¡Hay que levar anclas!

Señoras, señores, ciudadanos todos: ¿cómo puede siquiera dudarse de que hay que cambiar de arriba abajo nuestra Constitución? Solo las fuerzas más retrógradas, movidas por los intereses menos confesables, pueden oponerse a lo que es una evidencia para cualquier persona libre de prejuicios, es decir, para el pueblo en general. Y no me refiero a un simple cambio cosmético, de cuatro o cinco artículos menores, sino a una transformación completa tanto de lo que dice como del espíritu mismo reflejado en sus preceptos esclerotizados: por decirlo en un lenguaje tan obsoleto como la cosa misma, felizmente ya erradicado de nuestros colegios, hace falta una metanoia. La razón salta a la vista, porque la Constitución es un apaño viejuno, fruto de aquella época de engaños y componendas conocida como la Transición. En cualquier caso, plantea un país que en nada se parece a la realidad del nuestro actual; aún peor, que nos resulta intolerable. Y vamos a ver: ¿con qué nos quedaremos? ¿Con un papel escrito por hombres blancos y en su mayoría muertos que ni siquiera tenían WatsApp o con la gente hiperconectada en las redes sociales, el cerebro colectivo de nuestro enjambre actual, en el que cada cual zumba que te zumba a su modo y manera? Seguir venerando la Constitución es como empeñarse una y otra vez en ver los viejos episodios de Perry Mason en esta época de Juego de tronos y Westworld...

Hay que levar anclasEl engendro de marras está tan lleno de disparates que lo cojas por donde lo cojas te saltan a la cara sin tener que molestarse en rebuscar. Ya el artículo 1.2 asegura muy serio: “La soberanía nacional reside en el pueblo español”. Uno se queda con la boca abierta ante tanta desfachatez intelectual pero la cosa no mejora, porque el artículo 14 asegura sin trepidar que “los españoles son iguales ante la ley” y más adelante se remata la faena en el 139.1, donde leemos y se nos nubla la vista: “Todos los españoles tienen los mismos derechos y obligaciones en cualquier parte del territorio del Estado”. ¡Hasta aquí podíamos llegar! Pero ¿de qué país fascista están hablando esos difuntos señores? Todos sabemos que en el nuestro, el real, hay catalanes, vascos, gallegos, andaluces, extremeños, castellanomanchegos, castellanoleoneses, etcétera... y también españoles, no les digo que no. ¿Que quiénes son los españoles esos? A mí que me registren... Lo que importa es que todas esas naciones —cada una con su territorio correspondiente e inconfundible— son soberanas, faltaría más, sin exclusiones ni discriminaciones y cada cual tiene los mismos derechos y obligaciones en su ámbito nacional. Todas iguales ante su ley y ninguna obligada a obedecer la del extranjero, es decir, el vecino. Donde les toca, los ciudadanos tienen derecho a decidir. Luego ya veremos si hay pactos de conveniencia, pero lo primero es lo primero.

Los nombres de todas esas naciones realmente existentes deben figurar bien claritos en la Constitución renovada. Pero no sólo eso porque ¿quién nos dice que más adelante no habrá nuevos pueblos tan irrefutables como los ya conocidos y creados del mismo modo que ellos? Luego después de la lista de los actuales tendremos que poner una línea de puntos, a fin de ir consignando ahí a los que aparezcan en el futuro, pueblos soberanos a los cuales no podemos previamente discriminar con la vil excusa de que aún no existen. Por descontado, además de los nombres deberán figurar en la nueva Constitución todas las señas de identidad de cada uno de los pueblos con derecho a decidir: orografía, hidrografía, fiestas idiosincrásicas, platos típicos, costumbres famosas o infames, etcétera... Desgraciadamente, mal acostumbrados a causa de la anticuada obsesión por la unidad del país, hay gente que va de un lado para otro sin darse cuenta de que en el trayecto cambia de territorio soberano: todo el mundo le parece compatriota, en todas partes está como en casa y hasta hay quien a la hora de comer pide caldo gallego en Benicàssim, no les digo más. Hay que especificar las singularidades, porque a veces se confunden con las de otros; y blindarlas, sobre todo si implican privilegios, que ésas son las singularidades mejores.

Por supuesto, de este nuevo planteamiento se deriva la anulación de otros artículos especialmente anticuados. Así el 3.1, por ejemplo, que impone “el castellano es la lengua española oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla”. Los españoles que hagan lo que prefieran, pero los demás nanay. Cada pueblo tiene su lengua propia o varias, si se busca bien (para eso están los antropólogos), y no se necesita para nada el imperialismo de una lengua común. ¿Entenderse unos con otros? ¡Ay, amigos, otra antigualla! La principal función de las lenguas no es comunicarse sino reivindicar la propia identidad. Nada revelará mejor al distraído unionista que está en casa ajena que hablarle en la lengua que menos entienda. Y así se dará además trabajo a muchos traductores, lo que disminuirá la lacra del paro. El artículo 40.1 ordena y manda que “los poderes públicos promoverán el progreso social y económico y una distribución de la renta regional y personal mas equitativa en un marco de estabilidad económica y orientada al pleno empleo”. Está claro: ¡desnudar a los abrigados para arropar a los desnudos! Y la faena —nunca mejor dicho— se remata en el 128.1: “Toda la riqueza del país está subordinada al interés general”. ¡Lo que faltaba! Que los más trabajadores y productivos, o los más listos, por decirlo claramente, tengan obligación de subvencionar a los rezagados. Nada, la caridad está muy bien pero no es un precepto legal: el que tenga ese admirable capricho ya dará para el Domund... Como bien dijo Napoleón (el de Orwell, acuérdense), todos somos iguales pero unos son mas iguales que otros. En cuanto al 118, “es obligatorio cumplir las sentencias y demás resoluciones firmes de los jueces y tribunales”, sólo un comentario: ja, ja, ja. Lo he dejado para el final para acabar con una nota de humor.

¿Que hace falta un referéndum para refrendar la nueva Constitución? Muy bien, pero la edad de los votantes tendrá que corresponder al ímpetu renovador que mueve la nueva Ley Fundamental. Los fantasmas del pasado no pueden decidir sobre el hiperrealismo virtual del futuro. Propongo que los llamados a las urnas no tengan más de cuarenta años ni menos de dieciséis. Mejor, incluyamos también a los quinceañeros, que según el informe PISA han mejorado en comprensión lectora, lo que nadie se atrevería a decir de sus mayores. ¿Suenan demasiado atrevidos estos planteamientos? Pero les recuerdo que se trata de no quedar anclados en el pasado. ¡Hay que levar anclas! ¡A toda máquina! ¡Rumbo a...! Bueno, lo mejor será preguntar a cada territorio qué rumbo quiere seguir y luego sacar la media.

Fernando Savater es escritor.

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