Hay jueces, Presidente

José Luis Rodríguez Zapatero está provocando en la cohesión del sistema muy severos riesgos que repercuten en su estabilidad. Nunca antes se había contemplado en el devenir político español una colisión tan grave entre el Gobierno y la Fiscalía y los Tribunales de Justicia. El «caso Otegi» es tan lacerante -o más- que el «caso De Juana» porque si en la excarcelación del terrorista el Gobierno mostró de modo directo y sin tapujos su fragilidad política y su debilidad ética, en la absolución forzada por el decaimiento de la acusación fiscal en la vista oral contra el dirigente batasuno, el Ejecutivo ha utilizado -en el peor sentido del término- al Ministerio Fiscal para subordinarlo a sus objetivos políticos. Y lo ha hecho hasta tal punto que la conducta del fiscal, que siguiendo las instrucciones de sus superiores abdicó en el ejercicio de la acción penal, podría ser valorada, incluso, desde una perspectiva no sólo moral sino también penal.

El tribunal que hubo de absolver a la fuerza a Otegi pudo decirlo más alto pero no más claro: existía prueba más que suficiente para condenar al imputado por un delito de enaltecimiento terrorista tipificado en el artículo 578 del Código Penal. No es el Partido Popular, no es un medio de comunicación antigubernamental, no es un contradictor político del Gobierno socialista quien afirma que Otegi debió ser condenado por el delito que inicialmente le atribuyó el fiscal: lo asegura sin ambages el propio tribunal al que la acusación pública impidió dictar una condena como era de rigor.

Las reacciones -estas sí, histéricas- del propio Fiscal General del Estado y del Gobierno, tratando de impugnar estas claras afirmaciones de la sección cuarta de la Audiencia Nacional, sosteniendo que implican desde una «dejación de funciones» de la Sala hasta un «exceso de jurisdicción» del tribunal, delatan no sólo la subordinación de la Fiscalía al Gobierno y la utilización de aquella por éste, sino también la pérdida del imprescindible sentido de la responsabilidad institucional exigible a una y a otro.

Sin embargo, se ha demostrado que en este país hay jueces que no permiten ni actitudes chulescas como las de Otegi -el tribunal ordenó su detención y traslado a Madrid y celebró la vista oral fuera de los horarios habituales pero en la fecha señalada-, ni están dispuestos a callar ante la omisión de funcionarios públicos que, en contradicción con su misión esencial en el Estado de Derecho, acatan ordenes jurídicamente inasumibles y éticamente aborrecibles.

Los terroristas pretenden la llamada «territorialidad» y la «autodeterminación», pero, por encima de todo, la impunidad, es decir, la inacción de los tribunales de justicia de tal manera que sus delitos -sean de sangre o de otra naturaleza terrorista- queden sin sanción alguna. La pretensión etarra parte de una lógica según la cual los asesinatos, las extorsiones y los secuestros forman parte de los instrumentos bélicos de una confrontación legítima con el Estado español. Esa lógica perversa -que es la que impulsa la negociación política entre ETA y el Gobierno- es la que ha interiorizado también Rodríguez Zapatero, que cede para «evitar males mayores» y ablandar así a los terroristas. Haber mantenido en prisión a De Juana y que hubiese fallecido -cosa harto improbable- habría provocado una nueva reacción criminal en la banda terrorista, de ahí que su excarcelación nos haya ahorrado, seguramente, alguna víctima; y de haber condenado a Otegi, ETA podría haber argüido un «acoso» judicial que le serviría de coartada para un atentado. El Gobierno, excarcelando a uno y levantando la acusación contra el otro, cree haber evitado la eventual reacción asesina de ETA. Esta es la lógica de cesiones en la que se ha instalado el Presidente y en cuyo desarrollo los terroristas llevan todas las de ganar.

Pocas horas después de la degradante absolución de Otegi, los voceros de Batasuna recordaban a Rodríguez Zapatero sus «compromisos firmados» previos al «alto el fuego permanente» de marzo de 2006, sin que mediase desmentido o refutación convincente de su existencia -no lo fue la vicepresidenta primera del Gobierno al intentarlo-. Por el contrario, la percepción de que esos compromisos han sido suscritos se convierte en certeza moral -a reserva de que los terroristas venteen pronto la textualidad de los acuerdos- al comprobar de qué manera el Gobierno incurre en indignidades e incurias políticas y éticas. El Presidente está atrapado con el Fiscal General del Estado en un proceso laberíntico y, con ambos, todo un enorme tinglado político y mediático absorbido por una energía moralmente negativa que les impone, para sostenerlo, un discurso y unas decisiones que sólo aplauden los nacionalismos segregacionistas y rechazan -o contemplan con perplejidad- los millones de ciudadanos que creen que la ley está para ser cumplida, los impuestos para ser pagados, la autoridad para ser reconocida, los tribunales para dictar sentencias, los fiscales para instar la aplicación de sanciones a los delincuentes, la Policía para detenerlos, y todos, para contribuir a que la paz se asiente en la libertad arbitrada por la ley justa dictada por los representantes de la soberanía nacional en un Estado que consagra la separación de sus tres poderes.

Toda esta lógica la ha roto de un manotazo el Presidente del Gobierno y sólo cabe ya -demostrado ha quedado- confiar que los jueces en su función jurisdiccional, en cuyo ejercicio son independientes e inamovibles, contengan la arbitrariedad gubernamental y restablezcan la vigencia de la ley penal y no permitan que se consume la impunidad que los terroristas pretenden. Queda la esperanza también de que los funcionarios del Ministerio Fiscal activen la limitada capacidad de reacción que su Estatuto orgánico les autoriza frente al despotismo jerárquico de sus superiores y que vaya acreciendo, con el sostén de los intelectuales comprometidos con las libertades como los que el viernes se plantaron ante el Ministerio de Interior, un cuerpo social que genere una reactividad que imposibilite la arbitrariedad gubernamental.

Hay jueces en España, y fiscales y ciudadanos activos y sensibles a la deriva por la que se desliza la vida pública española. Y deben hacerse notar. Porque la política de Rodríguez Zapatero sólo es posible en la medida en que se produzca un vaciamiento moral y un desistimiento democrático de las instancias institucionales y sociales. La recuperación de la conciencia de la dignidad política es incompatible con el adanismo y el buenismo del Presidente del Gobierno, pero también con los discursos equidistantes, con los guerracivilistas y con los obcecados e ignorantes. No juega aquí la dicotomía izquierda-derecha. Por el contrario, lo mejor de la derecha democrática y de la izquierda que también lo es, reside en su coincidencia radical en el blindaje de la discrepancia dentro de unos límites infranqueables fuera de los cuales la ley ha de caer con todo su peso sobre aquellos que la infringen. Traspasada esa frontera -la ley democrática- sólo existe un abismo del que las togas judiciales nos han de librar por mandato constitucional.

Hay jueces, Presidente. Introduzca esa variable en sus erráticos planes y no intente sortear la garantía que esos servidores públicos constituyen. Porque sin la garantía judicial se pasa de la democracia al despotismo. Y no estamos en la Venezuela de Chávez.

José Antonio Zarzalejos, director de ABC.