Hay plan B, pero el rey está desnudo

«Procederá la declaración de los estados de alarma, excepción o sitio cuando circunstancias extraordinarias hiciesen imposible el mantenimiento de la normalidad mediante los poderes ordinarios de las autoridades competentes». Así comienza la Ley Orgánica 4/1981, de los estados de alarma, excepción y sitio (artículo 1.1). ¿Concurren circunstancias extraordinarias que hacen imposible el mantenimiento de la normalidad mediante los poderes ordinarios? Es la pregunta con la que el Gobierno y el Congreso se deben interrogar antes de declarar cualquiera de los estados. La respuesta tiene dos partes: existencia de circunstancias extraordinarias e insuficiencia de los poderes ordinarios.

El Gobierno sólo habla de la primera, y la ilustran dramáticamente con los muertos pasados, presentes y futuros. ¿Y la segunda parte? ¿son suficientes los poderes ordinarios para el mantenimiento o el restablecimiento de la normalidad? Porque, como dispone el segundo apartado del mismo artículo 1, «las medidas a adoptar en los estados de alarma, excepción y sitio, así como la duración de los mismos, serán en cualquier caso las estrictamente indispensables para asegurar el restablecimiento de la normalidad. Su aplicación se realizará de forma proporcionada a las circunstancias» Según el Gobierno, no. Que no puede restablecer la normalidad sirviéndose de los poderes ordinarios. Que necesita de las dos consecuencias principales de la declaración del estado de alarma: el mando único del Gobierno y la restricción de derechos. La primera afecta a la normal ordenación y distribución de competencias entre el Estado central y las comunidades autónomas. La segunda, a todos los ciudadanos, enfermos y no enfermos, a los que no sólo se nos han restringido los derechos si no suspendidos. Ilustres juristas están alzando su voz contra el abuso. El lunes, en las páginas de este periódico, la fiscal del Tribunal Supremo, Consuelo Madrigal, denunciaba la sociedad cautiva, el estado de excepción encubierto: el estado de alarma no permite la suspensión de los derechos.

Sin embargo, el Gobierno, con su proceder, está poniendo en cuestión estas dos consecuencias del estado de alarma. Por un lado, ha admitido la «cogobernanza» con las comunidades autónomas (Orden SND/387/2020, de 3 de mayo) y, por otro, la desescalada improvisada, caótica y sin criterio, muestra que la restricción de los derechos es más fruto de la arbitrariedad (pasear con perros, no con niños; un mayor con tres niños, pero no dos mayores con un único niño; una hora y un kilómetro, ¿cómo se va a controlar?…) y la conveniencia (se pasa del 30% al 50% de la superficie utilizable por los establecimientos por la queja de los empresarios). La única coordenada es la minimización del daño político-electoral. Y la mentira, convertida en activo político. No es una rémora; no es un peligro, sino un argumento. No hay fake news, hay fake arguments. Desde las mascarillas, los tests hasta la contratación de proveedores. Hemos conocido en la contratación pública casos de escándalo que alimentarán durante años las páginas de información, las de investigaciones judiciales y las sentencias penales.

Ahora bien, ni la Ley de Seguridad Nacional (Ley 36/2015, de 28 de septiembre), ni las leyes de salud pública (Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril, de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública; y Ley 33/2011, de 4 de octubre, General de Salud Pública) habilitan ni el mando único, ni la restricción general de derechos, regulando, incluso, actividades económicas y sociales; no limitándose a prohibirlas, sino fijando el cómo se han de desarrollar. La primera, porque se refiere exclusivamente a supuestos de seguridad (Sentencia del Tribunal Constitucional 184/2016, de 3 de noviembre) y las segundas a los de salud pública, a los enfermos y a los posibles contagios. No se podrían extender más allá del alcance que las propias leyes establecen. No obstante, podrían ser suficientes en la presente situación de pandemia. Pero el paso de la situación de excepcionalidad a la de normalidad exige planificación. El Gobierno nos presenta un «plan para la transición hacia una nueva normalidad», pero lo es de evolución entre distintas fases dentro del estado de alarma, no de transición del estado de alarma al de pleno disfrute de derechos. Necesitamos un plan para poner fin al estado de alarma, no para prolongarlo indefinidamente, y gestionar el virus en el escenario de la normalidad.

La recalcitrante defensa del estado de alarma por el Gobierno («no hay plan B») lo es de una situación de anormalidad institucional, de restricción generalizada de los derechos hasta extremos insoportables, sin sostén suficiente en la legalidad constitucional. Además, reforzada por un chantaje inadmisible como es el de asociar ilegítimamente las medidas dirigidas a afrontar la crisis sanitaria con las de la crisis económica, cuando son distintas y de distintos fundamento e instrumentación jurídicos.

Habría que recordar lo que es escandalosamente obvio, mientras que la gestión de la crisis sanitaria depende del Real Decreto de estado de alarma (Real Decreto 463/2020), la de la crisis económica, de sucesivos Reales Decretos Ley (Reales Decretos 6/2020, 7/2020, 8/2020, 9/2020, 10/2020…). Sin embargo, el Gobierno ha establecido una irrazonable dependencia de las medidas de solidaridad social del mantenimiento de la declaración del estado de alarma. Muchas de las medidas (moratoria hipotecaria, alquileres, no interrumpibilidad de suministros energéticos, ERTE…) se han vinculado formalmente a la vigencia de la declaración. Así, por ejemplo, la «prestación extraordinaria por cese de actividad para los afectados por declaración del estado de alarma para la gestión de la situación de crisis sanitaria ocasionada por el Covid-19» (artículo 17 del Real Decreto Ley 7/2020) la perciben los trabajadores autónomos, pero sólo mientras esté vigente el estado de alarma, como si sus penalidades terminasen en ese momento. No debería ser así. Es más, si pensamos en términos de cultura política, no parece razonable asociar una situación institucional excepcional de restricción de libertades a otra de solidaridad. La solidaridad no se debe cocinar en el fuego de la libertad. Al contrario: debe ser su máxima expresión.

Por último, aflora con extraordinaria crudeza un mal de nuestro Estado de las autonomías. El Estado social está en manos de las comunidades autónomas, fruto de que gestionan sus piezas esenciales (educación, sanidad y dependencia), pero tal grado de descentralización debe acompañarse de organización y funciones en manos del Estado central para atender a lo que es común, al interés general de España. Como no las hay, todo depende de la buena voluntad de los gestores autonómicos. Es de una ingenuidad infantil sostener, como se hace en la Orden SND/387/2020, que en el «proceso de gobernanza conjunta o cogobernanza con las comunidades y ciudades autónomas, ambas instituciones actuarán en permanente diálogo bajo los principios de cooperación y colaboración». Sabemos del grado de deslealtad de algunos, como los secesionistas catalanes, que se dedican a lanzar proclamas separatistas, dirigidas a sus hiperventilados seguidores con patrañas que no aguantan ni la más mínima revisión fáctica, para aprovecharse de las presentes circunstancias.

Si la declaración de los estados de alarma, excepción o sitio ha de proceder cuando circunstancias extraordinarias hiciesen imposible el mantenimiento de la normalidad mediante los poderes ordinarios de las autoridades competentes, tal vez, el problema radica no sólo en las circunstancias extraordinarias sino también en los poderes ordinarios; no está sólo en el virus cuanto en los poderes. Porque durante 40 años se ha olvidado que lo ordinario debería ser contar, por ejemplo, con una alta inspección del Estado, también, en el ámbito sanitario para afrontar situaciones como la presente. El Estado de las autonomías no debería ser una confederación de sistemas educativos, sanitarios y de dependencia. El virus ha vuelto a desnudar a nuestra organización territorial del Estado. El rey está desnudo.

Andrés Betancor es catedrático de Derecho Administrativo de la UPF.

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