Hawking y el problema de Dios

Siempre me han llamado la atención los ateos militantes, especialmente cuando se trata de intelectuales cuyos campos propios de investigación no tienen nada que ver con la filosofía ni la teología. Tal es el caso de Richard Dawkins y Stephen Hawking, dos británicos que han logrado poner el problema de Dios en los titulares en una época en que tal asunto parecía ya irremediablemente relegado a la esfera de lo privado.

Y digo que me llama la atención esa militancia porque, contrariamente a lo que puedan pensar quienes no han ahondado en el problema, es mucho más difícil de justificar el ateísmo que la creencia religiosa. El ateísmo del adolescente rebelde no necesita ni busca justificación más allá de unas premisas simples y generalmente carentes de análisis.

El ateísmo del intelectual, por otra parte, plantea un reto, pero a mi modo de ver es más un reto aparente que real. Según analizamos sus argumentos, vamos descubriendo que se trata también de un posicionamiento personal, y que a veces -como en el caso de Hawking y Dawkins- se vale del culto que rendimos a los científicos para atribuirse de una autoridad de la que carecen sus argumentos.

Ambos, Hawking y Dawkins, saben que racional y filosóficamente hablando la cuestión crucial sobre la que se sustenta la tesis de Dios -tanto para teístas como deístas- es el origen de la existencia o, dicho de modo más simple, el origen del universo. Para Dawkins, esta cuestión en boca de los creyentes es un mantra que le pone nervioso. En el caso de Hawking la cuestión del origen del universo es la punta de lanza de su ateísmo, un problema del que dice tener la solución.

Alfred Hoyle, otro prestigioso científico, también ateo militante, y también británico como Hawking y Dawkins, montó a mediados del siglo pasado su campaña personal contra lo que él veía como una teoría con un claro trasfondo religioso: el big bang, pues dicha teoría parecía indicar que el universo había surgido instantáneamente de la nada en un acto de creación. Era, además, demasiada casualidad que la teoría fuera propuesta ni más ni menos que por un sacerdote católico (George Lemaître). Hoyle hacía de burla la teoría en entrevistas y conferencias llamándola, «el petardazo» (big bang). Cuando Einstein y Hubble confirmaron la existencia del big bang Hoyle tuvo que tragarse sus palabras.

Hoy sabemos con certeza que el universo tiene una edad que ronda los 13.800 millones de años, y que al igual que todo lo que tiene una edad tuvo un comienzo. Y, como todo lo que tiene una edad y un comienzo, antes de ese comienzo no existía. Si todo lo que existe es el universo y antes de su nacimiento no existía sólo nos queda la nada.

La nada es un concepto difícil de entender, hasta el punto de que sólo nos es posible comprenderlo por aproximación. Imaginemos una persona que pudo existir pero que no existe. Imaginemos, por ejemplo, que en vez de casarse con Doña Sofía, el Rey Don Juan Carlos se hubiera casado con otra mujer, de modo que hoy en vez de ser Felipe VI el Monarca lo fuera Isabel III. ¿Quién es Isabel III? ¿Quién es esa mujer que pudo existir pero no existió? ¿Podemos esperar algo de ella? Esa persona que pudo existir pero que no existe es lo más cercano a la nada que podemos imaginar, excepto que es mucho más real que la nada porque su existencia es al menos potencial e imaginada, y eso de por sí es ya una forma de existencia. Cuando se trata de la nada ni siquiera eso es posible. No hay nadie para imaginar nada, ni ninguna posibilidad de existencia. De la nada no sale nada. En la nada -cuando sabemos de lo que estamos hablando- no hay nada posible, ni la fluctuación cuántica que propone Hawking, ni nada.

Hawking, Dawkins y cualquier persona sabe por experiencia que cualquier cosa que existe necesita una causa, y más aún cuando lo que existe es una cosa tan grande como el universo. Claro, también podemos abandonar la racionalidad y entregarnos a especulaciones místicas, o tararear el mantra de que con el tiempo la ciencia averiguará y resolverá todo. Pero eso ya es una cuestión de fe. Es tratar a la ciencia como una religión. O, para ser precisos, como una superstición, pues la ciencia es una abstracción, no es un ser que pueda prometer nada ni justificar nuestra fe en él. Otras teorías como los multiversos o universos paralelos son pura especulación -ciencia ficción, en el más estricto sentido de la expresión- que no resuelven el problema del origen de la existencia.

Dawkins afirma que Dios posiblemente existe, aunque probablemente no. Hawking, más filosóficamente superficial, es más radical en su ateísmo y afirma categóricamente que Dios no existe. En su superficialidad filosófica dice tener la solución al misterio de la existencia. Vive su espejismo como otros científicos del pasado, sin caer en la cuenta de que lo que ayer parecía verdad final y absoluta hoy es un chiste, y lo que a los ojos del científico hoy parece verdad al final será el chiste de mañana.

Hawking dice sentirse inspirado por los ilustrados David Hume e (indirectamente) John Stuart Mill, y por Bertrand Russell, que predijo que para finales del siglo XX, una de dos, el planeta estaría regido por un Gobierno mundial o habría sido destruido del todo en una guerra nuclear.

El otro asunto al que se siente impelido a dar respuesta el ateo es la existencia de los milagros. Dejando de lado la cuestión de qué causa dichos fenómenos, tan prominentes particularmente en el contexto del catolicismo, tan sólo el ingenuo o el malinformado niega la existencia de dichos eventos o insiste en la idea de que detrás de los milagros sólo hay supercherías y malentendidos. Hume, en un patético ejemplo de mala filosofía, nos proporcionó lo que generalmente se considera el test clásico para los milagros (test diseñado para que ningún milagro lo pase).

Hume define el milagro como una «violación de las leyes de la naturaleza». Como hombre del XVIII que era, al no existir los adelantos tecnológicos de hoy día, la veracidad de un milagro la basaba en el grado de fiabilidad del testimonio de un número suficiente de hombres (no de mujeres) de gran altura intelectual y moral y para quienes mentir o exagerar fuera tan impensable que el hacerlo (mentir o exagerar) fuera algo más milagroso que el milagro que están reportando. Sólo en ese caso estaríamos justificados en creer el milagro que nos cuentan, por ser el menor milagro de los dos y el más cercano a la normalidad.

El test de Hume es un test falaz pues, por su propia definición, una mentira, la diga quien la diga, nunca constituirá una violación de las leyes de la naturaleza, y por tanto esa premisa invalida el test.

Bertrand Russell, otro gurú de Hawking y compañía, nos cuenta, ya en edad avanzada, cómo a los 18 años resolvió de una vez y para siempre el problema del origen del universo (y al mismo tiempo el problema de Dios) cuando leyó en la autobiografía de John Stuart Mill que si el universo necesita un principio, entonces Dios también, lo que nos llevaría a una regresión infinita de dioses. De lo que concluye que mejor quedarse simplemente con el universo.

Patético ejemplo también el de Bertrand Russell pues evidentemente cuando se afirma que Dios es «sobrenatural» lo que se quiere decir es que no está sometido a las leyes de la naturaleza. Nadie pregunta cuánto pesa Dios ni cuánto mide... ni cuándo nació. Esas son preguntas que tienen como referente objetos naturales.

La mayor hazaña del hombre es haber hecho una excursión de ida y vuelta a la luna. Ese poder humano es infinitamente pequeño en comparación con el Poder que ha creado la luna, el sistema solar y todas las galaxias. Si el intelecto de ese Poder es comparativamente gigantesco, el ser humano sólo puede relacionarse con Él mediante la fe.

Juan A. Herrero Brasas, profesor de Ética Social en el Departamento de Estudios de Religión de la Universidad del Estado de California (Northridge).

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