelo de fiscal independiente que quiere nuestra Constitución. Todo lo contrario. En ella, el Ministerio Fiscal figura como una pieza clave para la construcción del Estado de Derecho. Defensor de la legalidad, depositario de la acción pública para la persecución de los delitos y garante de los derechos fundamentales de las personas, los criterios que se le señalan para el ejercicio de esas funciones afectan muy directamente al nivel de libertad y seguridad jurídica de los ciudadanos. El enunciado constitucional es categórico. Al ejercer sus funciones por medio de órganos propios y sujeto «en todo caso» a los principios de legalidad e imparcialidad, es evidente que el fiscal debe estar exento de todo influjo extraño o partidista y sometido sólo al mandato de la ley. El artículo 124 de la Constitución dice que el Ministerio Fiscal interviene de «oficio o a petición de los interesados», pero no que haya de hacerlo siguiendo instrucciones, y, menos aún, órdenes del Gobierno.

«En que el fiscal actúe sólo cuando la ley se lo impone y tal como la ley lo impone, o sea, conforme al principio de legalidad, a que lo haga por criterios pragmáticos o de conveniencia política, o sea, por el principio de oportunidad, está la diferencia entre constituir una garantía para los ciudadanos a ser un elemento de distorsión de la legalidad democrática». Estas muy sensatas y certeras palabras las escribió hace 30 años Cándido Conde-Pumpido Ferreiro, a la sazón teniente fiscal del Tribunal Supremo, un jurista de gran prestigio y padre del actual fiscal general del Estado. No confundamos. El fiscal es un eficaz medio de realización de la legalidad, no el tutor de los intereses del partido en el poder.

Un fiscal, empezando por el fiscal general del Estado, debe girar en la órbita de la imparcialidad y ser esclavo sólo de la ley. Esto desgraciadamente no ha sido así. La historia nos ofrece demasiados casos como el de aquel fiscal que llegó a ser ministro de Justicia y que presumía, públicamente, de ser apóstol de una ideología política; ejemplos todos que están muy lejos de la idea que Platón expone en Las leyes cuando sentencia que «la acusación pública vela por los ciudadanos: ella actúa y éstos están tranquilos».

No pocas han sido las veces que he defendido encomendar a los fiscales la investigación penal y, de este modo, liberar a los jueces de un trabajo que no es completamente, ni en sentido estricto, jurisdiccional. Pero en las mismas ocasiones también he señalado que tal reforma procesal no puede llevarse a cabo sin modificar la estructura del Ministerio Fiscal. La actual configuración de la institución sitúa al fiscal en un permanente riesgo de perder la imparcialidad típica del juez. Con las cosas que se ven, o pueden verse, no hace falta ser un lince para dibujar el oscuro panorama de la instauración del fiscal instructor. Hoy, por hoy, la búsqueda del fiscal imparcial es tarea tan ardua y su hallazgo, cuando menos, un objetivo que queda demasiado lejos para quienes tenemos bastante edad.

Ya en lo concreto, vista la acusación del fiscal que intenta poner en fuera de juego al periodista Antonio Rubio, me permito anticipar que en mi cabeza el único sentimiento que cabe es la perplejidad. Aparte de que la primera señal de que la Justicia es justa, es la de no hacer distingos, me permito recordar que el derecho a comunicar o recibir libremente información veraz lo es de los ciudadanos, que en ese derecho los periodistas desempeñan el papel de intermediarios y que para realizar su tarea el secreto profesional es una herramienta imprescindible. Se mire por donde se mire, la información ofrecida por Antonio Rubio no admite reproche penal alguno. La publicación por la que el fiscal le acusa, aparte de ser una información cierta, está amparada por el ejercicio legítimo de su derecho que, a la vez, es deber. Y el que quiera saber más que lea el artículo del profesor Enrique Gimbernat, titulado Libertad de información, publicado en EL MUNDO del pasado lunes 14/09/09.

No me cabe duda de que los ciudadanos desean respetar a sus fiscales. Que un fiscal acuse a un periodista por informar de algo que es verdad y merece ser publicado, es muy alarmante señal de desviado celo. El señor fiscal de este asunto y sus superiores jerárquicos -si es que han dado instrucciones al inferior o visado el escrito de acusación- han hecho mal uso de las facultades que les atribuyen sus nobles cargos, en detrimento del derecho de un periodista y de las inabdicables normas de conducta que le son exigibles. La viñeta de Ricardo, publicada el martes pasado y dedicada a Antonio Rubio, en la que puede verse a un fiscal con un lanzagranadas al hombro y apuntando al logotipo de El Mundo, es estremecedora. Produce espanto pensar que en España los fiscales puedan conducirse por fobias y filias.

Me hablan de la pasión por el Derecho del periodista Antonio Rubio y de su confianza, casi ciega, en la Justicia. También que es persona de aguantes sin fin, capaz de dejarse la vida a cambio de unas cuantas páginas en las que pueda leerse la verdad, la mayoría de las veces coincidente con la absoluta libertad exigible al hombre. Cuenta Raúl del Pozo que el otro día Antonio Rubio le dijo que esperaba «ganar este partido». Estoy convencido de que la sentencia final será absolutoria. La sociedad, para ser verdaderamente democrática, necesita de periodistas independientes, como necesita de fiscales independientes y de jueces independientes, aunque sean un ejército los que están empeñados en impedirlo. Ortega parte del supuesto de que la libertad consiste en hacerse a sí mismo. A la diosa de la libertad no hay quien la apiole, se ponga como se ponga el verdugo.

Otrosí digo: la sentencia pronunciada por el Juzgado de Primera Instancia número 53 de Madrid que desestima la demanda interpuesta por el policía Sánchez Manzano contra el director de este periódico y tres periodistas más por la información publicada en relación al atentado del 11-M, me trae a la memoria las palabras que Pedro J. pronunció el 28 de noviembre de 2002 con ocasión de la entrega de los Premios Internacionales de Periodismo Julio Fuentes y José Luis López de la Calle, cuando afirmaba que el acto suponía la renovación del juramento de cumplir con el deber social de informar y que un periódico es, por encima de todo, de quienes confían en él, creen en sus opiniones y lo toman como referencia cívica.

Javier Gómez de Liaño, abogado y magistrado excedente.