¿Hay alguien más?

Hay un chiste de Eugenio, bien conocido y algo irreverente, que siempre me gustó. Un excursionista, víctima de un resbalón cuando camina por la montaña, cae por un precipicio. En el último momento, consigue agarrarse a una rama, al borde mismo de la roca. Pataleando en un inmenso vacío, empieza a gritar, con voz angustiada: «¿Hay alguien por ahí que pueda ayudarme?». Tras unos cuantos gritos, una voz de resonancia sobrenatural contesta: «Soy tu Creador y vengo a auxiliarte. Abre las manos y déjate caer. No te preocupes, yo extenderé para ti un manto protector y te depositaré con cuidado, sano y salvo, en tierra». Enmudece el excursionista durante unos segundos, y luego vuelve a gritar con desesperación: «¿Hay alguien más?».

Regresó el chiste a mi memoria hace unos días, con ocasión de un seminario sobre riesgos globales que me impulsó a reflexionar sobre la crisis que nos aqueja y las percepciones que suscita. Una de ellas es, precisamente, la agudización generalizada de la sensación de riesgo. Una gran mayoría nos percibimos más vulnerables que antes. Algunos, por haber recibido el impacto de la crisis directamente, perdiendo el trabajo o viendo reducirse los ingresos, o tal vez teniendo que poner fin a un proyecto empresarial. Otros, por haberlo vivido de forma indirecta, a través de un familiar despedido o experimentando la dificultad de los hijos para colocarse después de sus estudios.

Las más de las veces, esta percepción incrementa en nosotros la necesidad de protección. La masiva reacción contraria a la reforma laboral o a la del sistema de pensiones son dos buenas muestras de este temor a la pérdida de aquello que nos defiende de un entorno amenazador. Lo malo es que eso significa apostar por mantener unas seguridades formales (el coste legal del despido, la edad establecida de jubilación) que no es nada seguro que nos protegieran si el viento de la crisis se transformara en vendaval y -toquemos madera- hiciera económicamente inviable la empresa en la que trabajamos o vaciara las arcas de la Seguridad Social. Sería como querer parapetarse de un tornado cobijándose en una tienda de campaña. Sin embargo, ¿cómo renunciar al calor de lo conocido -por precaria que sea la protección que nos brinda- justamente cuando fuera, a la intemperie, un viento frío sopla más fuerte que nunca?

Dicen que la crisis está compuesta de oportunidades y amenazas, y es verdad. Lo malo es que las amenazas son próximas y tangibles, como la fragilidad de la rama a la que estamos agarrados y el peligro de despeñarnos por el precipicio, mientras que las oportunidades son remotas e inciertas, como la posibilidad de que alguien nos recoja sin daño al final de un vuelo en el vacío. Por eso, la incertidumbre sobre el futuro que caracteriza a la crisis estimula en mayor medida en nosotros la decisión de quedarnos quietos que la de movernos. Y el problema es que, hablando en términos colectivos, solo moviéndonos saldremos con bien de esta.

Le decía la reina roja a Alicia, en la obra célebre de Lewis Carroll, que en su país había que correr mucho para permanecer en el mismo sitio. Hoy, eso es verdad también para nosotros. Defender lo esencial de nuestro modelo social, de nuestro bienestar común, nos obliga a movernos rápido, a invertir en cambios que no siempre son fáciles porque hacen desaparecer cosas que nos dieron seguridad en el pasado. Por eso, hemos empezado a hablar todo el tiempo de innovación. La palabra suena bien, pero seamos conscientes: innovar quiere decir estar dispuesto a cambiar sin tener la plena seguridad de que todos los cambios van a salir bien. Innovar obliga a tomar la decisión de moverse en un contexto de incertidumbre, en el que las apuestas son altas y el acierto no está asegurado. Nada es tan contrario a la innovación como la aversión al riesgo, y, como vemos, esta aversión, el temor a moverse, es, también, subproducto espontáneo de la misma crisis.

¿Cómo se puede resolver esta contradicción? A falta de una respuesta categórica, muchos buscan la respuesta en el liderazgo. De hecho, tanto la literatura científica como la iconografía del liderazgo se han alimentado de las crisis. Ahora bien, ¿qué clase de liderazgo necesitamos? Si volvemos al chiste, parece claro que solamente una fe ciega e inconmovible impulsaría al excursionista a seguir a la voz que le impulsaba a soltarse. Pero no parece muy probable que existan liderazgos terrenales en los que depositar una confianza así. Nadie conoce todas las respuestas ni tiene la garantía de las soluciones. Por eso, en contextos críticos las proclamaciones de supuestos líderes carismáticos, superiores, excepcionales, no suelen conducir -la historia es, en eso, concluyente- a nada bueno.

Será mejor que sigamos preguntándonos si hay alguien más, alguien capaz de ofrecer, más que salidas, caminos razonables para buscarlas entre todos.

Francisco Longo, director del Instituto de Gobernanza y Dirección Pública de Esade.