¿Hay que regular la prostitución?

El menos de los males.

¿Puta? ¡Reputa!» Eso dice el casposo Torrente de la mujer de uno por acostarse con todo macho viviente. Pero ¿es puta por refocilarse en el sexo? ¿Y si el goce le reporta además la licencia de un bar, plaza en la universidad, o posición relevante en una empresa? Tantos sentidos distintos para el término prostitución dificultan proponerle soluciones. Pero ¿las requiere o son el uso de la vía pública, el control sanitario del colectivo y la evitación del crimen organizado lo que nos preocupa? Porque tal vez la mayor parte de la sociedad no condena la venta o alquiler que uno haga de su cuerpo –al fin y al cabo nadie se ha metido con la que alquiló su útero a Ricky Martin para que consiguiese sus gemelas–, ni hay cruzada general contra toda esa juventud (modelos y exmodelos se llevan la palma) que casualmente sólo se enamora de personas ricas y famosas que les triplican la edad, ni hay quien critique lo de aguantar un matrimonio por mantener el nivel de vida. Mayor escándalo produce atisbar la venta del alma, individuos con capacidad de metamorfosearse en el paisaje y decir o hacer aquello que más conviene: políticos y periodistas se llevan en esto la palma, pero ni son los únicos ni los peores; sólo los más visibles. Cada uno vende lo que puede mientras haya alguien dispuesto (incluso obligado) a comprar. Esa es la triste realidad de una actividad tan antigua, como se encargaba de recordarnos aquella magnífica Familia, de León de Aranoa, en la que un individuo se compraba el servicio de amor completo. Y vaya por delante mi respeto a todas las soledades que no han encontrado paliativo mejor.

En el extremo opuesto, en lo evidente, la frontera entre prostitución y esclavitud no debería dejar lugar a dudas. Cuando quien se vende lo hace por miedo, por desesperación, por salvar la vida de las personas que le importan, y encima lo hace en condiciones que afrentan la mínima dignidad humana, los delitos son otros: quien perpetra el tráfico de carne humana para prostituirla bajo amenazas debe ser perseguido contundentemente, pero también el pagano consciente de la situación, que así colabora con el traficante, o aquel cuya cooperación necesaria aporta infraestructuras a un delito que es de «lesa humanidad». Y por mucho que se rasguen las vestiduras las feministas, diciendo que, sobre todo, la prostitución es de mujeres, el horror de los horrores es la infantil y para sus perpetradores la cadena perpetua es un regalo.

Gran parte del colectivo quiere ser tratado como el de cualquier oficio, pagar sus impuestos y tener un local. Y visto que nos abstenemos de entender la prostitución como delito por la dificultad de ponerle puertas al campo, las casas de putas de antaño (donde acuden, sobre todo, los que más claman contra ellas) parecen el menor de los males. Y a quienes compran o venden sus favores en la calle, quizá pueda decírseles poco, pero, a quienes en la calle los practican, habrá que recordarles que la calle no es suya.

Montserrat Nebrera, profesora de derecho constitucional, UIC.

La necesaria hipocresía.

Las putas y la prostitución no son lo mismo. La puta es una señorita que pone su cuerpo al servicio de los señores que pueden pagar sus honorarios; cuanto más altos, más respetable es la proveedora. Artistas, literatos y fotógrafos sociales han inmortalizado un fenómeno que nunca ha quitado el sueño a nadie, excepto a estrictos vicarios. La prostitución es otra cosa, es una exhibición del sexo que ofende nuestra mirada, perjudica la formación de nuestros hijos, ensucia la ciudad y amenaza al turismo culto que pretendemos como idílico para Barcelona.

Afrontar esta cuestión no es materia para gestores públicos, es trabajo para líderes políticos; quiero decir que es algo peligroso, porque se trata de atacar una contradicción con la que estamos dispuestos a convivir siempre que no nos suponga ningún inconveniente. Y desde hace meses la prostitución ya es un inconveniente para la imagen de la ciudad y nuestra tranquilidad.

Atacar contradicciones sociales siempre supone un riesgo para el político: hay que afinar mucho. Unos milímetros de permisividad más allá de lo que podemos tolerar o una incisión que recorte lo que queremos conservar, y el error se paga en votos. En este caso, para no errar hay que confiar en la tradición construida desde los abuelos de nuestros abuelos, una filosofía de la vida que, traducida en forma de eslogan, sería así de contundente: Putas sí, prostitución no.

Esta doctrina implica la prohibición de la prostitución, de la exhibición del sexo de mal gusto en calles, plazas, carreteras y en cualquier lugar que pueda herir la sensibilidad ciudadana. No se trata de una regulación para salir del paso, sustentada en una compleja argumentación sobre los factores que inciden en lo socialmente reprobable (la explotación sexual de las mujeres más pobres por mafiosos sin escrúpulos ni patria). Se trata de algo más sencillo, de una prohibición explícita de algo muy concreto. En la seguridad de que no erradicará el fenómeno de fondo, pero dará una base legal y penal para que los agentes de la autoridad la apliquen de modo inteligente y discrecional.

Hipocresía social, me dirán. Efectivamente. La hipocresía es a la sociedad lo que el aceite a los motores más sofisticados y eficientes. Este líquido viscoso nos ensucia las manos, pero, si nos olvidáramos de echarlo, los engranajes de las máquinas no resistirían. El aceite de la hipocresía fastidia nuestros nobles espíritus, democráticos y solidarios más aún que los aceites industriales.

Nosotros, que enviamos legiones de jóvenes voluntarios a predicar la buena nueva de la superioridad moral de nuestro sistema en todo el mapamundi, debemos hacernos a la idea de que, de vez en cuando, hay que enfrentarse a molestas cuestiones domésticas, como echar aceite al sistema.

Aceptemos que no siempre podemos ser exquisitos justicieros universales; a veces tenemos que ser sinceros y eficientes. No es maravilloso, pero es necesario.

Jordi Mercader, periodista.