Hasta que no haya más jóvenes

Hasta que no haya más jóvenes en cada una de las concentraciones, homenajes y otras manifestaciones de la repulsa cívica a ETA, estamos perdidos. Llevo años repitiéndome esta monserga, doblemente entristecido en cada gesto de protesta: por la afrenta misma del fanatismo etarra, sí, pero también por la indiferencia que las nuevas generaciones parecen mostrar hacia la cosa pública, hacia la política.

No sé qué dirán los sociólogos pero tengo por una de las herencias principales del Mayo francés -símbolo del movimiento estudiantil que en 1968 brotó en buena parte del mundo- ese idealismo juvenil que hizo trizas las teorías que atribuían a la clase obrera el protagonismo de todo cambio social. La frescura, la alegría, la libertad y la audacia para rebelarse contra el viejo corsé de la moralidad burguesa, así como esa arrogante confianza en que cambiar el mundo era cuestión de proponérselo, han quedado asociadas al aroma florido de ese Mayo del 68 en París, expresión de la contracultura por entonces y punto de partida del creciente protagonismo de los valores juveniles en nuestra sociedad de consumo actual.

Escribo desde la ingenuidad y desde la nostalgia, por supuesto - no saben los esfuerzos que he de hacer para dejar en el tintero los términos más pletóricos, 'divina insolencia' o 'bendita osadía', con los que me tienta aludir a ese aroma de eternidad que despide el compromiso político de los jóvenes-, pero también desde una certeza, la de que sólo la energía de las nuevas generaciones marca el calado de los cambios sociales más profundos. De ahí que la desidia de los jóvenes frente al terrorismo no invite al optimismo. Quizás, por el momento, debamos conformarnos con comprobar cuán radicalmente está cesando la fascinación adolescente por la 'kale borroka', las movidas callejeras y la estética batasuna.

Mentada la parte más lírica del 68 -ya saben, la parejita besándose ante las barricadas- queda por escarbar su parte sórdida, léase, hasta qué punto la mitología revolucionaria del Mayo francés influyó en las organizaciones de extrema izquierda y en la propia ETA. Se ha dicho que las revueltas del 68 marcaron el fin de las grandes ideologías, especialmente el marxismo, y así debió de ser en los países más avanzados, que no en nuestros lares, donde la experiencia movilizadora francesa -de cómo los mensajes revolucionarios de un grupúsculo inteligente podían transformarse en una llamarada arrasadora en cuestión de horas- posibilitó la gran influencia que maoístas, trostkistas, anarquistas e iluminados de todo pelaje tuvieron en los últimos años del franquismo y en los primeros de la Transición.

Y es que siempre que se habla del surgimiento de ETA se mira de reojo al nacionalismo y a las siniestras complicidades que, por activa y por pasiva, alimenta el mundo abertzale. También se da por supuesta la responsabilidad que la represión franquista tuvo a la hora de que amplios sectores de la población legitimaran la violencia antirrepresiva, pero parece que ahí se acaba todo: entre nacionalistas y franquistas se explica al monstruo, como si los marxismos, anticapitalismos y guerrillerismos no hubieran tenido una influencia decisiva en la permanencia del terrorismo etarra.

Y no fue así. No hace falta ser un erudito para recordar los 'apellidos' de ETA. Si fue fatalmente famoso el de 'V Asamblea' fue porque antes hubo una cuarta de donde se desgajó el maoísmo vasco que representaron el MCE y la ORT, y luego hubo una sexta que abrazó el internacionalismo trostkista revitalizado por la LCR francesa. Ese furor marxista que prendió entre los universitarios españoles de los setenta parecía ajeno al etnicismo etarra pero contribuyó enormemente a dar soporte teórico a su violencia política; palabrería de comunicados que nadie lee ahora pero que, en su momento, generalizaron una lógica totalitaria, la del marxismo, por la que el guardia civil asesinado dejaba de ser un ser humano para convertirse en mero miembro de un cuerpo represivo víctima de la lucha de clases. Ustedes me entienden.

Es verdad que ni en sus mejores tiempos tuvo ETA gran altura intelectual ni especulativa. Nos lo recordaba hace unos días Valentín Solagaistua en una impagable entrevista ('El País', 18-5-08) cuando hablaba del 'cojonímetro' como mecanismo determinante de las decisiones etarras, más basado en la potencia testicular del que zanja el debate poniendo el pistolón sobre la mesa que en otro tipo de argumentos. Pero, aún así, no hay duda de que cuando, tras los tristes resultados que obtuvo la izquierda revolucionaria en las primeras elecciones democráticas del 77, se produjo un cierto 'desencanto' que dejó en chasis a las organizaciones marxistas, hubo un respetable número de militantes que prefirió abrazar la causa abertzale antes de resignarse a languidecer en aquellos grupúsculos desprovistos de la aureola heroica de la clandestinidad antifranquista. Las propias organizaciones supervivientes, con sus siglas ya euskaldunizadas (EMK, LKI, etcétera), optaron por hacer del 'problema nacional' el eje del conflicto, visto que el descarnado lenguaje de la lucha de clases no despertaba tanto entusiasmo entre una población razonablemente orgullosa de su nivel de vida.

Supongo que la cuestión de fondo era ésa: abrazar a alguien, encontrar una causa que explicara los sinsabores de la existencia de un modo gratificante. Recuerden los más jóvenes que alguna conexión había entre la nueva fe marxista y la vieja fe religiosa de la que toda una generación parecía haber quedado de pronto huérfana. El caso es que no era difícil desplazar la filiación del pueblo de Dios a la clase obrera y de ésta al pueblo vasco. La cosa era percibir el abrazo de las grandes causas, por perdidas que estuvieran. Lo que fuera. Todo con tal de ignorar la responsabilidad personal, encantados de sentirnos partes de algo que nos explique y nos dé sentido, felices de encontrar en la burguesía o en el Estado español al diablo en el que ya no estaba bien visto creer pero que tan necesario seguía siendo para explicar el Mal, la naturaleza siempre ajena del Mal.

Se diría que hablamos del Pleistoceno, ¿verdad? Y sin embargo en el Bachillerato se sigue estudiando a Marx y cuando algún alumno aventajado pregunta por la influencia que tuvo el marxismo o el 68 francés en el terrorismo etarra no me queda otra que decir que sí, que hubo un tiempo en que los jóvenes estábamos tan entusiasmados por combatir las injusticias sociales que revitalizamos una ideología en declive, el marxismo, que a su vez hizo un cóctel delirante con lo peor del nacionalismo para cuajar en forma de una organización, ETA, que ya lleva cuarenta años amargándonos la vida. Si lo pienso bien, igual es mejor que a los jóvenes siga sin interesarles la política.

Vicente Carrión Arregui, profesor de Filosofía.