¿Hay que reformar la Constitución?

En los tiempos que corren, en los que los debates nacen con una opinión artificialmente dominante por venir reiteradamente afirmada sin excesivo soporte argumental (casi como si se tratara de repetir una consigna), no es fácil llegar libre de prejuicios al planteamiento mismo de la cuestión. Y esto es particularmente cierto con el tema de la reforma de la Constitución de 1978. Hay una corriente de opinión, muy extendida, que da por hecho que hay que reformar nuestra Carta Magna. Tiene clara, pues, la conclusión, pero guarda silencio sobre la finalidad (¿para qué?) y sobre el alcance (¿en qué puntos?). Por eso, afrontar este tema supone una tarea espinosa, ya que a la dificultad técnica del contenido ha de añadirse la posibilidad de tener que argumentar a contracorriente.

No creo que haya nadie que piense, sobre todo si pertenece al mundo del Derecho, que hay leyes tan perfectas que son capaces de estar perennemente en vigor sin ser modificadas. Y es que, por muy ajustadas que estuvieran a la realidad en el momento de su elaboración, el mero transcurso del tiempo y, sobre todo, el cambio incesante de aquella hace que más temprano o más tarde devengan obsoletas. Razón por la cual es consustancial con la ley el hecho mismo de su reforma.

Hay que reformar la ConstituciónEsto es algo que puede llegar a suceder, como no podía ser de otra forma, también con nuestra Constitución de 1978. Pero, al tratarse de nuestra Ley Fundamental, la prudencia aconseja, primero, examinar, valorar y apreciar debidamente si tiene que ser reformada, y, en caso afirmativo, lo que debería hacerse si se decidiera modificarla: qué puntos y con qué alcance deberían ser reformados para mejorarlos.

Con esto se quiere decir que el solo hecho de plantear un proceso de reforma constitucional exige a los políticos proponentes, al menos, las dos siguientes actuaciones: justificar la necesidad de la reforma y tener muy claro desde el principio cuál es el alcance de la misma.

Últimamente se oye mucho hablar de la reforma de la Constitución, lo cual no significa que por eso solo sea necesaria. Y es que el murmullo reformador se convierte en silencio, casi sepulcral, cuando se trata de argumentar para qué, en qué aspectos y con qué alcance.

Frente a este runrún reformador, hay voces que propugnan dejar el texto constitucional como está, porque nos ha permitido disfrutar del mayor período de paz y prosperidad en los últimos doscientos años, y porque se piensa que será muy difícil conseguir el mismo consenso que hubo entre las formaciones constituyentes durante su elaboración.

Hasta ahora, el partido en el Gobierno manifestaba públicamente que no veía la necesidad de la reforma constitucional, pero en los últimos días se oyen voces, desde el propio PP, que hablan de abrir ese melón. El diario El Norte de Castilla ha publicado recientemente: «El PSOE pide en el Congreso una subcomisión para estudiar la reforma constitucional», e informa de que Ciudadanos y Podemos también exigen al Gobierno que abra el debate sobre una modificación de la Carta Magna «que aborde el modelo territorial». Esta iniciativa de la oposición ha sido respondida por el secretario general del Grupo Parlamentario del PP en el sentido de que dicha subcomisión «no es oportuna porque no se puede abrir una puerta sin saber antes cómo se va a cerrar».

Recuerdo que al poco de tiempo de llegar Mariano Rajoy a la presidencia del Gobierno, a la vista de la profunda crisis que sufría nuestra economía, la generalidad de los opinantes pedían una y otra vez que España pidiera el rescate. Y me viene a la memoria también que nuestro presidente respondía con una lógica aplastante que mientras no supiera qué comportaba el rescate no podía valorar si convenía o no solicitarlo. Todos sabemos que no lo pidió y que gracias a eso hemos salido de la crisis sin el sufrimiento añadido que habría generado demandar la intervención de los temidos «hombres de negro».

Supongo que quienes propugnan la reforma habrán considerado que es absolutamente necesaria, y deseo creer también que tendrán asimismo bien estudiado el alcance de la misma. Entre otras razones, porque nos jugamos mucho, ya que cualquier proceso de reforma de una Carta Magna suele dejar un elevado número de insatisfechos y venimos de tiempos en los que la clase política tradicional ya ha sufrido una seria contestación por una parte importante del pueblo.

Para mí, suponiendo que esté justificado afrontar la espinosa tarea de tocar la Constitución –cosa que no comparto, aunque estoy dispuesto a que me convenzan de su necesidad y de la bondad de su alcance–, la primera cuestión sobre la que conviene ponerse de acuerdo es si se procede a un simple «retoque» del texto vigente o se pretende ir más allá y «reformarla» con cierta profundidad.

Lo primero no sería demasiado complicado si se pretendiera únicamente eliminar la preferencia del varón sobre la mujer en la sucesión a la Corona y convertir el Senado en una Cámara de representación territorial. Pero estas dos modificaciones, siendo del todo razonables, no parecen, sin embargo, de tanta urgencia como para no aplazar a mejores momentos abrir el problema de la reforma.

Lo segundo, esto es, reformar con cierta profundidad nuestra ley de leyes, podría, en cambio, enzarzarnos en discusiones en las que sería difícil, por no decir imposible, ponernos de acuerdo. Me refiero a cuestiones como cambiar la forma de Estado o modificar el sistema de distribución territorial del poder, ya sea, según pretenden algunos, para corregir la excesiva descentralización y recuperar competencia para el Estado, ya sea para lo contrario, que sería convertir el Estado de las Autonomías en un Estado Federal.

No ignoro que para justificar la conveniencia de la reforma hay quienes aducen que la población actual de España está compuesta por muchas personas que no votaron la Constitución de 1978. Y hasta puede haber quien piense que una reforma exitosa de la Constitución manteniendo la actual forma de Estado podría suponer un renovado respaldo a la Corona.

Pero ambos argumentos no me parecen suficientes para proceder a enfrentarnos con tan complejo problema. Las leyes, mientras sigan siendo útiles y resuelvan satisfactoriamente los problemas de la ciudadanía en el tiempo en que son aplicadas, no tienen por qué ser modificadas por el solo hecho de que las hayan aprobado los representantes de ciudadanos de otro tiempo. Y en cuanto a lo de la Corona, tengo para mí que nuestro joven Rey se está ganando día a día el respeto, la admiración y el cariño de la gran mayoría del pueblo. Lo cual asegura más la pervivencia de la institución que el hipotético referéndum de aprobación del reformado texto constitucional.

Por lo que antecede, no dejo de preguntarme si no tenemos suficientes problemas reales que necesitan urgente solución como para plantearnos el de la reforma de la Constitución que interesa tan poco al pueblo.

José Manuel Otero Lastres, catedrático y escritor.

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