¿Hay que repensar España?

El 11 de abril de 1713, hace hoy exactamente 300 años, se firmó formalmente en territorio holandés, tras más de un año de negociaciones, el primer Tratado de Utrecht. Éste y los siguientes acuerdos supusieron la aceptación por las potencias europeas del acceso de los Borbones (en el poder en Francia) al trono de España, a cambio de la renuncia de Felipe V a la corona francesa y la pérdida por España de sus posesiones europeas, además de Gibraltar y Menorca. La firma del Tratado supuso, en definitiva, el final de España como superpotencia mundial.

A pesar de los enormes cambios y convulsiones que ha sufrido España durante estos 300 años, dos instituciones cruciales que datan de esa fecha han sido una constante casi continua, aunque periódicamente cuestionada, de la estructura institucional española desde entonces: la nueva dinastía borbónica, reconocida por las potencias europeas tras la renuncia al trono francés; y la sustitución de «las Españas», un conjunto de territorios con sus fueros y sus privilegios, por una única España, como resultado de los Decretos de Nueva Planta, promulgados por el nuevo monarca Felipe durante los primeros años de su reinado.

Trescientos años después, muchos españoles se preguntan si la difícil situación a la que se enfrenta España supondrá el fin de estas dos instituciones vertebradoras de las relaciones entre los españoles.

Para muchos de ellos, entre los que me cuento, los desafíos a los que se enfrenta España tres siglos después no son necesariamente la consecuencia de un problema histórico de largo alcance. Pensamos que la corrupción y el deterioro institucional que sufre España tienen que ver en gran parte con el entorno de dinero fácil de los largos años de la burbuja. La corrupción era inevitable en un entorno legal del todo vale en el que, por ejemplo, el «agente urbanizador» puede elaborar planes de desarrollo individuales, o el «convenio urbanístico» permite a un grupo de propietarios presentar planes de desarrollo de la zona que controlaban, todo ello fuera de la planificación a largo plazo y bajo control de las autoridades municipales. Estas leyes autonómicas del suelo, junto con el acceso a financiación muy barata, hacían que la corrupción fuera sencilla y atractiva. Además, la burbuja hacía difícil detectar los fallos y errores: la diferencia entre buena y mala gestión era simplemente inobservable desde fuera, tanto en las cajas como en la política. Por ejemplo, muchos no éramos consciente de que Valencia funcionaba como una auténtica república bananera, a pesar de que las regatas y la Fórmula 1 deberían haber sido evidentes indicios.

Si la hipótesis de que nuestros problemas actuales no datan de hace 300 años es cierta, no hay nada raro o inusual en la España de hoy. Tenemos las mismas dificultades que otros países hubieran podido tener de haber contado con un dinero tan fácil y una estructura institucional tan débil. Resolvamos estos problemas, hagamos las reformas, difíciles, sí, pero reconocidas por casi todos como que necesariamente hay que hacer, y se terminó.

Pero hay una corriente creciente de opinión en España que empieza a cuestionar la estructura institucional básica que ha sobrevivido a 300 años de convulsiones. Cada vez más españoles dudan de la Monarquía borbónica, que sufre un acusadísimo deterioro en las encuestas. Y muchos españoles, parece inevitable tener que reconocerlo, no se encuentran cómodos dentro de la España única y quieren volver como mínimo a «las Españas». Piensan que no hemos sido capaces de encontrar una forma de vivir juntos bajo un mismo tejado y que es mejor dejar de intentarlo: tras aquella mal concluida Guerra de Sucesión, Guerra Civil, y europea, hubo una sucesión de guerras civiles, de carácter en gran parte fuerista, empezando por las causadas por la invasión napoleónica, continuando por los Cien Mil Hijos de San Luis, las guerras carlistas -la primera de 1833 a 1840 (más de 100.000 muertos); la segunda, de 1846 a 1849, y la tercera, de 1872 a 1876-, el fracaso de la Primera República en la desintegración territorial, el fracaso de la Segunda República, también en la desintegración territorial, y la Guerra Civil. En esta visión, el (supuesto) fracaso del Estado de las Autonomías es sólo un síntoma más del fracaso de los esfuerzos durante tres siglos por encontrar una forma razonable de convivir entre todos los españoles.

Del diagnóstico que haga uno se sigue la cura propuesta para el paciente, nuestra querida España. ¿Qué hacer? Proceder por el principio hipocrático de «no hacer daño» supone ir de la más sencilla hipótesis a la más compleja. Es decir, operamos bajo la hipótesis de que no pasa nada con la estructura básica del Estado tras la Transición, y tratamos de resolver los problemas «aparentes» -que no son pocos ni sencillos-: corrupción, mercado de trabajo, educación, endeudamiento.

Pero tenemos que ser conscientes de que si este tratamiento no funciona, caminamos hacia un escenario de cambios más profundos y turbulentos, quizá incluso hacia la desintegración del país. Dejar que las cosas, en esta tesitura, se pudran, es una opción política extremadamente arriesgada.

Los principales partidos políticos tienen la obligación de encarar la situación actual, tratando de hacer las reformas institucionales (transparencia, lucha contra la corrupción, democracia interna en los partidos, etc.) necesarias para evitar que los pilares de nuestra convivencia se tambaleen. En una situación de fragilidad máxima económica y social, un proceso que cuestione monarquía y unidad de España es un camino peligroso y del que es muy difícil imaginar su final.

Luis Garicano es catedrático de Economía y Estrategia en la London School of Economics y director de la Cátedra McKinsey de FEDEA.

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