¿Hay que tomarse en serio a Trump?

Apenas pasa un día desde el regreso de Donald Trump a la Casa Blanca sin que se publique en las redes su última iniciativa, generalmente caprichosa, ilegal e irrealizable. Entre las más extravagantes figura la transformación de la franja de Gaza en una futura Riviera mediterránea, tras la expulsión de sus dos millones de habitantes. Bastó con que los gobiernos de Jordania y Egipto anunciaran que no acogerían a los gazatíes, y mucho menos que no pudieran regresar a su tierra, para que Donald Trump abandonara su proyecto. Trump declaró que si el mundo árabe rechazaba su brillante solución, tomaría nota: lástima por los árabes.

En este caso ejemplar, me parece que los dirigentes árabes han entendido mejor que los europeos el planteamiento de Trump. Cada vez que hace un anuncio que cuestiona el 'statu quo' o explora vías inesperadas, los líderes europeos entran en pánico, celebran reuniones de emergencia y se preguntan cómo reaccionar. Los dirigentes jordanos, egipcios y saudíes, que conocen bien a Donald Trump, mantienen la calma, dicen no y siguen adelante. Saben que la singularidad del presidente estadounidense es que tiene mucha imaginación, pero nunca un plan de acción. Cuando alguien le dice que no, Trump cambia de tercio. Sus iniciativas son globos-sonda cuyo principal objetivo es ponerlo en el centro de la acción y dominar los medios, todos los días, fines de semana incluidos. Lo que Trump quiere por encima de todo es seguir siendo el cabeza de cartel, hablar sin hacer demasiado.

Durante el primer mandato de Trump, sus innumerables anuncios no tuvieron trascendencia. No recordamos ninguna de sus iniciativas internacionales, más allá del escenario de un discurso o de un viaje de ida y vuelta a Europa o Asia para hacerse la foto. Su único logro concreto fue una inversión masiva en la producción de la vacuna del Covid-19, un triunfo que curiosamente no reivindica, ya que parece haberse integrado en el movimiento antivacunas que encarna Robert Kennedy. Es como si se arrepintiera de haber hecho algo, en lugar de nada, durante su mandato inicial.

En Europa se habla de que este segundo mandato será diferente, que Trump planea derribar el orden internacional. No es así como se percibe en Estados Unidos. Mientras divido mi tiempo entre París y el Estado de Nueva York, me sorprende la diferencia en la forma en que se percibe a Trump. En París, como en todas las capitales europeas, hay gran expectación y temor. En Nueva York, en el pueblo de Kent, donde la mayoría es republicana, los anuncios de Trump se reciben con indiferencia. Washington queda muy lejos: las decisiones de Trump solo afectan a la política federal en una nación que vive ante todo a escala local o estatal. Las decisiones federales tienen poco impacto en la vida cotidiana de Kent, que tiene su propia policía, sus jueces, medios de comunicación locales, escuelas e iglesias.

¿Qué le importa a la población local? Los precios en el supermercado, la seguridad de sus hijos y cierta satisfacción de que no haya soldados estadounidenses luchando en el extranjero contra algún enemigo exótico. Los planes para anexionarse Canadá, Groenlandia y Panamá no tocan la conciencia de los habitantes de Kent. La reducción del gasto federal pregonada por Musk los deja impasibles porque el gasto público es esencialmente local. Y a nivel federal, es el Ejército el que consume la mayor parte del presupuesto. Está, por supuesto, Ucrania: algunas banderas ucranianas ondean en las fachadas. Pero, para la mayoría de la gente, ¿dónde está Kiev?

De vuelta en Europa, el estado de ánimo es el contrario: la gente está preocupada por una inversión de las alianzas, una coalición de déspotas con China, Irán y Rusia. No lo creo, porque esta hipótesis ignora una dimensión esencial de Estados Unidos, que es la autonomía del Ejército. El Ejército no hace lo que quiere, pero casi. Es suficientemente influyente –y popular– para oponerse a una estrategia que considera suicida. Si los líderes de este Ejército sugieren que retirarse de la OTAN sería un desastre para Estados Unidos, incluso más que para Europa, Trump no se extralimitará: un presidente estadounidense no se opone a su Ejército. No demos demasiada importancia a los dislates diplomático-militares de Donald Trump; sin duda no conducirán a la reversión de alianzas que se teme en Europa.

Tengo el mismo escepticismo sobre las propuestas económicas de Trump. De aplicarse, infligirían una fuerte penalización a los estadounidenses, especialmente a los que votaron a Trump. Tendrían que pagar más por la comida, los ordenadores y los coches. Porque es imposible que Estados Unidos, como cualquier otro país, produzca un ordenador o un coche por sí solo. Ya no estamos en el siglo XIX, ni siquiera en el XX. Hoy todo se basa en la división internacional del trabajo. Tardaríamos años en imaginar que los aranceles llevarían a la gente a producir en Estados Unidos y no en otro sitio. Y Trump ya se habría ido para entonces.

Además, los lamentos de Trump sobre el déficit comercial entre Estados Unidos y el resto del mundo revelan cuán ignorante es del funcionamiento de la economía real. Es gracias a este déficit que los dólares que ganan los europeos, los chinos y los indios se reinvierten en el sistema financiero estadounidense, y que este sistema asegura la prosperidad de los fondos de inversión y de los bancos de EE.UU. Este reciclaje de dólares enriquece a todos los ciudadanos estadounidenses porque las inversiones son rentables, la inflación es escasa o nula y este capital acumulado permite invertir en innovación, donde Estados Unidos es el maestro. En la hipótesis teórica de una balanza comercial equilibrada, impensable a corto o incluso a medio plazo, la bomba de las finanzas se vendría abajo: los bancos y los fondos de inversión desaparecerían y Estados Unidos perdería los medios para cumplir sus ambiciones tecnológicas. China necesita exportar más a Estados Unidos que menos para que Estados Unidos mantenga su ventaja tecnológica sobre China. La economía no es muy complicada, pero Trump no sabe nada de ella, al igual que su vicepresidente, que rivaliza con él en su ignorancia de la geopolítica y la historia.

Los europeos se conmovieron con las escandalosas declaraciones de Vance en Múnich, donde mostró su desprecio por el Viejo Continente y por la democracia y su abismal ignorancia del pasado de Europa. Puede que este discurso haya encantado a unos cuantos 'brexiters' y neonazis, pero carece de importancia y de trascendencia. Cuando Vance habla, apago el sonido.

Mi hipótesis parecerá optimista: apuesto a que Trump acabará por quedarse sin propuestas extravagantes y que, como en su primer mandato, él mismo olvidará cuáles eran sus propuestas. De nuevo, miren a Gaza. Lo importante para nosotros, los europeos, es mantener la calma, mostrar a este presidente la máxima cortesía y sumarnos a sus halagos. Pero si los jordanos y los egipcios pueden decir no a Trump, los europeos no pueden hacer menos.

Guy Sorman

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