Hasta en los tiempos más oscuros

Desde hace semanas muchos coincidimos en la sensación de que alguien hubiera parado los relojes el pasado marzo y estropeado el magnetismo de todas las brújulas con las que, ya sea bien o mal, nos movíamos. La mayoría hemos emergido de un estado onírico aletargados y desorientados, como si nos hubiera cegado la luz del sol. Pero esto es lo de menos: demasiados de nosotros han resultado profunda y directamente heridos por el dolor y la muerte. Ahora somos una sociedad desfigurada y transfigurada por lo impensable que ha sobrevenido a nuestras vidas. Ignoramos con qué conceptos comunicar con nuestro presente porque esta conversación ineludible se traza siempre contra la opacidad constitutiva de toda experiencia en curso: no sabemos qué nos sucede mientras nos está ocurriendo. Sin embargo, contamos con el auxilio de las herramientas que nos dejaron otros, con su experiencia vital. Así lo consideró Hannah Arendt al afirmar: “Hasta en los tiempos más oscuros tenemos el derecho a esperar cierta iluminación, y dicha iluminación proviene menos de las teorías y conceptos que de la luz incierta, titilante y a menudo débil, que algunos hombres y mujeres reflejaron en sus trabajos y sus vidas”.

El derecho a esperar cierta iluminación es una capacidad que sin embargo debemos ganarnos. Para merecerla es imprescindible prestar atención a todas aquellas cosas que nos han pasado desapercibidas, especialmente a la Vida como fenómeno primordial y a las vidas únicas e irremplazables que la conforman. Hemos de pensar la condición humana como algo irrefutablemente interconectado. Si esta pandemia nos ha golpeado es precisamente por no haber sabido reparar a tiempo en sus múltiples señales de aviso. Es la prueba palmaria de nuestra letal ceguera histórica y medioambiental, de nuestras fantasías de omnipotencia. Aún estamos a tiempo de corregir un rumbo que se adivina desastroso.

Una de esas vidas cuyo testimonio ilumina nuestro tiempo es la de la senadora italiana Liliana Segre, de 90 años. Como superviviente de las llamadas “marchas de la muerte” realizadas por los presos de Auschwitz y otros campos de exterminio, Segre regaló uno de los discursos más hondos que se han escuchado en la sede del Parlamento Europeo, con motivo del 75º aniversario de la liberación de ese campo. Pronunciadas en enero, a las puertas de lo que iba a suceder pocas semanas más tarde, apenas se prestó atención mediática a las palabras de esa anciana, perteneciente a una generación cuyo arco vital abarca dos de las destrucciones más importantes a las que se ha enfrentado la humanidad en el siglo XX y XXI. No es extraña tal desconsideración: esa generación es precisamente a la que se ha desahuciado y desatendido en esta pandemia, al grito explícito de sacrificar a los débiles que se oyó en Tennessee e implícitamente en el descarte práctico de los mayores en tantos otros lugares.

El deslumbrante discurso de la senadora Segre, recogido en YouTube, contiene tres enseñanzas fundamentales para nuestro futuro. La primera, de carácter histórico, la encontramos al comienzo de su intervención, cuando señala algo inadvertido: las banderas que ondean el Parlamento Europeo representan una unión que no siempre fue así. Hemos dado por descontado equilibrios y alianzas internacionales que costó gran esfuerzo y sangre construir. Hoy corren un severo peligro, hay que apuntalarlas cuanto antes. Con la segunda, un experimento moral de carácter mental, Liliana Segre recuerda a su yo pasado, la niña famélica recién salida del campo de concentración, confesando que hoy, que se ha convertido en la abuela de sí misma, intenta proteger con su memoria histórica tanto a aquella niña como a los que vienen detrás. Nos invita a convertirnos en abuelos de nosotros mismos para hacer de nuestro futuro un tiempo habitable. La tercera, de carácter psicológico, recuerda las marchas de la muerte en las que los prisioneros extenuados no podían detenerse ni apoyarse unos en otros, a riesgo de ser fusilados.

Hoy podemos, y debemos, apoyarnos unos en otros, pero la misma fuerza que guio a aquellos prisioneros es la que hoy nos sostiene: la lucha por poner un pie tras otro, dice Segre, para continuar viviendo, para seguir adelante. Hay que escuchar a las senadoras Segre de este mundo antes de que desaparezca el repertorio de experiencia que de ellas perdura en nosotros. Aprenderlo y transmitirlo a las siguientes generaciones. Nos va la vida en ello.

Alicia García Ruiz es profesora de Filosofía en la Universidad Carlos III de Madrid.

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