Hay que potenciar el PEPP

Cuando en marzo el Banco Central Europeo inició su nuevo programa de compra de activos contra la emergencia pandémica (PEPP), por un monto de 750 000 millones de euros (818 000 millones de dólares), fue recibido como el instrumento definitivo capaz de dar un bienvenido alivio a los mercados de bonos en países de la «periferia» de la eurozona como Italia, España, Portugal y Grecia. Pero el BCE tiene que reforzar el programa para que sea realmente eficaz.

El PEPP no es como las compras indiscriminadas de activos que usa el BCE habitualmente para proveer estímulo monetario en forma general. En el segundo caso, las operaciones se basan en la proporción que cada país tiene del capital del BCE (la «clave de capital»), mientras que el PEPP apela a la compra selectiva de títulos de los países con más dificultades, para corregir problemas en el funcionamiento del mercado.

El nuevo programa (que los inversores esperan que se amplíe) consiguió poner límite a los diferenciales de tipos de interés (spreads) entre los estados miembros del núcleo de la eurozona y los periféricos. Pero los diferenciales todavía son altos, y los inversores están intranquilos, sobre todo porque es probable que la crisis de la COVID‑19 aumente la deuda pública de Italia al 150 o 160% del PIB por tiempo indefinido. Ese shock no admite una respuesta fácil.

Es verdad que como el PEPP permite comprar activos en forma selectiva sin imponer condiciones a los beneficiarios, es un arma más potente que el esquema de transacciones monetarias directas introducido por el entonces presidente del BCE Mario Draghi en lo peor de la crisis del euro en 2012.

Pero en sí mismo, el PEPP no calma las inquietudes que genera la COVID‑19 respecto de la sostenibilidad de las deudas, lo cual se debe a dos restricciones que afectan al programa. En primer lugar, hay una presunción de que la tenencia en cartera de los bonos comprados por este mecanismo será transitoria, impresión a la que contribuye el reciente fallo del Tribunal Constitucional Federal de Alemania contra el BCE, en conexión con otro programa de compra de activos públicos (el PSPP). Y en segundo lugar, se prevé mantener la clave de capital como referencia para el PEPP.

Para ver de qué manera estas constricciones debilitan la eficacia del PEPP, consideremos lo que sucede tras la compra de un bono soberano dentro del programa. Por indicación del Consejo de Gobierno del BCE, los bancos centrales nacionales suscriben el 80% de las compras, y proceden a devolver a los gobiernos, como transferencia de utilidades, cualquier interés que reciban. De modo que en la práctica los bonos no tienen costo alguno y no inciden sobre la sostenibilidad de la deuda. Pero esto solamente funciona mientras el BCE conserve la deuda en cartera.

Para reducir los diferenciales de los bonos periféricos en forma duradera, hay que hacer que en la práctica el costo de la deuda adicional que estos países emitan como resultado de la crisis de la COVID‑19 (por una cifra estimada de unos 500 000 millones de euros en 2020‑21) sea nulo. Un modo de hacerlo es que el BCE se comprometa a conservar estos títulos un tiempo suficiente, digamos, veinte años o más. Además, hay que desligar el PEPP de la referencia a la clave de capital, para que nada sugiera que el BCE venderá en primer lugar los bonos de los estados periféricos si decidiera reducir su cartera.

El beneficio económico de reducir los diferenciales entre los bonos de los países del núcleo y los periféricos (y así mantener unida a la eurozona) compensa con creces tres posibles inquietudes planteadas por el PEPP. La primera es el temor a que las operaciones de compra de bonos del BCE puedan ser inflacionarias. Pero este temor parece exagerado ahora que el riesgo mayor es la deflación.

En segundo lugar, está el temor al «predominio fiscal»: que el BCE adopte en el futuro una actitud renuente a subir las tasas, no vaya a ser que un deterioro patrimonial obligue a que los gobiernos lo recapitalicen y eso comprometa su independencia. Pero imaginar que unos pocos países en la periferia de la eurozona puedan poner en entredicho la independencia del BCE (consagrada en el Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea) parece excesivo.

Finalmente, está el sempiterno temor al riesgo moral: que las medidas de rescate alienten la irresponsabilidad fiscal. Pero es infundado: los problemas actuales de Italia surgen de partir de un nivel de deuda inicial más elevado (algo que sus socios en la eurozona siempre han aceptado) y de una respuesta fiscal más enérgica a la crisis actual (algo en cuya necesidad todos concuerdan).

Un desvío prolongado respecto del requisito de la clave de capital también es defendible desde el punto de vista legal. El PEPP no es una medida de índole monetaria, sino un instrumento con el que se busca superar un obstáculo contra la transmisión de la política monetaria al conjunto de los estados miembros de la eurozona; en concreto, los altos diferenciales inducidos por la diversidad de los efectos de la pandemia sobre los respectivos niveles de deuda pública. Si el impacto de la COVID‑19 sobre los mercados de bonos de la eurozona es asimétrico y duradero, también debe serlo la respuesta. Cualquier efecto monetario más amplio no deseado que surja del PEPP se puede esterilizar o deshacer con tipos de interés más altos o ventas de bonos no periféricos.

Pero nada de esto elimina la necesidad de que Europa dé una respuesta fiscal conjunta. Si bien el naciente fondo de recuperación europeo es un avance importante en ese sentido, no está claro que pueda ofrecer un estímulo suficiente para los países más afectados. Además, ese fondo no ayudará a reducir la deuda adicional resultante de la crisis, y en cualquier caso, está pensado para la fase posterior de recuperación.

Por ahora, el PEPP es la única forma de garantizar que la eurozona salga indemne de la crisis por la COVID‑19. El BCE no debe retroceder ante la reciente decisión del tribunal constitucional alemán, sino por el contrario fortalecer el instrumento, para evitar que la pandemia cause más daño todavía.

Reza Moghadam, Chief Economic Adviser at Morgan Stanley, is a former director of the International Monetary Fund’s European Department. Traducción: Esteban Flamini.

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