¿Hay margen para un nuevo pacto?

La búsqueda de una salida al problema planteado por el sobrevenido soberanismo catalán ya está en marcha. Se inició con el encuentro entre los nuevos secretarios generales del PSC y del PSOE, Miquel Iceta y Pedro Sánchez, siguió con el del propio Iceta con Artur Mas, y el posterior de Sánchez con Rajoy, dos días antes de la entrevista de hoy en La Moncloa entre ambos presidentes. Estos contactos se encadenan con cierto orden en el sentido de propiciar un acuerdo entre los actores de los que depende principalmente esa salida. Para que Rajoy pueda plantear a su interlocutor (o aceptar de él) alternativas al menos negociables tiene que contar con el aval de los socialistas españoles, y estos con el de los socialistas catalanes.

Su nuevo líder, Iceta, ha planteado la propuesta de una negociación de la Generalitat con el Gobierno central de una reforma autonómica basada en tres elementos: reconocimiento de Cataluña como nación; pacto fiscal solidario y blindaje de las competencias en lengua y cultura. El resultado de esa negociación sería ratificado en referéndum por la población de Cataluña. Se supone que si algunas de las reformas estatutarias desbordase el marco de la Constitución sería necesario abordar antes una reforma de la misma, que habría de ser ratificada por las Cortes (y por el conjunto de los españoles en referéndum si afectase a contenidos esenciales).

¿Hay margen para un nuevo pacto?La propuesta de empezar por un reforzamiento del autogobierno catalán en los términos expresados por Iceta recuerda a la planteada en su momento por el democristiano y expresidente del Parlament Joan Rigol como base de un pacto al que invitaba a sumarse al PSC; e incide en algunos de los temas (mayor reconocimiento de los hechos diferenciales de las nacionalidades, mayor autonomía fiscal, pero con aportación a la solidaridad) planteados por el PSOE de Rubalcaba entre las propuestas de reforma constitucional en sentido federal aprobada por su Comité Territorial en Granada (julio de 2013).

La principal diferencia entre el PSC y el PSOE ha venido siendo que el primero plantea como una cuestión de principios la celebración de una consulta de autodeterminación, que no admite Ferraz. Pero el planteamiento de Iceta (“no habrá solución sin consulta”, pero no sobre la independencia, sino de ratificación de las reformas planteadas), permite un acercamiento de posiciones extensible a sectores moderados de CiU.

Solo acercamiento porque los puntos planteados por Iceta son más que problemáticos. Reconocer que Cataluña es una nación remite al que fuera debate más ardoroso en las Cortes constituyentes: el de la inclusión del término nacionalidades, al que se oponía el Gobierno de entonces bajo presión de los poderes fácticos y amenaza de ruptura interna, y que estuvo a punto de quebrar el consenso constitucional. Se trataba para la oposición de izquierda y nacionalista de evitar la equiparación de Cataluña y el País Vasco, y también Galicia, con las regiones sin personalidad lingüístico-cultural diferenciada. El acuerdo logrado in extremis fue mantener el término nacionalidades en el artículo 2 a cambio de introducir una referencia a la “nación española” como “patria común e indivisible de todos los españoles”.

Con lo que se distinguía entre la nación, España, y las nacionalidades que formaban parte de ella, pese a que la mayoría de los expertos admitían que nación y nacionalidad designaban sustancialmente la misma realidad política, diferenciada a su vez de la noción más bien administrativa de región.

En su ultimo libro (Fuego y cenizas, Taurus, 2014) Michael Ignatieff, el escritor y académico canadiense que compitió con Stéphane Dion por el liderazgo del Partido Liberal, autor de obras esenciales sobre conflictos étnicos, rememora el agrio debate suscitado en plena campaña por su respuesta a un periodista que le había preguntado si Quebec era una nación: “Por supuesto que lo es”, dijo, si bien de ello no se deducía un derecho a tener su propio Estado. La polémica tuvo un inesperado desenlace: el primer ministro conservador Stephen Harper se apropió de la idea e hizo aprobar una moción parlamentaria en la que se reconocía que los quebequeses constituían “una nación en el seno de un Canadá unido”.

El nacionalismo podría hoy definirse como la ideología de quienes creen que a toda nación le corresponde su propio Estado; es decir, que creen en el viejo principio de las nacionalidades. La autodeterminación nació como procedimiento para democratizar ese principio, supeditando su aplicación a una votación que ratificase el deseo de independencia. Pero en los últimos decenios el procedimiento se ha convertido para los nacionalistas en un derecho en sí mismo: la pasada primavera, Artur Mas se dirigió a las instituciones europeas pidiendo ayuda para hallar una salida “en la que todos ganemos”, que pasaba necesariamente por la realización de la consulta por la independencia. El argumento del president fue desafiar a esas instituciones a “demostrar que Cataluña no es una nación”. Hay un derecho inmanente a toda nación que no necesita justificación; basta con demostrar su condición de tal.

“Lo que yo rechazaba del separatismo”, escribe Ignatieff, “no era el orgullo sobre la nacionalidad, sino la insistencia en dotarse de un Estado, la creencia en que los quebequeses debían elegir entre Quebec y Canadá”, lo que “muchos” de ellos “siempre habían rechazado porque sentían lealtad hacia ambas (...). Que los separatistas les obligaran a elegir una única parte de sí mismos equivalía a una especie de tiranía moral”.

Tanto Dion como Ignatieff han reiterado ese argumento cada vez que han visitado España en los últimos años: un territorio con ciertas características singulares puede calificarse de nación o nacionalidad, pero dos naciones pueden compartir un mismo Estado y el considerarse tales no implica sin más el derecho a separarse y formar un Estado nuevo.

Quienes aman el mar tan solo por sus tempestades están encantados con que el encuentro de hoy entre Rajoy y Mas se considere condenado al fracaso ante la imposibilidad de cuadrar la negativa del uno a autorizar la consulta sobre la independencia y la del otro a renunciar a ella. Pero ocurre que a medida que se acerca la fecha de su hipotética celebración aumenta entre sus promotores el vértigo del día siguiente; ese “terreno desconocido” en que se entraría tras un resultado que convertiría en derrotados sobre un tema vital a la mitad de los ciudadanos. Y ese vértigo ha llevado a Mas a admitir que pregunta y fecha podrían cambiarse si ello fuera condición para que la consulta se celebre.

No significa que Mas acepte una alternativa a la autodeterminación, pero poder debatir sobre las preguntas encadenadas previstas abre un cierto margen para la negociación. Pues permite devolver al referéndum su función en un sistema representativo. No decidir entre dos posiciones enfrentadas y radicalmente excluyentes, sino ratificar el posible acuerdo entre las partes. Un sondeo de fines del año pasado (EL PAÍS, 3-11-2013) indicaba que si entre la independencia y el statu quo actual se incluía una tercera opción de más autogobierno, el voto secesionista catalán bajaba del 46% al 31%.

Que haya cierta coincidencia en los temas esenciales sobre los que versaría la negociación (la financiación o la lengua, por ejemplo) no significa que hayan de aceptarse, sino discutirse. Y que CiU admita que la consulta debe ser legal y pactada abre una ventana de oportunidad para articular un nuevo pacto que sería irresponsable no explorar. Para Rajoy no se trata de renunciar a defender la existencia de límites legales y constitucionales, sino de añadir a esa postura de firmeza la oferta de una consulta que fuera legal y pactada de ratificación del acuerdo alcanzado.

Entre otras cosas porque a veces sucede lo inesperado y lo que parecía imposible deja de serlo. Por ejemplo, que el giro hacia el soberanismo de Mas y los suyos se quede sin su principal avalista, Jordi Pujol, tras confesar que durante 34 años ha tenido cuentas opacas en paraísos fiscales.
Patxo Unzueta

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