«Hay que cerrar EL MUNDO»

Javier Gómez de Liaño es abogado y magistrado excedente (EL MUNDO, 30/08/05).

¡Hay que cerrar EL MUNDO! Según mis fuentes -todas de acreditada solvencia-, esto fue lo que dijo, con tono casi vociferante, un miembro del ministerio público momentos antes de que la fiscalía decidiera pedir al juez que requiriese al director de este periódico para que, con el apercibimiento de que de no hacerlo podría incurrir en un delito de desobediencia, en menos de 24 horas depositase en el juzgado los documentos del sumario por el atentado del 11-M que obrasen en su poder.

En este punto, me parece que algo ha fallado en el engranaje judicial. Lo digo como lo siento. Tengo por el juez Del Olmo una alta consideración y no es menor mi aprecio. Sin embargo, con esta providencia no creo que su señoría se haya anotado un acierto. Habrá podido actuar con una independencia que le honra, pero me parece que ha caído en el pecado de ingenuidad al aceptar una petición del fiscal muy pasada de rosca. Buena prueba de ello es que otros periódicos, a rebufo de EL MUNDO, han publicado muchos particulares del mismo sumario, sin que a ninguno de sus directores se les haya exhortado en semejantes términos. Aparte de que la primera señal de que la Justicia es justa es la de no hacer distingos, me permito recordar que el derecho a comunicar o recibir libremente información veraz -artículo 20 CE- lo es de los ciudadanos, que en ese derecho los periodistas desempeñan el papel de intermediarios y que para realizar su tarea el secreto profesional es una herramienta imprescindible.

¡Hay que cerrar EL MUNDO! Esto fue -aquí sólo tengo sospechas- lo que debieron de pensar la colección de magnates económicos -ruego al editor que no me duplique las enes ni me trastabille las aes- que, a distancia y en cuadrilla, diseñaron una operación de «ingeniería financiera» -las comillas son intencionadas- para hacerse con el control del grupo RCS, principal accionista de EL MUNDO. Afortunadamente, la operación se abortó a tiempo y la cosa no ha pasado a mayores. Hoy, por hoy, sólo me interesa dejar constancia de la gran satisfacción que siente el lector de este periódico al comprobar que sigue siendo leal y honesto consigo mismo y con sus destinatarios. A un periódico no se le puede querer parar los pies por publicar noticias ciertas ni ser objeto de la presión de grandes empresas ni coaccionar por el poder del dinero.

¡Hay que cerrar EL MUNDO! Esto lo que se proponían -estoy convencido de ello- quienes el 13 de agosto pasado, capitaneados por un diputado de Ezquerra Republicana de Cataluña, llamado Joan Puig, invadieron la casa de Pedro J. Ramírez, en Mallorca.

Antes de continuar, quede constancia de que, no obstante mi actual profesión, con este comentario, no ejerzo de acusador particular del señor Puig. Por supuesto, tampoco de abogado defensor. Doctos fiscales y magistrados tiene el Tribunal Supremo, que es a quien compete pronunciarse sobre la querella presentada contra el parlamentario y el resto de los invasores, por los delitos de allanamiento de morada, coacciones, manifestación ilegal, lesiones y amenazas.

Hecha la anterior aclaración, confieso que cuando me enteré de la fechoría, lo primero que pensé es que se trataba de una gamberrada propia de ociosos de agosto o de vagos aburridos. En La vida de Marcos Obregón, se nos previene de que el ocio es un germen de toda suerte de males y que el ocioso siempre piensa en hacer el mal. Sin embargo, una vez que conocí ciertos particulares del asalto e irrupción domiciliaria, enseguida pensé que la historia se repetía. Como ocurrió en 1997 con el atentado a su intimidad, de lo que se trataba -son palabras de la sentencia de la Audiencia Provincial de Madrid que condenó a sus autores- «era de atacar a Pedro J. Ramírez como respuesta al tratamiento informativo de determinadas noticias y a la línea editorial del periódico que dirige». La piscina era el pretexto, como lo era que la Ley de Costas garantice el derecho de paso de los ciudadanos por el litoral que bordea el mar. Lo que Joan Puig y los bárbaros que le acompañaban pretendían era amedrentar al periodista, atentando gravemente a la libertad de expresión.

Ante un hecho como éste, la invasión de tu domicilio, ¿qué es lo que cabe hacer? Al día siguiente de la agresión, la víctima se preguntaba: «¿Por qué tengo yo que soportar que dentro de mi propia casa me llamen hijo de puta delante de mi hija de 14 años, a la que tuve que refugiar dentro de una caseta de seguridad provista de barrotes, pensando que el lógico siguiente paso era que subieran a por nosotros?». Lo fácil y lo cómodo es dejarse llevar por el sentimiento, permitir que los nervios se rompan y liarte a bofetadas -tirando por lo bajo- con los delincuentes.Luego, llegado el momento de comparecer ante el juez para rendir cuentas, se invocaría la eximente de legítima defensa. Lo difícil e incómodo es hacer de tripas corazón y acudir a los tribunales.Reconozco que esto es lo meritorio. Si a cualquiera nos hacen lo que a Pedro J. Ramírez, es decir, nos invaden nuestra casa, nos insultan, nos coaccionan y amedrentan a nuestra mujer e hijos, sin duda que la respuesta hubiera sido bien diferente, a sabiendas de inadecuada.

Hace ya bastantes años -para mí, desde 1977- que los españoles desean respetar a sus políticos. A cambio, sólo se les exige que sean respetables, no sólo en el fondo, sino también en las formas, a ser posible, notoriamente visibles. Que un diputado, en actitud chulesca y prepotente -así cabe interpretar llevar el carné entre los dientes- asalte la vivienda de un periodista -lo mismo que la de un taxista, la de un comerciante o la de un concejal-, me parece que es mal camino y muy alarmante señal de impolítico exceso. El señor Puig ha hecho mal uso y peor abuso del poder que le da su noble cargo de representante de la soberanía popular, en detrimento del derecho de un ciudadano y de las inabdicables normas de conducta que le son exigibles.

Por cierto. En alguna parte he leído que Joan Puig es un entusiasta de la política. No seré yo quien matice el adjetivo, pero, siendo así, el señor diputado debería saber que a la ciudadanía no se la puede someter al límite de la tensión política, pues más allá no queda sino el caos. Si la mecha de la ruptura de España se prende al mismo tiempo que la de la subversión del Derecho, aquí se puede organizar la marimorena. La política no es la ciencia de picar carne en la batidora y luego hacer hamburguesas, sino el arte de hacer que la vida discurra sin mayores sobresaltos de los precisos, y en su nombre no se pueden cometer actos que repugnan la esencia misma de la política. Porque si es verdad aquello de que el político es el molinero de las conductas de los gobernados, el señor Puig debería saber que con la harina que fabrica se pueden hacer tortas históricas. Lo decía Luis María Ansón en su Canela fina del 14 de agosto: «Asusta pensar qué pasaría en España si un día gobernasen políticos violentos como el diputado Joan Puig ( )» A España le sobran políticos violentos como el protagonista de este artículo. Afortunadamente y en mayor cuantía, lo que tenemos son políticos sensatos, prudentes y respetuosos con la ley.

Me consta la pasión por el Derecho del director de EL MUNDO y que no le alegra la condena de ninguna persona, ni siquiera la de unas malas personas. Todavía el 21 de agosto pasado, en su habitual carta dominical, se dirigía a sus lectores y les decía que el objeto de la querella tiene más de colectivo que de personal: «A mí la piscina me importa un bledo ( ); por lo que yo peleo, y voy a seguir haciéndolo al coste que sea, no es por la piscina, sino por una España segura, tolerante y respetuosa en la que a nadie pueda ocurrirle lo que a nosotros nos ha pasado ( )» No parece, pues, que su deseo sea que quienes patearon sus derechos sean condenados. Estoy convencido de que perdonaría a sus asaltantes de no ser tan peligrosos para la convivencia.

Sí. ¡Hay que cerrar EL MUNDO! A ser posible -esto es de mi cosecha-, a cal y canto; y luego, prenderle fuego; y si es con su director dentro, mucho mejor. Con esta medida, a todas luces algo drástica, es obvio que automáticamente quedarían resueltos muchos de los problemas que amargan a los españoles y hasta a la Humanidad entera: el paro sería sustituido por el pleno empleo, los terroristas dirían adiós a las armas; las guerras, todas las guerras pasarían a ser carne de Historia; la droga dejaría de hacer estragos; la corrupción desaparecería como por arte de magia; etcétera.Es inexplicable que hasta ahora, a nadie se le hubiera ocurrido cerrar EL MUNDO.

Ironías aparte, si a estas alturas todavía hay gente que piensa que a EL MUNDO se le puede enmudecer, que a su director se le puede reducir a un escribiente al dictado y hasta que puede herírsele de muerte y enterrarlo, mi impresión es que van listos. Y si uno solo de los lectores de este artículo cree que tengo un punto de razón en decir lo que le digo y en advertir cuanto me advierte el sentido común, me doy por suficientemente satisfecho.