Hasta pronto, Marcos de Quinto

Era lunes. Un día antes de que anunciase su despedida de la política. Nos sentamos a solas en la Sala Sagasta del Congreso de los Diputados y, como si fuera su último testimonio político, hablamos de igualdad y de libertad. Porque cualquiera de los dos compartiríamos la frase del "viejo pastor", Práxedes Mateo Sagasta, "yo siempre caigo del lado de la libertad".

No me anunció su salida, no exteriorizó sus posibles dudas, y así demostró que la lealtad y la integridad existen hasta el último instante de la despedida cuando se actúa con honestidad. Mi intuición me llevó a pensar que la decisión se precipitaría en cualquier momento, más por instinto observador que por prueba oral. Es más, le llegué a sugerir que deberíamos volver a vernos para colaborar juntos como actores en una película.

Los dos hemos sido víctimas propiciatorias de amigos directores de cine que nos ofrecieron la oportunidad de disfrutar de la ficción de la claqueta. Y quizá el año en el que hemos compartido fila y tercio en el hemiciclo daría para un guión, un relato de la posverdad política o hasta el diario de un desengaño.

No seré tan necio de interpretar voluntades, y menos las que me son ajenas. Por ello, no puedo ni debo emitir ninguna opinión sobre las razones de su despedida. Sencillamente las desconozco.

Quizá descubrió en algún momento de este breve periodo que los partidos pueden ser coaliciones de personas unidas por un interés común, el propio, y que, por esa estricta e imperturbable razón, todos sus miembros están de acuerdo en todas sus metas y decisiones, en vez de estarlo solo en una parte de ellas.

Quizá pudo llegar a entender que la política puede convertirse en una profesión de fe donde el mecanicismo disciplinario de los partidos ahoga las individualidades y hasta el pensamiento crítico.

Quizá la historia de los partidos en nuestro país se escribe siempre con los mismos renglones torcidos

Quizá pudo comprobar que existen jerarquías intrapartidistas, verdaderas oligarquías patrocinadoras de poder efectivo. Una autocracia camuflada en torno a determinados personalismos que se embosca bajo un concepto de aparente democracia interna.

Quizá entendió que en los partidos políticos pueden existir técnicas de manipulación del poder que confieren una legitimidad a quien las ejerce sin control intelectual alguno.

Quizá tomó conciencia de que en los partidos políticos se enquistan círculos interiores en torno a los líderes, que acaban dificultando el acceso a todo ser ajeno para blindar su posición.

Quizá entendió que en la concentración del poder desprovisto de influencias externas, incluso las positivas, se gestaban rasgos personalistas y descreídos de autoridad, una auténtica autocracia al servicio de sí misma y que acababa centrifugando la inteligencia.

Quizá pudo comprobar que cada partido tiene una genética basada en tres factores, una vez que la ideología es un elemento en decadencia: la penetración territorial, el carisma en la formación del partido y la concurrencia de patrocinadores sociales externos que doten de legitimidad al proyecto.

Quizá comprobó que el exceso de carisma en algunas formaciones políticas se convierte en un acelerador de destrucción del propio partido o que los mismos patrocinadores externos son volubles, porque quizá la única convicción que queda sea la económica lamentablemente. Del carisma al narcisismo, y del narcisismo a la mezquindad de la envidia.

Quizá la historia de los partidos en nuestro país se escribe siempre con los mismos renglones torcidos.

Podía representar esa vieja aspiración de la buena élite de convocar a la política a los mejores

Tampoco seré tan zafio de desvelar las razones por las que se incorporó a la política. No las sé y solo él es dueño de sus actos. Descartada la ganancia personal en términos de supervivencia, pueden existir razones variadas tales como la afección a un líder, la devoción a una organización o el compromiso con ciertas políticas.

No tengo duda tampoco de que no es un caudillista ni un subproducto del clientelismo político. Es más, podía representar esa vieja aspiración de la buena élite de convocar a la política a los mejores, a los que han demostrado su capacidad, a los que han germinado desde el esfuerzo y el riesgo diario, en un país en el que una parte de la sociedad prefiere que no haya ricos antes de que no haya pobres.

Quizá un día comprobó que la gratitud es una virtud escasa en política, y que no existe vieja y nueva política, sino sencillamente buena y mala política.

Quizá en Atlanta, en ese universo de bebida negra con o sin cafeína, se ve a España herida, contraída entre el populismo y el nacionalismo, aterida por la crisis de las alianzas cuyo único fin es la ostentación del poder.

Quizá él como yo, en algún momento, leímos aquella intervención de Sagasta, el de nuestra última comida, cuya transcripción figura en el Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados del 18 de julio de 1901: "El regionalismo tiene una significación desde hace algún tiempo, que a mí, solo la palabra, me subleva los sentimientos de español. /.../ El regionalismo ya no es solo el cascabel de los que pretenden el despedazamiento de nuestra querida Patria, sino que es el cascabel de aquellos locos o malvados que pretenden renunciar a ella, separarse de ella. Contra semejante tendencia, ya lo he dicho en otra ocasión, el partido liberal esta dispuesto a luchar en todo momento, en todo trance, en todo instante, por todos los medios y con todas las armas de que pueda disponer".

La libertad, Marcos, se defiende también y sobre todo fuera del hemiciclo. No dudo que nos volveremos a encontrar.

Mario Garcés es diputado del PP por Huesca, portavoz adjunto del Grupo Parlamentario Popular y coordinador de asuntos económicos.

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