Hay que frenar la estupidez

Estamos metidos en una espiral de estupidez; como un concurso a ver quién la dice o la hace más grande. Yo creo que desde los tiempos del cólera no había escuchado, y mucho menos leído, la cantidad de estupideces con las que nos desayunamos todos los días. Y cuando estamos en este tipo de competiciones a mí me recuerdan una de las actividades, entonces denominadas “populares”, porque nadie aún tenía la desfachatez de llamar “tradiciones culturales” como ahora sucede con el pobre toro de la Vega, o los embolados mediterráneos o los trabucaires disfrazados, ejemplos inseparables al parecer de centenarias costumbres. De inveterada raigambre castiza tal que tirar una cabra desde el campanario de la Iglesia, correr a pedradas a liberales y judíos, o quemar brujas. Actos aprobados con benevolencia por los mantenedores de la tradición, enemigos de lo foráneo y modernista.

No, nada de esas sofisticaciones. Yo me estoy refiriendo a una competición que no podía faltar en los festejos de barrios y pueblos. La carrera de sacos. A las generaciones formadas en la electrónica probablemente no les dirá nada. Consistía en una carrera de muchachos con las piernas embutidas en sacos de esparto, y en reírse mucho contemplando cómo se caían torpemente en el afán de alcanzar la meta. Esa mezcla de simplicidad mental y gratuita crueldad siempre me llamó la atención, incluso de niño. ¿Por qué no hacían la carrera de sacos el alcalde y el conjunto de concejales, al menos para que provocaran con las risas populares una compensación al dinero que sisaban durante el año? Cuando el papel crítico de los diarios ha desaparecido, el resentimiento social adquiere caracteres insólitos. La estupidez se vuelve ridícula.

Yo asistí a una escena en un restaurante de Manresa en la que una señora exigió al camarero “una carta” en castellano, y como no la tenían -ni falta que les hacía tal gasto para la parroquia, puesto que ante cualquier excepción como aquella estaba la amabilidad y predisposición del camarero-. Pues no, la dama encocorada, que jamás había estado ni en Manresa ni en lugar alguno de Catalunya -yo lo he escrito con ñ, pero ustedes lo van a leer por obligación con ny sea en catalán o castellano- la tal señora, digo, apeló a sus derechos constitucionales -Constitución, que por cierto no había votado por desprecio a la democracia en general- para proveerse de una imposible “carta” en castellano, o del libro de reclamaciones. Como se trataba de un familiar la cosa acabó diciéndole que se dejara de pendejadas, que atendiera al camarero o a cualquier de nosotros, y que si no hiciera ayuno. Esta estupidez, que tiene muy poco que ver con la política y mucho con la psiquiatría, aunque a los tontos locos les guste mucho decir lo contrario, significó una ruptura familiar de consecuencias irreparables.

Algo similar en su simplicidad me ocurrió con el artículo de la pasada semana en el que me refería a Raoul Villain, asesino del líder socialista francés Jean Jaurès. Un amigo, viajado y curtido, me preguntaba dónde carajo decía yo que habían ajusticiado al asesino de Jaurès. “En Ibiza”, respondí. “No es ese el lugar que aparece en tu artículo”, me replicó. Como hasta ahora no solía releer los artículos después de publicados -un narcisismo que ronda el sadomasoquismo- encontré algo que yo no había escrito: “Eivissa”. El detalle roza el surrealismo no sólo por la obviedad de que en toda España y medio mundo Ibiza es Ibiza, inconfundible, sino que además se trataba de una ejecución ocurrida en septiembre de 1936, cuando los talibanes de las lenguas aún no habían nacido y toda España iniciaba una guerra atroz. ¿Acaso uno no tiene el obvio derecho de que no le toquen el artículo por gracia de que un supuesto corrector crea en los Países Catalanes, lo que a mí y a los lectores nos importa tanto como si cree en la Virgen del Perpetuo Socorro, patrona de los Redentoristas?

La hermandad entre estupidez y frivolidad es una de esas componentes que marcan el momento que vivimos. Sí hubo épocas en que lo más importante del mundo periodístico hispano se concentraba en la búsqueda de metáforas que evitaran llamar a las cosas por su nombre -recuerden que el oasis catalán, hoy tan escarnecido, no afectaba tanto a la sociedad catalana como a su prensa, encantada de haberse conocido y formando una piña, o eso creían, en torno a los mismos intereses y benevolencias-. Nada que ver con el agresivo estilo de los medios de comunicación capitalinos. La verdad es que el pan salió hecho unas hostias, pero aún es el día que nadie se da por aludido.

Los rescoldos de aquella hoguera de las vanidades alimentada por la Generalitat se mantienen hasta hoy. Bastó un artículo en abril de Javier Pérez Andújar, catalán de Poblenou, notable escritor e imposible enemigo de nadie, por desgana de enfadarse, bastó digo una crítica suya al alucinante contubernio de los sindicatos más corruptos de España, en cerrada competencia con los andaluces y los asturianos, cuyos líderes aprobaron la unión ¡estratégica! con Òmnium Cultural, el núcleo vivo y fortalecido del racismo y el reaccionarismo en Catalunya. Bastó esa singularidad para que salieran los Inquisidores Tertulianos a denunciarle por “antiguo”. Conviene recordar, porque nadie suele hacerlo, que fue necesario que el Círculo de Bellas Artes de Madrid concediera su medalla a Raimon, para que unos días más tarde le otorgaran los del Òmnium el premio de las Letras. Habían tenido 40 años para hacerlo, pero era rojo no converso, valenciano, e internacionalista, y no hay nadie más vengativo que los conversos de “casa bona”.

Pérez Andújar ahora ha repetido fortuna con una pieza literaria de altura sobre la última kermesse heroica del 11 de septiembre -“El parque temático del soberanismo” (El País, 12 de septiembre)-, procuro no imaginarme los insultos de los sacapechos patrióticos del bocadillo, tan parecidos ay a los autobuses de otros tiempos pagados con fondos públicos con destino a la plaza de Oriente, y de paso aprovechar para una visita al Madrid castizo. Porque la estupidez nos ha hecho perder el sentido de la medida. Veteranos columnistas añadiendo al final de sus textos una coletilla: irían a la manifestación. Como si fuera menester exhibir el patriotismo. Algo que no recordaba desde los tiempos del cólera.

Cuesta trabajo creer que entre tanta pluma de pavo y tanta lengua tertuliana sólo dos testigos hayan osado describir esa fantasmagoría de las “pubillas de blanco organdí” con “urnitas” simbólicas y fondos de banderas que evocaban fastos simbólicos de regímenes para olvidar o papas para avergonzarse. ¿O se trataba de tener presente el Congreso Eucarístico Internacional de 1952 en Barcelona? Sea como fuere, sólo dos cronistas, entre una faramalla de cofrades acojonados, tuvieron el valor de poner en sordina la variante más peligrosa de la estupidez: el contagio de masas, que tanto quebrantó a Elias Canetti. El impresionante relato de Pérez Andújar y la brillante crónica de Guillem Martínez, también en El País, sobre lo que él califica de “exhibición norcoreana” (cito de memoria), son vacunas contra la intemperancia y otorgan una cierta esperanza de que aún hay gente capaz de decir lo que los demás se niegan a ver o a contar.

El único derecho a decidir lo tienen los adolescentes y en el ámbito de su casa y su familia. Sólo ellos pueden decidir qué carajo van a hacer de sus vidas. Los demás tenemos el derecho a la protesta, a la revuelta, a la abstención, al silencio, a que no te humillen. La política no es un partido de fútbol como el amigo Manolo Vázquez Montalbán creyó atisbar en momentos muy poco felices para la verdad. Yo me quedo con aquellas dos cosas por las que según Max Aub merecía la pena luchar: la justicia y el buen castellano. Bastaría recordar cuál fue su trayectoria para entender lo difícil, por temerario, de tamañas ambiciones. ¡Si al menos hubiera fundado un banco…!

Gregorio Morán

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